El alumno y Ella Fitzgerald

Es tarde. Tan tarde que nada invita a mantener intacta la esperanza. Trae la brisa la hedionda confirmación de la derrota; una sensación sorda y orgánica crece en el cuerpo como una inesperada sombra y, entregado a la doctrina del desconsuelo, me resigno a zozobrar entre luciérnagas y alféizares en busca de un refugio donde esculpir los más débiles sueños. La suerte es cruel y me arrastra hasta un café de luz lánguida y silenciosas compañías. Ni el más triste bálsamo del pasado evitará lo tedioso de este presente: me sumerjo en el cuadro de Hopper y asimilo el adiós a las tinieblas.

Paseo la mirada con desgana por este martirio voluntario. El local apesta a decadencia nocturna y en sus claras mesas se dibujan con nitidez manchas de café y reflejos de una época mejor. El lugar está desierto, a excepción de mí y de una pareja joven que intercambia miradas y besos de una manera pasional. “Qué ocupación tan absurda para esta realidad tan deprimente”, pienso mientras tomo asiento en la primera mesa que intuyo limpia. Sostengo la cabeza sobre la mano para impedir que el peso de demasiadas oportunidades perdidas se desplome sobre la mesa. La camarera se persona ante mí de un modo tan súbito que creo haberla invocado: le entrego mi alma y tres euros a cambio de un café solo, “bien cargado” le ruego. Al fin y al cabo, todavía queda un largo camino en mi regreso a ninguna parte, y prefiero malgastar mis últimos recursos en intentar reconstruir los restos de mi conciencia despedazada.

La camarera tarda demasiado en volver con mi café. Me da tiempo a contemplarme en el cristal y reconocer los postreros vestigios de la juventud perdida y a peinarme. Me arranco una incipiente cana y la guardo en el bolsillo interior de la americana, junto el Zippo y el corazón: uno nunca sabe cuánto valdrá su vejez, o cuánto tiempo se seguirá negando ante la fulminante verdad en los espejos. Mi rostro es pérfido y agónico; “vamos, sonríe, vuélvete vida”, exijo con terquedad, pero el ánimo y la biología ya han sentenciado mi expresión y permanezco en suspenso, ensimismado por mi aspecto ceniciento. Mi rostro. Es curioso: no lo siento mío. No noto su pertenencia, sino que sólo he aceptado su costumbre y su complicidad. Existe delante de mis deseos. Es lo más frágil de mis emociones, que asume como propias, fingiendo diligentes reacciones. Pero, en el fondo, la melancolía es inefable: ese rostro miente, con sus dientes torcidos, con sus ojos entrecerrados, y pretende dotar de existencia a lo más íntimo de mi esencia, en un delicado simulacro de emoción. Pero nada permanece tras el llanto, le recuerdo: todo se lo lleva el olvido como una despiadada catarsis.

Me arranco una incipiente cana y la guardo en el bolsillo interior de la americana, junto el Zippo y el corazón: uno nunca sabe cuánto valdrá su vejez, o cuánto tiempo se seguirá negando ante la fulminante verdad en los espejos

En las entrañas de la taza de café gira, inclemente, un torbellino: descubro, decepcionado, algunos movimientos en la superficie. El silencio del lugar se ve interrumpido por la obstinada y enfermiza tos de la camarera; pero ni toda la misericordia de la pareja hacia la anciana dama llena el tiempo, demasiado largo y arrogante como para llenarse: todo lo absorbe, lo reprime, lo tritura y esparce sus cenizas por los alrededores del hastío. Cruza la sala el ruiseñor tácito del mutismo; todo parece tallado en alabastro, estatuas inconsistentes que lentamente cobran vida y adquieren mortalidad: la vetusta camarera, los labios de la pareja, la decaída silueta que me da figura. Poco a poco me voy sumiendo en las fauces del tedio y la nostalgia: conozco perfectamente las estrategias de la muerte para llevarme a su gélido regazo.

Edward_Hopper-Nighthawks-1942

Edward Hopper, “Nighthawks”

Espera. Algo ha cambiado. Alguien ha desplazado las figuras y ha puesto en jaque a la reina. La camarera se ha desplazado soberanamente hasta un rincón que hasta entonces ignoraba, y una serie de engranajes han roto el callado delirio de la noche. Levanto la cabeza y descubro con curiosidad una fonola brillante, ajada, anacrónica para cualquier lugar, excepto tal vez éste, donde su presencia es lógica y su confesión habitual. Carraspea y en sus vísceras retumba un eco mecánico, un grito de óxido caduco. La púa rasca inopinadamente la superficie del vinilo, y anuncia la venida del salmo. Y, de pronto, la noche y sus mortíferas veleidades se detienen.

