Veo fuego dentro de la montaña
Reconozco que acudí a la sala de cine con la mosca detrás de la oreja. Pese a que la había defendido en ocasiones de la exagerada quema a la que le condenaba la crítica en general (que tampoco es una película de Uwe Boll, joer), debía reconocer, de la forma más imparcial posible, que la primera parte de la adaptación cinematográfica de El Hobbit tenía más sombras que luces en su haber. Así que, en el fondo, para La Desolación de Smaug me esperaba esta vez más de lo mismo. Relleno, relleno y más relleno. Suponía largos pasajes sin fundamento y, lo que es peor, la inclusión de Legolas y ciertos personajes que Peter Jackson se sacó de la manga mientras él y otros como Guillermo del Toro preparaban el guión adaptado (no sé por qué, pero me vienen a la mente unos jovencísimos Matt Damon y Ben Affleck escribiendo El indomable Will Hunting entre humo de marihuana y números de líneas eróticas apuntados en una libreta arrugada).
Centrémonos, en primer lugar, en uno de los “deslices” que más llama la atención, el de nuestro querido príncipe del Bosque Negro. Ya en la trilogía original era una especie de Terminator aniquilador de orcos, sólo que con maneras gráciles y acróbatas, pero es que ahora parece una curiosa fusión entre el Robin trapecista de Batman Forever (ya no surfea sobre escudos, sino directamente sobre artrópodos gigantes moribundos) y la expresividad emocional de Charles Bronson en sus años mozos. Por si fuese poco, resulta bastante más antipático de lo que recordábamos, y uno acaba deseando en su fuero interno (y por conversaciones con más espectadores de la película os aseguro que no fui el único que lo pensó) que en el duelo que mantiene con Bolgo en los instantes finales del filme el capitán orco le parta las piernas de un mazazo, o algo semejante. Ejerciendo de abogado del diablo, voy a romper una lanza a su favor, o al menos, a favor de su aparición en el filme (lo demás es menos defendible); y a decir que, si bien en el libro no se le mencione directamente, sí que es muy probable que, al ser hijo del Rey del Bosque, y dada la excesiva longevidad élfica, Legolas estuviese presenten en los sucesos narrados, al menos de forma contextual. Sí eh, y lleva lentillas azules.
La cosa sigue estando entre Primeros Nacidos: Tauriel. Pase por delante que Evangeline Lilly tiene toda mi admiración y respeto como actriz. De hecho, reconozco que, para un servidor, la canadiense era de lo poco salvable a partir de la segunda temporada de Perdidos (y quizás a partir de la primera, si nos ponemos exigentes) pero, a fin de cuentas, me defequé verbalmente en todos los demonios del Averno cuando vi por primera vez su rostro en uno de los trailers promocionales. Vale que Jackson cuele a los guerreros elfos de Lórien en la batalla del Abismo de Helm sólo porque le dio la real gana, pero esto nos parecía a todos un poco excesivo. Sorprendentemente, la señorita orejas picudas añade más profundidad y variedad a una trama que, hasta ahora, pecaba de no alardear en exceso de ello, como vimos en la primera parte (que estructuralmente no dejaba de ser una mezcla entre la añoranza épica ligeramente somnolienta y el raudo correcalles 3D), y añade, junto al enigmático rey Thranduil, una nueva dimensión a los conflictos étnico-raciales (o a su posible resolución) entre elfos y enanos, que vimos muy ligeramente en El Señor de los Anillos.
Un enorme Benedict Cumberbatch (Sherlock) pone la voz en la versión original a uno de los villanos más charlatanes, vanidosos, perturbados y acojonantes, si se me permite la expresión, del cine fantástico contemporáneo
A favor del señor Peter Jackson queda el ritmo de la película que, sin llegar a ser realmente excelente, mejora con mucho el de la anterior, incluyendo escenas cargadas de acción, como la huida a través de los rápidos del río (pese a que tengan lugar un par de cabriolas aberrantes), alternadas con otras mucho más calmadas, llenas de suspense y misterio, como la llegada de Gandalf a Dol Guldur o su exploración de las tumbas de Los Nueve. Quizás abuse de los efectos digitales, pero en 3D esto se traduce, en muchos momentos, en una capacidad inmersiva enorme, ayudado por la abundancia de planos generales y los encantadores paisajes neozelandeses. Además, si nos fijamos en la fiabilidad de los personajes que ya conocíamos, vemos que la la locura inherente a la familia de Thorin se presenta por fin en la llegada a Erebor, una locura que, si todo sigue según lo previsto, tendrá su culmen en la tercera película, con la Batalla de los Cinco Ejércitos.
