Ante todo mucha calma, de Tolstoi a Lars Von Trier
Decía Murakami que antes de publicar su Kafka en la orilla temía especialmente su ritmo, fuertemente marcado por las pausas de dos historias que se entrecortan y, además, por reflexiones prolongadas que desfiguran los esquemas de un lector moderno y en absoluto preparado (ni dispuesto) para dar continuidad a lo que requiera un mínimo esfuerzo intelectual. Pretencioso o no por su parte, Murakami no hacía sino reivindicar la pausa, la paciencia y el sacrificio que una interrupción puede suponer a favor de un conjunto mucho más elaborado y cerrado. El chino (todos lo son más allá de Iraq), como un fisioterapeuta veterano, aludía a la necesidad de pasar por el coñazo de los estiramientos antes de empezar el partido. Por eso Murakami confesaba también cuánto disfrutaba de los finales de Dostoievski, Hesse, Tolstoi y compañía. Seguramente le guste también Lars Von Trier.
Las relaciones entre dos términos pueden estar determinadas por muchos y muy distintos factores, pero para no ser más extravagante que la propia voluntad de conectar Guerra y Paz con Nymphomaniac, será mejor remitirse a las dos causas más primitivas: su oposición (y, por tanto, los puntos en los que se complementan) y sus similitudes. Sin embargo, como los aspectos en los que se pueden llegar a complementar son tantísimos y las posibilidades de que cliques en cualquier otra pestaña de internet son todavía más elevadas, mejor será, además de no ser extravagante, no dar lugar tampoco a una enumeración infinita.
Las maneras que Lars Von Trier recupera con Nymphomaniac demuestran la misma osadía desafiante que las de Murakami al emprender Kafka en la Orilla: una voluntad, una capacidad y, ante todo, una autoridad para desmarcarse de lo que se espera de un best seller o de una peli-revienta-taquillas mediante una narración cuidada y elaborada al extremo. Igual que Tolstoi, Nymphomaniac se recrea en sus personajes. Los presenta, les deja hablar, muestra sus inquietudes y sus taras. Pone a su merced la realidad de los propios espectadores para que las historias se apoderen de sus butacas y se adueñen de sus vidas. Las imágenes son tan poderosas para Tolstoi como lo son las palabras para el cineasta danés (o al revés, da lo mismo) y cada uno va sirviéndose de su imaginación para entregarse a una causa y dejar fluir con fuerza lo que se antoja una auténtica devoción

Uma Thurman mira a los protagonistas con la misma incredulidad que los protagonistas. Foto vía collider.com
Por eso, una vez dentro, ni el autor ni el receptor tienen el menor reparo en dar vueltas a las imágenes, en seguir entendiendo a los personajes ni en pararse a hablar sobre su propio libro o su propia peli (ambos son muy “meta” en este sentido). Los recursos son ilimitados y la historia, una historia lineal y ‘simple’, tiene tanta fuerza desde el principio que no deja de ser nuestra por mucho que oscile hacia explicaciones previas, reflexiones morales e históricas o hasta paralelismos tan inverosímiles como brillantes que pulen cualquier imperfección dentro de un sistema con sus mecanismos propios.
Lo que hizo Lars Von Trier no fue más que echarle un par de huevos, desde la autoridad que su fama de excéntrico le confiere, para adentrarse, como Tolstoi (por ejemplo) hiciera con la guerra, en los misterios de una enfermedad. Sin pudores ni ensañamiento, sin prisas pero sin pausas y sin víctimas ni verdugos, la guerra de una genial Charlotte Gainsbourg avanza, ni más ni menos, con el ritmo de la propia vida de los espectadores.