Vale la pena
Decía el periodista polaco Ryszard Kapuscinski que “el primer elemento importante en nuestro oficio es aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos, ya que convivimos con nuestra profesión veinticuatro horas al día”. Y no le faltaba razón. Quienes decidimos entrar a formar parte del mundo de la información sabemos que, en parte, estamos asumiendo el liderazgo monopolista del trabajo en nuestra vida. Hay quien dirá que eso es una locura, que cómo se nos ocurre. Otros, en cambio, creemos que es una manera tan respetable como cualquier otra de invertir nuestro tiempo y ganarnos el pan. Pero como la ilusión, la vocación y las ganas suelen flaquear en diferentes puntos del camino, a veces es necesario hacerse una pregunta que pueda mantener su respuesta sólida como la piedra por muy adversas que sean las circunstancias. Supongo que cada uno debe encontrar su pregunta, su ancla de acero para cuando el vendaval pretenda hacerle naufragar. La mía es: tanto esfuerzo, tanta dedicación… ¿valen la pena?
De un año para aquí hubiese contestado que sí casi sin dejar a la otra persona que terminase de formular la pregunta. Tenía absolutamente claro que ningún esfuerzo era demasiado grande en comparación con la realización personal que uno puede sentir al saber que está siendo el promotor de un servicio social imprescindible y que puede hacer cambiar el mundo. Pero, de facultad para adentro, me choqué con la realidad en las narices. Una verdad que tanto yo como mis compañeros conocíamos (nadie la ignora) pero que intentábamos evitar y la tildábamos de leyenda urbana, aún esperanzados de que al llegar a la Universidad nos encontrásemos con el idílico periodismo al que tanto habíamos aspirado.
No fue así, nos dio la bienvenida la vida real, dándonos un apretón de manos tan fuerte que casi nos dejó sin fuerzas para continuar la travesía que habíamos decidido emprender.
Tras recobrar un poco el aliento y superar los primeros compases de navegación, estamos un una ruta en la que el entorno es familiar pero las sorpresas siguen estando escondidas bajo los textos y las asignaturas.
Por todo ello, a día de hoy, cuando cada mañana me hago mi pregunta personal, contesto depende. Depende de quién queramos ser y de cómo queremos llegar a serlo. El periodismo está enfermo, y no es sólo un catarro otoñal. Tiene diferentes males, algunos más crónicos que otros, aunque no hemos de ser pesimistas, ya que existe también un remedio para cada uno. Por ello, uno tiene que empezar a escoger si quiere ser una célula cancerígena dentro de la anatomía periodística o si prefiere formar parte del cambio y ser ese Ibuprofeno que hace desaparecer cualquier resaca. Sí, resaca. Porque puede que esté equivocada y, más que enferma, nuestra profesión esté borracha. Ebria de poder y de presión. De ideología y deshonestidad. En este lado de la balanza, definitivamente no vale la pena ser periodista. ¿Puede llamarse periodista alguien que ejerce el periodismo pero desvirtuándolo de toda su esencia? Puede que de cara a la galería sí, pero para todos aquellos que creemos en la información, eso no es ser periodista, es ser un pelele. Y para ser marioneta, prefiero que me muevan hilos que no son cobardes y que van con su autoridad y sus exigencias por delante. Que me mangonee un jefe, un superior, pero que no me selle la boca un gobierno, que no frene mi teclado una multinacional. No vale la pena ser periodista si hemos de estar supeditados a los poderes políticos y económicos, traicionando nuestros propios ideales y arrebatándole a toda la sociedad la posibilidad de formarse una conciencia crítica a través de la lectura de un medio de comunicación.
Pero, tras todo lo dicho, sería injusto que sólo eso fuera la causa de mi contestación dubitativa, ya que el panorama antes descrito es el mismo en el que algún día tendremos que librar nuestras batallas, y puede (ojalá) que no perdamos nuestra conciencia social y periodística. Creo que mi “depende” es un definitivo “No” sobre todo en los casos en los que es el periodista, por su propia mecanografía, el que decide insuflar bacterias al ya marchito periodismo actual. O si se prefiere, podemos continuar con el símil del alcohol. Digamos que si antes el periodismo bebía buen vino regalado por un amigo, ahora bebe vodka de cuatro euros que acelera la autopista a la cirrosis. En estos casos, es el propio redactor quien decide echar por tierra las pocas nociones de ideología que hasta ese momento podía tener. Decide decapitar el código deontológico de nuestra profesión, cayendo en el sensacionalismo y tratando la noticia como un negocio, buscando cuadrar números en vez de informar. Desaparece la honestidad y se pierde el servicio social que, en un principio, el periodismo debería ejercer.
Cuesta pensar que alguien que tiene tanto poder en sus manos pueda utilizarlo de manera tan errónea, pero en fin, cada vez más esa se corona como una actitud generalizada en cualquier extracto social con cierta autoridad.
Pero, a pesar de que todavía estemos postrados en la cama, la actitud siempre ha sido el mejor analgésico. El periodismo todavía puede levantarse de la cama, estoy segura. De ahí que haya días en que soy yo la que me levanto repleta de energía (y no tanto por dormir ocho horas, que de eso ya ni me acuerdo) y me contesto que sí vale la pena. Vale la pena luchar por un periodismo de calidad en el que cada víctima o protagonista de un hecho noticioso reciba un trato digno en cuanto a la información. Vale la pena hacerse enemigos para evitar que nuestros textos sean calcomanías de garabatos institucionales. Vale la pena apoyar a otros periodistas que, como nosotros, están llenos de intenciones y sólo buscan el antídoto estrella para paliar la censura. Valen la pena muchas cosas, pero para darnos cuenta de ello debemos ser optimistas sin engañarnos, saber a qué nos enfrentamos pero no amedrentarnos ante las dificultades de la batalla. En definitiva, vale la pena arriesgarlo todo por lo que uno ama, y nosotros, toda esta generación y espero que las venideras, amamos el periodismo. El periodismo de verdad.