El hombre que tiene un plan

A la hora de pensar en José Ignacio Wert, la ilógica norma de la escasez juega una mala pasada. Se antoja más fácil que se quede grabado un elogio sobre el ministro que una crítica, por lo inusual del fenómeno. Como los errores de los primeros tests para el examen de conducir, que no vuelven a cometerse jamás, los elogios a Wert son rara avis dignas de museo o de sobredosis. Hace un tiempo un diario de tirada nacional destacaba el perfecto inglés del titular de Cultura al hablar en público en un evento. Recuerdo pensar en Wert inaugurando columna de tantos en una pizarra en su despacho, desconcertado por lo extraño del suceso y con ese puntito agridulce en mente, muy similar a cuando sales a ligar y te llevas un “ay, qué riquiño”.

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Luego, poco más. Como Atlas, carga Wert con el peso de un gobierno que sería el total desgobierno sin figuras como la suya. 2013 ha sido su año. A él, a diferencia de a su jefe, es difícil pillarlo desconcertado. El hombre tiene un plan, lo que en esta época de no saber nada es más peligroso de lo que parece. No hay nada peor para un periodista que un tema del que poco más se puede decir. A veces parece que este Gobierno lo sabe, y por eso riega la agenda informativa con una frecuencia importante, eso sí, la mayor parte de veces lo hace sin querer y, cuando se pone en situación, carga la regadera con cianuro. Ahí está José Ignacio, con esa expresión calmosa y esa guasa de jefe que tanto incomoda, típica del que está acostumbrado a apagar fuegos con gasolina.

El tacto es una de las asignaturas pendientes de Wert, de esas por las que él mismo se negaría la beca. Es un asunto complicado, sobre todo si en su cargo va implícita la tarea de decidir entre lo que es accesorio y lo que no. La cirugía de Wert es la que se realiza con bisturís desgastados por el tiempo, con cierto tufo rancio y un desdén que pone en duda el interés por el bien público. Poco sentido tiene ahora entrar en debates sesudos sobre las becas, el erasmus interruptus, o esa nueva ley de educación en la que hasta en la pronunciación del  nombre parece haber un desafío a Rajoy y que se antoja tan muerta antes de nacer que tan solo Gallardón la salvaría. Son temas de digestión lenta y estamos en tiempo de empacho.

La cirugía de Wert es la que se realiza con bisturís desgastados por el tiempo, con cierto tufo rancio y un desdén que pone en duda el interés por el bien público

Consciente de su notoriedad, se declaró hace poco en una “jungla y sin machete”, pero allí solo había periodistas. Fue un comentario de los suyos, a media voz y media sonrisa, tan cómico como terrorífico. Es una jungla, sí, pero es su jungla. Porque, al igual que Rambo, Wert ha demostrado que la jungla es su verdadero hogar, y la guerra, su pasatiempo favorito. Los ha enfadado a todos sin perder la compostura, para después sumergirse en la sombra, previsiblemente para acariciar a un gato sentado en su regazo. Sabe tanto sobre legislar como sobre recular, y se maneja a la perfección en ambos contextos, entrelazándolos en una coreografía política que es de todo menos constructiva. Eso, sin duda, solo puede hacerlo alguien que tiene un plan.