Cuentos chinos

El columnista estaba sentado frente al ordenador con la camisa abierta. Esperaba. El cursor, amenazante, esperaba también, amagando en la esquina de la página. No había mucho más que la inmensidad. El vacío se había extendido días, semanas, quizá meses, aunque parecía que había empezado ayer, como un dolor fresco e ininteligible.

Apartó el montón de latas rojas vacías que se amontonaban a su  derecha y abrió una nueva. Comía poco. Se hacía mayor. A veces, cuando se quedaba muy quieto, tenía la sensación de estar sintiendo su cuerpo envejecer. Un proceso progresivo, lento, como el primer crepitar de una hoguera gigantesca. Escuchaba crecer sus uñas, encanecer su barba, desgastar sus pómulos cada vez más puntiagudos. Sonreía poco, y notaba la piel de la cara tensa. Pero todavía era joven, insultantemente joven como para cuestionarse a sí mismo de aquella manera tan improductiva.

Cerró el ordenador despacio. Tampoco sería aquel día. Como el día anterior y como probablemente ocurriría el siguiente. Había llamado al periódico días atrás para pedir que dejasen su columna en blanco, como se hace con los célebres que se mueren, pero había avisado de que había posibilidad de resurrección. Le habían dicho que no, por supuesto, que aquel era un trabajo serio.

Salió a dar un paseo. No era tarde, pero estaba oscuro. Últimamente el sol se ponía temprano. Le había pillado el invierno blanco ataviado tan solo con una chaqueta de entretiempo hecha a base de esquinas de apuntes, de márgenes de periódicos, de folios doblados llenos de expectativas marcadas a lápiz. El tejido de un pensamiento discontinuo que chisporroteaba de forma inútil como un mechero sin gas. Nada le convencía. Caminaba despacio, con la sensación de transcurrir por las líneas de una gran mano en las que hay tanto que adivinar que el más mínimo asomo de certeza se confunde con la lotería. Caminos insípidos que se entrecruzan sin crear expectativas a la vuelta de la esquina. Una historia asquerosamente cíclica, dónde la única verdad inmutable era la premisa de partida: aquí nadie sabe nada.

Había llamado al periódico días atrás para pedir que dejasen su columna en blanco, como se hace con los columnistas célebres que se mueren, pero había avisado de que había posibilidad de resurrección

Estaba en un parque de aquella gran ciudad cualquiera. A lo lejos se escuchaba una música extraña. Se acercó y divisó a un grupo de mujeres chinas bailando. No serían más de una docena. Se movían en una extraña coreografía, absurda, descoordinada. Una macarena asiática bajo el frío polar. Nadie se paraba a mirar, nadie preguntaba. El mundo era ajeno a ellas, y ellas al mundo. Y, sin embargo, bailaban. Volvió al día siguiente, y al siguiente, a la misma hora. De vez en cuando alguien se paraba a su lado y contemplaba la escena y también al único espectador. De vuelta a casa el tercer día aceleró el ritmo de arrastre de sus botas alargadas. Entró en su cuarto y se desabrochó los dos botones más cercanos al cuello.

Buscó el número en la agenda y escuchó los tonos hasta que descolgó un gruñido:

-Creo que tengo algo.

-Siempre lo mismo, siempre lo mismo. Cuentos chinos.

(Clic)

Afuera continuaba haciendo frío. En casa llovía.