Los primeros compases transgreden mi papel de convidado de piedra y despiertan mi interés. “Es un viejo tema”, pienso. “Más antiguo que la propia guerra”. Juraría que lo he oído en alguna película, pero de nuevo mi falible memoria me oculta lo que busco por aquéllo que menos necesito. La melodía tirita en la grabación por lo rudimentario de su técnica; y poco a poco, de entre los escalofríos del piano, una voz huracanada llena el aire de razonable caos:

Summertime
and the livin’ is easy

La cantante abre las palabras como unos profundos ojos donde arde la nostalgia. Parece no conocer patrias ni naciones; su himno es cáustico y trasciende las fronteras del vinilo, cantando íntimamente, como entre cómplices susurros, a una audiencia invisible. En la inflexión de su voz anida una bandada de golondrinas descastadas; poco a poco, sin dejar tiempo para recuperarse, revuelve los desperdicios de tu memoria y te apuñala con lo inesperado de tu añoranza. Pero este cálido sentimiento es breve e insuficiente: me gustaría atrapar sus palabras entre las manos, como dorados hilos que me saquen de este insidioso laberinto donde moro, pero tan sólo lograría alcanzar un material viscoso, canallesco, estéril.

Después de todo, hay otro tiempo; el nuestro es un lugar de náusea y declive, atropellándonos en el ocaso de la civilización hacia el páramo baldío donde crepitan los individuos incomunicados. Pero el tiempo de la canción es diferente: atraviesa el orbe nuestro como un espíritu prófugo y asustado, y en su condición de entelequia evalúa este yermo ponzoñoso y nos acerca a un ideal más allá del sufrimiento, a un espacio remoto, indescifrable; se ve refulgir un endeble pensamiento al final de esta región árida.

So hush, little baby,
don’t you cry

En el arrullo de su nana el instante como un oasis se desvanece, dejando lugar a un charco putefracto que poco a poco restituye el pacto monolítico del asco y la perdición como obligadas preceptivas para el probo ciudadano. La camarera friega el suelo con completa apatía e inapetente técnica; la pareja naufraga en un subterfugio de ojos cerrados y falsas disquisiciones. Tan sólo yo permanezco perplejo, boquiabierto como un tótem desabrido, ante la vibración que, como un frío aliento, ha detenido el flujo de mi cuerpo hasta casi postrarme como un súbdito sumiso.

Aunque su voz se expande hasta tocar el imaginario techo de la civilización, ella sabe que en el fondo de nuestro tiempo no palpita más que un corazón de bruma, un autómata enfermo. Yo mismo no sé cuánto tiene su canción de veraz: cuánto mienten las canciones para serenar los motivos de su aullido… Todo está como varado en un perpetuo estertor exánime: su condición irreverente dicta que nada la detiene y nadie la ordena salvo ella misma. La voz persuade al júbilo, conmina a celebrar lo ufano de sobrevivir; es el más poderoso elixir contra lo ominoso.

You’ll spread your wings
and you’ll take the sky

La canción se había dilatado como una supernova: su explosión estaba cerca, lo presentía. Unos rumores finales, unos últimos jadeos, fueron apagando la conmovedora melodía hasta que el último acorde se rompió como una caprichosa primavera sobre los mecanismos de la fonola. El miedo se hizo otra vez patente: la realidad había vuelto a triunfar sobre las notas, y esta vez era para siempre.

Ahíto de ilegítimas promesas, superada al fin la estupefacción de mi sorpresa, me fui convirtiendo de nuevo en otredad, cultivando mis vacuos pensamientos, apartando la mirada diáfana del cristal por miedo a que de nuevo me atrapase en su fehaciente grotesco. Engullí el café frío y juguetée un poco con la cuchara en la taza a modo de péndulo: entre un cínico presente y un remoto orfeón, sincronicé los ritmos para perseverar en el empeño de marcharme. Pero esa voz se había apoderado de mis huesos, de mis energías; me temblaba el pulso sólo de intuir sus dominantes inflexiones.

Entre un cínico presente y un remoto orfeón, sincronicé los ritmos para perseverar en el empeño de marcharme. Pero esa voz se había apoderado de mis huesos, de mis energías; me temblaba el pulso sólo de intuir sus dominantes inflexiones.

Eché la vista atrás una vez más antes de abandonar de una vez el local. La camarera parecía haber envejecido tanto como su fregona, e incluso presentaban una fisionomía similar; los amantes se miraban fijamente, sin tener nada que decirse,  como en presencia de alguien extraño ante el que el pánico es el único recurso. Y la fonola había desaparecido. En su lugar, tan sólo un par de sillas mal apiladas, de un tapiz bermellón roído, que se sostenían a duras penas en su equilibrio actual.

Me pregunto qué propició el milagro de la música. Qué extraña fortuna se apiadó de mí en mitad de mi tardía odisea. Y sobre todo, me gustaría saber qué voz aquella, de inocente deidad, me atrajo en su misericordia al altar del Olimpo, arrodillado yo ante la convicción de su tono y la torrencialidad de su cadencia. El sol exhibe sus primeros rayos encalando las vidrieras; cegado por la pátina en su rostro, camino a tientas hasta derrumbarme frente a una capilla ojeriza, donde vomito hasta la última gota de mi pretérita aflicción. Noto que me desmayo, y que el calor y esa cegadora luz dan cuenta de lo miserable de mi enjuto cuerpo. Antes de que el peso de los párpados me vista de sepulcro, puedo oírlo por última vez. Como un suspiro terminal, la voz me toma entre sus brazos.

One of these mornings
You’re gonna raise up singin’