Bares
Hay cierto misticismo a la hora de pensar en el bestiario típico de los bares mohosos, tabernas rancias y demás tascas cavernosas: una incómoda inclinación a sacarle brillo a las figuras de aquellos a los que se les presupone una intensa y épica vida interior, fermentada a base de tragedias y sobrellevada solamente gracias a la ayuda de carajillos y garrafón.
Esos Pepe, Manolo y Antonio que están en la esquina más oscura y húmeda del bar más oscuro y húmedo del pueblo o polígono de turno, individuos de crucecita de oro de la comunión que difícilmente se adivina detrás de una frondosa mata de pelo. El romanticismo los embellece llamándolos filósofos, que conviven con sus penas y sus callos en las manos a base de estoicismo, de mucho suspirar entre tragos y pedir que no les tiren de la lengua.
Antes de que la metrosexualidad hipertrofiada y el Pachá Ibiza llegasen a hasta los pueblos españoles más remotos, en todos ellos había al menos dos o tres bares llenos de gente de ese tipo. Los niños huían de aquellos antros donde un par de marineros o pastores templaban los ánimos a base de coñac. Se formó en el imaginario popular la invencible idea de que ellos son el non plus ultra de la dureza: nadie en el mundo ha sido más apaleado por la vida que esos señores que se mataban a trabajar, con sus caras agrietadas por la salitre y el sol y las orejas peladas por culpa del frío. Con los años y los libros mal digeridos, hasta yo mismo creí esa realidad y acabé por imbuir de un cierto halo de poesía a esas personas y esos lugares.
Hace unos seis meses entré en un comedor para migrantes a las afueras de Ciudad de México, donde las personas que cruzaban ilegalmente el país para intentar llegar a Estados Unidos podían parar y descansar. Al cabo de un par de horas seguía en la mesa hablando con una monja, una psicóloga social y cuatro o cinco migrantes, a los que la sopa y el pollo les había alegrado lo suficiente el estómago como para disfrutar de una conversación sobre fútbol. Uno de ellos no quería participar: un chico de menos de veinte años, con la piel morenísima, los ojos achinados y una cicatriz en la mejilla. Sus labios estaban cortados y tenía quemaduras en la cara. Estaba apartado y con la mirada perdida y a veces nos ojeaba. Uno de sus compañeros, mientras le daba caladas a un cigarrillo, se dio cuenta de que yo lo estaba observando y me dijo “la historia de este hombre sí que es triste”.
Sin tener que insistir mucho, el que apenas había abierto la boca ahora hablaba sin parar, en una voz monocorde y sin ninguna expresión en su cara. Había salido de Guatemala con su hermano mayor y cruzó la frontera con México subido en un tren de mercancías llamado La Bestia. Cerca de Veracruz, en la costa del Golfo, unos individuos con rifles y machetes pararon la locomotora. Todos los migrantes salieron corriendo para escapar. A los pocos que no consiguieron huir se les pidió educadamente que pagasen un peaje si querían continuar. Los hermanos reunieron el poco dinero que tenían ambos, pero desgraciadamente sólo había suficiente para una persona. Lo último que le dijo el hermano mayor fue “vive tú”. El chiquillo tuvo que ver cómo le cortaron la cabeza con un machete.
—No se la consiguieron cortar de una vez y tuvieron que dar un segundo golpe, entonces la cabeza le quedó colgando por un hilillo de piel.
Aquel chico no bebía ningún café con whiskey ni llevaba mareando la misma tapa de tortilla rancia durante horas. Pero estoy seguro de que pocos de los personajes que me encontré o me imaginé en los bares de mi niñez se habrán comido la mierda que se comió él.

Un migrante cruzando las vías del tren. Imagen extraída de lajornadajalisco.com.mx