La vida de Adèle: dos actrices y nada más
No hay de qué preocuparse. Europa ya tiene su Hollywood particular. No solo por la alfombra roja, el sol radiante sobre los pendientes dorados de las actrices y demás farándula que asola Cannes cada primavera, sino también por el aliento de producción en serie que emana tras haber sucumbido a una línea estética incontestablemente definida. Por supuesto, hay esas excepciones que, con maestría, marcan la línea a imitar (Amour el año pasado, sin ir más lejos), pero La vida de Adèle no es una de ellas.
La película empieza dubitativa. Con la autosuficiencia de la intuición europea hacia el séptimo arte, ni se molesta en mostrar el título al espectador. Un sutil sello con la Palma de Oro abre la escena. Y hasta ahí llega su sutileza. Después, los también típicos primeros planos europeos, así como movidos, hasta desenfocados, tan casual y desenfadados como Kate Moss en una sesión de fotos, muestran cada detalle, cada placer y cada penuria de Adèle al espectador, reflejando un período trascendental de su vida (alrededor de cinco años) que se antojan emitidos con la insondable lentitud del tiempo real. Segundo a segundo, minuto a minuto y hasta hora a hora, Kechiche muestra el período de madurez de una chica de instituto siguiendo las pautas básicas de toda obra de formación que se precie: la simbiosis con su familia, las primeras discrepancias con su entorno, la madurez sexual, el descubrimiento de su cuerpo, el salto de las aulas al trabajo… Y lo hace sin la menor prisa. A todo el detenimiento del que no disponemos para vivir nuestras propias vidas, Kekiche añade hastío y una abrumadora parsimonia para intentar acercarse a la grandeza del amor.
A todo el detenimiento del que no disponemos para vivir nuestras propias vidas, Kekiche añade hastío y una abrumadora parsimonia para intentar acercarse a la grandeza del amor
En efecto, hay grandes temas para muy pocos, y el amor uno de ellos. Son esos temas universales e infinitos como el océano. Cada día puede tener una estroboscópica combinación de olas diferente, una vida interior insospechada cuanto más se conoce, una oscuridad angustiosa o una claridad preciosista y sencilla en sus orillas. Y, con suerte, en esa claridad turquesa (o Azul, en referencia a la novela que inspira la película) se queda el director tunecino, pero al menos deja claro que la grandeza de los grandes (el Haneke de 2012) se debe a su capacidad única para allanar el terreno hacia la comprensión de estos océanos como la muerte, el amor, la enfermedad, la soledad, la amistad… El resto, los demás seres vivos, entre los que sin duda se encuentra Kechiche, no tendremos más remedio que limitarnos a vivir en esos océanos, a contemplar cómo una raza divina sí puede explicarlos y, como mucho a intentar soslayarlos.
Hasta ahí llega la aportación de La vida de Adele. A rozar mediante miradas y caricias, mediante lágrimas y unas secuencias infinitas, la parte más pasional del amor; eso sí, sin caer en una exaltación del sexo: hay mucho y muy claro, pero también hermoso por no caer en los vicios del porno y el erotismo barato. Y de hecho, esto no sería posible de no ser por Adèle Exarchopoulos (Adèle) y Léa Seydoux (Emma), que sostienen la película de principio a fin pese al tratamiento exhibicionista y monocromático que Kechiche hace de la primera de ellas, al estilo Brigitte Bardot.
Exarchopoulos y Seydoux sostienen la película de principio a fin pese al tratamiento exhibicionista y monocromático que Kechiche hace de la primera de ellas, al estilo Brigitte Bardot
Ambas saben sobreponerse a un montaje mutilador y un guión simple para, a través de todas esas miradas, gestos, sonrisas y lágrimas, ofrecer una palpitante lucha de contrastes capaces de intrigar a las víctimas de Kechiche. Adèle, sencilla, espontánea, terrenal, despliega su humanidad con mayor intensidad si cabe que en la primera hora tras conocer a una Emma entregada a la pintura, a la filosofía y a exactamente la misma elevación espiritual que los diálogos se encargan de reventar. Y es que, de hecho, por enmendar, tienen que enmendar también las frases mediocres y ramplonas que alargan todavía más la obra buscando un adentramiento en el mundo de la literatura barata y el arte pesado.
Ahí entra en juego otra de las virtudes de la dirección: aunque quizá no se deba tanto a las ínfulas de grandeza de la misma como a las esperanzas con que uno compra la entrada, el aire horriblemente pretencioso y pedante que tienen los destellos de sol, los planos, los silencios, los ecos de los jadeos y las conversaciones literarias acaban por conseguir que el final sea sencillamente brillante por el mero hecho de producirse. Al menos, como para cerrar el círculo de sopor en el que uno se ve envuelto, este final llega precisamente con la misma evidencia y falta de delicadeza con las que se desarrolla todo el film.
El final es brillante por el mero hecho de producirse
Dos motivos para ver la película
Sin embargo, hacía casi un par de años (excepto por Blue Jasmine) que no salía del cine con la sensación de haber visto una película como tal. Dos motivos lo consiguen y los dos se remiten a su protagonista. Aunque es Emma la que trastoca de verdad gracias al juego entre lo macarra y lo puro, la naturalidad de Adèle es totalmente arrebatadora. Oscilando entre la timidez de una adolescente y la desenvoltura de su madre, jugando con su propia boca o arreglándose el pelo para acabar por no cambiar nada, se convierte en un personaje total. Se intuye su bondad hasta cuando es mala y, de entre todos esos detalles inútiles con que Kechiche está a punto de capar esta promiscuidad interpretativa, hay dos que la elevan por encima de la película y la ponen a la altura del espectador:
Aunque es Emma la que trastoca de verdad gracias al juego entre lo macarra y lo puro, la naturalidad de Adèle es totalmente arrebatadora
Cómo ingiere. Adèle empieza comiendo y acaba bebiendo. Un no parar, oye. La joven de fina figura y esbelta altanería lame los cuchillos, se limpia con las manos, sorbe los espaguetis, se abalanza sobre el embutido y mueve sus mofletes con la furia de un ejército que invade territorio enemigo. Así también bebe: abriendo bien la boca y enchufando el líquido como un alud en ese cuello estilizado y sugerente.
Cómo se desplaza. Por mucha destreza que el personaje adquiera a lo largo de todo este período de formación, Exarchopoulos camina con la inocencia y el descuido de quien sabe que su atractivo no necesita absolutamente nada más que espacio y tiempo para invadir con su presencia espontánea y natural.
Con ese poquito, llega a hacer olvidar el hambre, el dolor de espalda y el sueño que todo lo demás pueda generar.