Ted Mosby y el desmadre intolerable
El humor es una parte fundamental para la ósmosis cotidiana de nuestras vidas; como un bálsamo redentor, secuestra las horas y depone los problemas, prioriza las risas y aplaca traidoras y molestas lágrimas. Del humor, de su naturaleza impetuosa y transgresora, depende el bienestar emocional y mental de tantos individuos que, de haber justicia en este apesadumbrado planeta, su propugnación, su preconización y su supervivencia merecerían recibir un tratamiento cauteloso y minucioso para evitar una malversación tóxica, una conversión hacia lo pernicioso, hacia lo maquinal. Existen varios niveles de humor, eso es evidente: la percepción y aprehensión de la hilaridad es una noción subjetiva, nunca un principio universal, ni un deber canónico, y por ello tipificar un comportamiento como carcajada ecuménica supone una proeza soberbia o una fraudulenta imposición de un malévolo lobby (y disculpen tanta suspicacia conspiranoica). Sin embargo, eso no significa que el humor deba ser maltratado como axioma cotidiano: porque no hay nada peor que el humor por contrato, el humor de inventario ya transitado, la fiscalía de las risas obligadas. No hay necesidad de prolongar la agonía cuando un tipo de humor ha muerto: es el ciclo de la vida del espectáculo, hoy jolgorio y mañana oligofrenia, pantha reí pero ya no me río.
Y hablando de fórmulas cómicas agotadas y obsoletas, hoy sólo puedo hablar de How I Met Your Mother (Cómo Conocí A Vuestra Madre), la (otrora) exitosa sit-com norteamericana protagonizada por un arquitecto que, al ver que dos de sus mejores amigos se han prometido en matrimonio, decide empezar a buscar a aquella mujer a la que desposar antes de que el arroz cuente sus flores. A lo largo de nueve temporadas seguiremos las venturas y desventuras idílicas de Ted y de sus mejores amigos (los ya casados Marshall y Lily, el soltero empedernido Barney Stinson y la periodista Robin Scherbatsky). Me parecía innecesaria y algo superflua la presentación, pero de alguna manera está bien recordar los orígenes de esta serie, recién nacida, y el tipo de premisa que proponían al espectador televisivo, y que eventualmente abandonarían, y que propiciaría que, en un arrebato colérico digno de Pearl Jam, me haya decidido a dedicarles unas insidiosas y necesarias líneas a esa mutación vejatoria que nos ha dejado con un doloroso palmo de narices. Crónica de una sangría anunciada.
No hay necesidad de prolongar la agonía cuando un tipo de humor ha muerto
Pero antes de los cuerpos exangües, seamos algo lógicos, algo metódicos, y evaluemos las distintas veleidades que nos han llevado hasta este punto sin retorno.¿Por qué tuvieron tanto éxito las primeras temporadas de esta serie? ¿Qué explica el extraño fenómeno que rodeó su ascenso (y ulterior caída) al parnaso de las series favoritas por el público? Bueno, es pertinente señalar el terrible vacío de orfandad que muchos de los espectadores norteamericanos (y europeos, desengañémonos) sintieron una vez que ese epítome de la televisión moderna llamado Friends llegó a su fin. Sin las desventuras del sexteto de Jennifer Aniston y compañía, gran parte de la audiencia se sintió arrojada a la intemperie de la parrilla televisiva sin coordenadas ni víveres, forzados a buscar consuelo en sit-coms menores, intrascendentes. Hasta la aparición en 2005 de cierto grupo de amigos con personalidades fuertemente marcadas, con unas idiosincrasias tan evidentes que rozan lo estereotipado, y que se reúnen regularmente en un bar para dar cuenta de sus avatares diarios, de sus peripecias amorosas, incapaces de ahorrarse una mezquindad irónica hacia otro integrante del grupo llegado el momento. Diría que es un esquema que dejaría satisfechos a los seguidores de Friends, ¿no?
