Todos los días otra vez

Nosotros íbamos a la guerra todos los días. A veces descansábamos, es cierto, pero no más de lo que nos tocaba, que era algo que no decidíamos nosotros. Cuando íbamos, lo hacíamos convencidos, más bien, podría decirse que lo hacíamos. Porque no quedaba otra, porque solo funcionaba así. No salíamos de la zanja en Audi, ni había una puerta a Cancún escondida para las primeras de cambio. Nos quejábamos poco, casi nada, y cuando lo hacíamos valía la pena. No sabíamos mucho, por lo que era bastante fácil que nos manipulasen. Eso sí lo sabíamos y aprendimos a llevarlo, e incluso a evitarlo. No corríamos en estampida, porque estaba tan interiorizado que habría que volver que preferíamos no alterar el ritmo natural de las cosas. Ahora allí, ahora allá. Pero siempre luchando. Y cuando salíamos de la trinchera de diario no había otra cosa que no fuesen más trincheras, con bocas que alimentar y problemas a los que encontrar solución. A veces nos dormíamos en los trayectos entre hogar y trabajo, en un sueño de metro o autobús que era reposado y a la vez incómodo, pero que seguía siendo sueño justo. Y ahora, míranos. Somos viejos, somos lo que nunca pensamos que seríamos. Es natural, supongo. Y mira, mira lo que nos ha tocado, qué espectáculo funesto nos han reservado para el final. A algunos de nosotros, quizá los de la generación anterior, les ha tocado de refilón, los ha dejado antes fuera de este juego macabro. Pero los peores damnificados sois vosotros. Pam, justo al inicio. Todo os ha estallado en la cara. Y no queda otra, muchacho, no queda más que lo que siempre ha quedado. Aprender que las quejas no convierten lo injusto en justo, y que pocas cosas son justas. Aquí o allí. Toca volver a la guerra. Toca volver a no esperar nada más que lo que no es suficiente.

– ¿Hasta cuándo?

– Siempre.