La sonrisa
No creo que se acuerden, pero en mi primera crónica escribí la frase “Londres es una batalla que no pienso perder”. Aquello lo parí en una época en la que vivía a crédito y pateaba todos los días las calles de la ciudad durante siete u ocho horas. La batalla en cuestión era la de encontrar trabajo. Para cuando finalmente ya la había publicado, llevaba semanas trabajando en el bar en el que aún estoy. Después de leerla, muchos amigos me preguntaron si estaba bien, porque notaban que lo que había escrito era amargo y, en cierta manera, hasta cínico.
Yo les decía que estaba perfectamente y que no había ningún problema, y verdaderamente no lo hubo. El único problema fue que caí en uno de los pecados de la escritura: al no ser capaz de describir la dureza de mi cotidianeidad particular, exageré los hechos. No es el peor pecado, pero esa no es excusa. Sea como sea, en general viví bien: la inquietud del día al no encontrar trabajo se aliviaba jugando a la Play Station por la noche y diciéndome a mí mismo que ya encontraría algo al día siguiente, como realmente pasó. Todo fluyó tranquilamente y los tropiezos fueron mínimos.
Después empecé a trabajar limpiando vasos y me sorprendí a mí mismo viendo que yo era bueno. Era rápido, era disciplinado, no me quejaba si había que trabajar duro y nunca perdí la sonrisa porque era sincera. Porque me divertía trabajando en aquel lugar y me encantaba la gente que había allí, excepto el gilipollas de turno que hay siempre en todos los grupos. Me gustaba tanto que me inquietaba, y me preguntaba si quizás no me habría equivocado de camino en la vida y que lo mío puede que fuera servir a otros. Sinceramente quería empezar a escribir sobre esa sensación, sobre lo bonito que es estar detrás de la barra de un bar, pero supuse que primero debía hacer un par de textos que reflejasen lo difícil de llegar a la ciudad antes de tratar la alegría de encontrar amigos hasta debajo de las piedras en un sitio que parece inhóspito a primero vista y lo bien que sienta ganarse por fin la vida uno mismo.
Pero entonces, cuando estaba a punto de ponerme manos a la obra, mi abuelo murió. Sin avisar y sin poder despedirme de él. Fue como si un gigante arrancase el Big Beng, lo agarrase como un palo de cricket y me batease con todas sus fuerzas. Sin entrar en detalles, sentí que aquella era la forma que tenía el mundo de gritarme al oído que volviera a casa después de más de cuatro años dando vueltas por el mundo, con las botas reventadas y más de un hueso roto.
Después de ese día no fui capaz de levantar la cabeza durante una temporada y pasé de disfrutar el día a día para contar las semanas que faltaban para irme. Ahora la sonrisa en el trabajo era fingida y dejé de trabajar rápido, dejé de ser bueno.
Sin embargo, poco a poco la herida se fue cerrando, los amaneceres dejaron de ser grises, mi sonrisa volvía a ser de verdad y el gigante devolvió el Big Ben a su sitio y me dejó en paz. Fueron apareciendo personas que desaparecieron igual de rápido y las noches de Londres de repente se llenaron de luces de colores, de fuegos artificiales y de música electrónica.
Ahora me quedan solo dos semanas en esta ciudad. Vuelvo a una isla que no he pisado en años –tan sólo esporádicamente- y que no creo que la reconozca, lo cual me da la oportunidad de volverla a conocer. Regreso después de haber ganado la batalla y con las heridas típicas de todo gran viaje, muchas de ellas no precisamente malas porque me hacen mirar adelante satisfecho por haber vivido más de lo que hubiese creído humanamente posible. La guerra, por otra parte, aún sigue: como Bruno, vuelvo a mi país a exigir lo que merezco.