Hubiese querido

Me hubiese gustado sentarme bajo la sombra que proyectaban Zapruder, su mujer y su cámara Bell sobre la hierba de Elm Street, aquel luminoso día de noviembre. Hubiese deseado mirar por qué el hombre del paraguas negro llevaba eso, un paraguas negro. Habría hecho tiempo en la cafetería del depósito de libros para ver si Lee Harvey Oswald se levantaba de la silla para ir al sexto piso. Con el paso de la limusina Lincoln, habría erguido el cuello antes de besar la hierba de Dallas. Hubiese corrido hasta Parkland para ver salir a Jackie, del brazo de Bobby, con la sangre de John. Y antes habría corrido por aquella colina arriba y saltado la valla para ver si había dos, uno o ningún tirador; o haberme quedado con las ganas detrás de un agente del servicio secreto. Incluso me habría dado de codazos en el sótano de la comisaría para ser testigo de cómo Jack Ruby descerrajaba un tiro en el estómago de Oswald. Habría deseado coger del hombro a Clint Hill para consolarlo y esperar en las escaleras del Capitolio el veredicto chapucero de la Comisión Warren con un diario de la tarde en las rodillas. Ver a algunos tejanos mascullar en el bar, escuchar el boletín de la CBS y observar congraciados a los generales de papada flácida del Pentágono. Hubiese querido estar en el despacho de Jim Garrison antes de que Oliver Stone lo hiciera archifamoso y echarme una mano en la cabeza para ver como, cinco años después, Robert corría la misma suerte que su hermano en el Ambassador de Los Ángeles; y dejarme la otra libre para escribir una crónica a vuelapluma. Cuando América se hizo mayor –palabra del Dallas Morning News— hubiese querido contar todo esto y, mierda, no me dejaron. Una elegía, como las de Manrique: tempus fugit.