Inopinadamente convertidos en adustos herederos de Friends, la responsabilidad que ahora recaía en los integrantes del equipo de HIMYM era la de fidelizar a los espectadores a través de una serie de giros y vises cómicas que atrajese hacia su franja horaria al derrotado público joven. ¿Cómo? A través de la carismática actitud de sus personajes, de la cercanía verosímil de sus tramas, que lograse la empatía tácita de los espectadores y los volviese no dependientes, pero sí curiosos, atentos de crear una suerte de complicidad con esos individuos ficticios que galantean y pontifican en pantalla. En defensa de los guionistas, diremos que el tipo de sistema adoptado por la serie resultó cautivador por la revisión de la narración: en lugar de proponernos una diégesis lineal, la serie se fundamenta en una (increíble) reminiscencia continua del Ted futuro, que narra a sus hijos todas sus hazañas antes de conocer a su madre, comenzando a narrar desde el momento en que decidió que ya era hora de pasar por el altar hasta la feliz serendipia del primer encuentro. La serie comenzó, tal como he señalado, como un sucedáneo conscietne de Friends, pero que apostaba por utilizar un humor más explícito, buscando genuinamente el retruécano y el equívoco para fundamentar reticencia, buscando explícitamente la redundancia que los hiciese memorables. Es cierto que la preceptiva señala a Ted como el protagonista, pero de manera muy temprana fue eclipsado por el auténtico responsable del triunfo de la serie: Barney Stinson.
HIMYM nace como respuesta ante el vacío que Friends dejó, buscando a su público huérfano de sit-coms
Barney no era un personaje innovador: en televisión, ya habíamos tenido precedentes de toda una taxonomía de casanovas burlescos y declarados que atesoraban su soltería y seducían con el innoble arte de la farsa. Sin embargo, Barney era diferente: acentuando con ahínco su identidad y (sobre todo en las primeras temporadas) su indumentaria, su comportamiento indisciplinado, transgresor, y la voluptuosidad que parece haber adoptado como mantra y credo, los guionistas crearon un sujeto que debería ser despreciable por lo vanidoso y lo falócrata. Sin embargo, y como ocurre siempre en esta época de post-modernismo y tierras baldías en la que penamos, el héroe es un individuo ambiguo, y la disposición de los maniqueísmos se vulnera y se subvierte para alcanzar un propósito mayor. Obviando lo censurable de su actitud, el público concedió su beneplácito y celebró lo canallesco y crápula que dominaba la pose y el ethos de Barney, personaje mordaz y desaprensivo que, con sus insulsas sátiras, sus artimañas y la elocuencia falaz de sus teorías sobre las relaciones humanas, logró generar tras de sí un séquito de fieles adeptos que no dudaron en trajearse, flirtear de manera alevosa y pugnaz con cuanta chica se pusiese por delante y en asumir como propia la religión de los “bros”, con especial énfasis en la fraternidad como bien preponderante y vertebrador de la amistad, por encima de cualquier cortejo pasajero, y en la abjuración de un comportamiento morigerado, abogando por la disciplina promiscua y depredadora de las aves de paso (como pañuelos cura fracaso), intrascendentes y meramente objetos de ocio. Y todo con sus siempre pegadizas “catchphrases”, que los seguidores han repetido como extenuantes mantras hasta la saciedad: “It’s gonna be legend…wait for it…dary!”, “Suit up!”, “True story”, “Challenge Accepted!”…
Así, con un refugio sentimental entre sus parroquianos por lo acertado y “gamberro” de su humor, las temporadas de HIMYM se fueron sucediendo de una manera impávida, acumulando éxitos y elogios, con una íntima conexión con determinadas audiencias (18-30 años, donde la serie encontró su particular panacea) rendidas como sabios olvidados, que perdonaban hasta los resabios procaces que pudieran asolar el crecimiento de la serie, y que fueron gradualmente cerrando el estigma nostálgico de Friends con los plausibles escarceos de Ted y Barney, con la convivencial conyugal de Lily y Marshall y con el elemento tentador de Robin como eje de un irresoluto triángulo amoroso. Ingredientes, en fin, que no representaban ninguna innovación, pero que resolvían con cierto solvencia la ardua tarea del compromiso semanal con su público. Sin embargo, exprimir a una gallina fértil puede resultar fatal y terminar por asfixiarla, y más cuando esa gallina produce huevos cada vez más degradados. A partir de la cuarta, tal vez quinta temporada, el ritmo de la serie ya notaba demasiado lastre en sus ocurrencias, con unas situaciones cada vez más exánimes y más pusilánimes. Los actores sobreactuaban con un exceso de parodia de sí mismos, limitándose al cumplimiento de la inane tarea de dar vida a su caricatura. Soy consciente de que a los guionistas de este tipo de programas les agrada la idea de que los personajes evolucionen, crezcan tanto física como moralmente, pero eso no significa un revertimiento de su papel originario tan abrupto y hacia la degeneración que condene sus roles y los resigne a repetirse profusamente como irónicos ecos. Muy al contrario de lo que pudiera parecer, la transformación de los personajes, tan escalonada, tan cuidadosa, no supuso una mejoría para el cómputo global de la serie, sino que despojó a los protagonistas de aquellos atributos notables que los habían convertido en una alternativa preferente en las cadenas dominantes y los arrojó al fuego del cliché vacío, del estereotipo tenaz, sin consuelo y sin pudor.