Y ya que un par de renglones arriba hemos nombrado por fin nuestro hechicero barbudo favorito, llegamos a la parte realmente positiva de todo el asunto, el primer candidato a rey del filme, Gandalf el Gris. Interpretado, como siempre, por el maravilloso Ian McKellen, el mago quedará para el recuerdo, por ambas trilogías, como la mejor interpretación del veterano actor británico, junto, quizás, a su papel de James Whale en Dioses y Monstruos. En el cuento original, Gandalf deja plantados a Bilbo y los enanos y desaparece durante un buen número de páginas sin que el lector sospeche a dónde se dirige. Jackson se encarga de matar dos pájaros de un tiro. Por un lado nos explica en qué berenjenales se mete el Istari, y por otro, se aprovecha de los Apéndices de otras obras de Tolkien para conectar estas nuevas películas con La Comunidad del Anillo de un modo más claro y explícito, con menos sutilezas y elipsis que en la versión literaria. Resulta algo reprochable, no obstante, que se le acompañe en todo momento de Ragadast el Pardo, quien va camino de convertirse de obtener el premio Jar Jar Binks al personaje más estúpido y odiado por crítica y público a partes iguales. Pero nos da igual. Es Gandalf y nos mola, su humor, su vehemencia y sus aires de perro viejo resabido.
Pero si alguien puede rivalizar en impacto y protagonismo con Gandalf, y ganarle, ése es Smaug el Dorado, el Terrible, el Magnífico (y docenas de adjetivos más que podría llevar de regalo). Un enorme Benedict Cumberbatch (Sherlock) pone la voz en la versión original a uno de los villanos más charlatanes, vanidosos, perturbados y acojonantes, si se me permite la expresión, del cine fantástico contemporáneo. Digitalizar dragones en la gran pantalla siempre ha entrañado muchos riesgos (¿soy el único que se acuerda de aquel esperpento llamado Eragon, con el que Jeremy Irons, en plan pesetero, se pagó la remodelación de su castillo rosa en Irlanda?), pero Smaug no es un dragón cualquiera, si no EL dragón, con mayúsculas. Es que incluso resulta justificable que se olviden de las joyas que deberían estar clavadas por todo su vientre, las cuales probablemente quedarían demasiado horteras. Cada frase escupida por sus dentadas y descomunales fauces es fantástica, grandilocuente y estupenda. Cuando por fin se encuentran frente a frente, nuestro protagonista Bilbo se reduce a una mera comparsa de acompañamiento al lado de la interminable labia y el carisma de su interlocutor (sí, efectivamente, como ocurre con Watson). Tan tocados nos deja que, al lado del tormento alado escupefuegos, se desluce incluso el otro gran villano de la saga, el mismísimo Nigromante. Pese a ello, el espíritu Maiar maligno encarna en su enfrentamiento con Gandalf una secuencia tan hipnotizante y psicodélica que nos demuestra que el kitsch aún vive. O los White Stripes.
Para el debate quedan temas tan candentes como el de si tres películas son demasiadas para un libro que apenas roza las 300 páginas (quizá dos hubiese sido un número más asumible, a medio camino entre la recaudación económica y la fidelidad a la obra escrita) o si se ha perdido en la narración gran parte del espíritu original del legendarium tolkeniano a favor de un espectáculo puramente hollywoodiense. Quizás Beorn debería salir más, o el gobernador de Esgaroth menos. Pero esas cuestiones ya os lo dejo a vosotros, lectores y espectadores, una vez veáis el filme. Aventura fácil, sencilla, para niños, jóvenes y toda la familia. Con relleno, si, pero por momentos espectacular. Y nos queda una más.
(Imágenes cortesía de lotr.wikia y dibujosmil)