Los personajes se difuminaron y se deformaron hasta dimensiones grotescas. Hasta el siempre rutilante Barney parecía haber dado por perdida la batalla, perdiendo plenamente la aureola convincente de Don Juan estratégico para transformarse en un impulso domesticado, en un instinto amaestrado e incluso (santa Madonna) convirtiéndose a la monogamia en varias ocasiones. ¿Y qué pasó con el estilo de humor que habían impreso hasta entonces? Se acabó. Kaput. El humor se envileció hasta que no tuvo ni pizca de gracia, superponiendo tragicomedia al plano del humor (o al humor plano, según se quiera ver), volviéndose los protagonistas marionetas vulnerables, individuos degenerados por la imposición coercitiva que se dictaminó desde el campo de los guionistas. Todo se tornó burdo, elemental, infame e infantil, dejando nada salvo residuos de los trasuntos originales, copias amorfas en busca de identidad, de mensaje, renegando plenamente de lo que algún día habían sido para perpetuarse como conspicuos imbéciles, bufos y arcaicos. La pregunta pertinente es: ¿qué extraño punto de inflexión creyeron alcanzar para comportarse de esa manera? ¿Qué indecencia atroz utilizan como coartada para tanta triste mezquindad, tanta infamia injustificable?
El humor se ha envilecido hasta el punto de haber perdido completamente su esencia
Su propia codicia los ha conducido a una degradación de la trama original. En lugar de seguir cultivando ese tono ingenioso, fresco, descarado, tabernario, incluso diría universitario, de las primeras temporadas (centrado primordialmente en la soberbia figura de Barney Stinson como paradigma del seductor trapisondista), han ido sucumbiendo a una profanación consentida de sus creaciones originales para complacer las demandas pueriles de un público idiotizado, incapaz de soportar determinados comportamientos en pantalla, censor antes que tolerante, crítico antes que lector. Pero claro, si sobrevives en el modelo de cadenas privadas de Estados Unidos, el público dictamina el devenir de las series: si la serie quería resistir, o competir con otras coetáneas, sólo podía dejar de lado su representatividad para irse malformando en su seno de protocolos violados. Es una sit-com, claro; pero ello no debe dar pie a pervertir el tono de las sátiras hacia un estilo cómico tan básico: elevemos algo más el listón, por favor.
Así mismo, no puedo sino ser crítico con la prolija extensión de la trama: ¿han sido realmente necesarias tantas temporadas, en algo que se podría perfectamente haber resuelto en un espacio mucho menor? ¿O es el afán lucrativo el que guía las acciones de intérpretes, guionistas y directivos? Desde luego, no es el cariño de los fans: su paciencia por la permanente ausencia de la madre está poco a poco colmando su vaso. Y que la presenten con cuentagotas esta temporada hasta el fatídico final no significa que se expíen de tanta innecesaria trama absurda. La pérdida de simpatía de gran parte de los fans (o, más bien, su renuncia a un comportamiento estoico y lo súbito de su madurez) debería haberles puesto bajo alerta de que ese nuevo modelo no funcionaba, y que una nueva temporada no subsanaría tanto crimen impune, tanta invicta decadencia, sino que el agravio irá in crescendo. Tanta pista refinada para llegar al apogeo de la serie se hace superfluo e insultante, por favor: lo único que hacen con dilatar el sufrimiento es intentar vivificar un vegetal hecho fracaso. Si acaso conserva algo de suspense o de tirón la serie, es por la necesidad humana de dar por cerrado un crimen; de lo contrario, la serie apenas contaría con audiencia ahora.
Decía el casquivano Gordon Gekko en la ácida Wall Street que: “La codicia, a falta de otra palabra, es buena”. Me temo que la ambiciosa y arrogante disposición teatral que sufre HIMYM nace íntimamente de la viciosa plutocracia de quien produce y quien permite. Agradecemos como un presente justo que ésta sea la última temporada. Ted, bro, lo engañoso de tu demora es igual que la dilación de Hamlet en matar al usurpador del trono de su padre: habéis estado tanto tiempo intentando averiguar qué sois ahora, que os habéis olvidado de quiénes érais realmente. Sólo espero que el altruísmo inherente del ser humano armonice el final de la serie y dé por finalizado un martirio excesivo. Sólo hay buitres hogaño para tantos nidos de risas de antaño.