Colegios: ¿quién segrega a quién?
De entre los múltiples debates generados en los últimos años en todo lo relativo a la educación, hay uno que es especialmente significativo por lo complejo de lo que se esconde y sistemáticamente eludido por lo sencillo de lo que muestra: el de los colegios que segregan por sexo. Para cualquier persona que se considere “con amplitud de miras” es tremendamente obvio: no cabe duda que la idea, indudablemente carca y rancia, de “los chicos con los chicos” resulta ardua de defender pero nadie dijo que opinar en Compostimes fuese sencillo.
Ante todo, quisiera no abordar el tema desde un punto de vista judicial (en Galicia el debate está ahora en cómo aplicar una sentencia del TSXG que se basa en una normativa estatal a punto de ser modificada) ni, desde luego, desde un punto de vista pedagógico más que discutible. Tampoco como una mera bronca política sobre qué partido hizo qué y quién sólo dejó de hacerlo cuando ya estaba en funciones. Ni siquiera con el argumento pachivazquesco del uso alternativo de los recursos destinados a esos colegios, basado en el improbable hecho de que su alumnado se vaporizase tras la eliminación de los conciertos, en lugar de reubicarse en otros centros, con el consiguiente desplazamiento de gasto y más que dudoso ahorro.
Creo que hay que ir más allá. A un debate más político y más filosófico. ¿Debe recibir fondos públicos un colegio que no se adapte a los usos y valores imperantes en la escuela pública? Porque no olvidemos que este debate de los colegios que segregan por sexo es sólo un fleco de un debate mucho mayor, sobre la conveniencia o no de colegios concertados. No son pocos los que se manifiestan abiertamente contrarios a financiar con dinero público una educación no impartida directamente por empleados del Gobierno.
“Quien quiera privada que la pague”, argumentan sistemáticamente. Y privada, al margen de las connotaciones que siempre carga el diablo, sólo significa una cosa: no gestionada (directamente) por el Estado. Privado puede ser tanto el colegio que decide segregar por sexos, como el colegio de monjas mixto, las escuelas libres gestionadas por asociaciones con métodos alternativos de enseñanza o cooperativas con modelos lingüísticos diferentes al imperante en el sistema estatal.
Privada es, por tanto, toda aquella institución de enseñanza que se aparte del modelo determinado por los poderes públicos para la enseñanza que ellos mismos gestionan. ¿Puede alguien explicar, por tanto, cual es la óptica progresista que puede envolver la reclamación de que estas opciones alternativas estén vedadas para las familias con menos recursos? ¿Cual es la excusa bienpensante para condicionar la financiación de la educación de un niño a que ese niño estudie tal y como algunos quieren?
En este tipo de posturas vemos claramente como el interés de muchos de los autoproclamados defensores de la escuela pública no es, ni mucho menos, garantizar el acceso de todos a la educación que deseen sino otro bien distinto: asegurarse que cuantos menos mejor puedan escoger el tipo de educación a la que acceden.
De ser de otro modo ¿dónde estaría el problema en permitir que cada familia tuviese garantizada la educación de sus hijos en el modelo que prefiera, sea este el de gestión pública o el de una asociación religiosa donde consideran que separar niños y niñas un modelo pedagógico ejemplar? ¿Por qué hurtar esta decisión a las familias si el único interés fuese garantizarles el acceso? Si lo que realmente nos importa es que todo niño tenga acceso a la educación ¿qué nos importa que esa educación sea en clases mixtas o segregadas, siempre que así lo quieran sus padres?
Si lo que realmente nos importa es que todo niño tenga acceso a la educación ¿qué nos importa que esa educación sea en clases mixtas o segregadas, siempre que así lo quieran sus padres?
Pero el interés no está en garantizar el acceso a la educación. El interés está en acotar las posibilidades de educación a la que se accede. El objetivo es asegurarse de que nadie pueda estudiar fuera del sistema, alejado de la batuta estatal. O, en todo caso, “quien se lo pague”, estableciendo la verdad perversa de que es necesario hacer una aportación “extra” si uno se atreve a escapar de la opción que se pretende única. Una suerte de bula, a pagar para obtener el perdón del maldito pecado de querer elegir.
Cuando nos dicen que no debemos pagarle la educación a las familias que deciden llevar a sus hijos a colegios que segregan por sexo y, por extensión, cuando nos dicen que la privada “para quien la pague” lo que nos están diciendo realmente es que el Estado no piensa financiar a quien no pase por el aro de someterse a la educación que él controla. Que no va a reconocerle el derecho a ese ciudadano a educar a sus hijos de un modo alternativo a no ser (en un alarde de magnanimidad) que se avenga a efectuar un doble pago: el de la educación estatal que no quiere y el de la educación no-estatal que prefiere.
“O todos o ninguno”, decía Bertolt Brecht en un poema que suele gustar a los comunistas. Y eso, que es inaplicable para tantas cosas, debería serlo para aquellos servicios que tienen presunción de ser “universales”. O el gobierno financia todos los modelos educativos alternativos (algo no extraño en países nórdicos) o dejamos a la iniciativa privada ofrecer, en libre competencia (esto es, eximiéndola de la lucha imposible con colegios de financiación obligatoria) , colegios diversos que ofrezcan a las familias más de una alternativa formativa. O todos tenemos derecho a todas las modalidades educativas o “que se lo pague” tanto el que prefiera el modelo de “escuela libre” como el que opte por el modelo pautado imperante en la escuela estatal actual.
La educación estatal se convierte en la única opción para la gran mayoría, quieran o no. Y la diversidad se transforma en un privilegio.
Lo contrario a estas dos alternativas no se parece en nada a querer garantizar el acceso a la educación. Se asemeja más a querer garantizar que sólo unos pocos privilegiados tengan recursos suficientes para financiar, al tiempo, la educación pública y una privada a la que enviar a sus hijos. Suprimir los conciertos con cualquier escuela no controlada por el gobierno (hablen el idioma que hablen y mezclen o separen a niños y niñas) restringe, especialmente a las familias con menos recursos, la posibilidad de escoger entre varias alternativas formativas. La educación estatal se convierte en la única opción para la gran mayoría, quieran o no. Y la diversidad se transforma en un privilegio.
Por eso, defender que, de financiarse la educación con dinero público, tanto derecho tiene un colegio del Opus como un colegio laico a recibir esos recursos, es un imperativo. Por mucho que algunos jamás meteríamos a nuestros hijos en un centro en el que el único contacto con el sexo opuesto fuese con miradas furtivas en los pasillos. Lo que nos jugamos no es que algunas familias (que quieren) no puedan ver sufragado su “capricho” de educar a sus hijos en un modelo que nos pueda parecer casposo. Nos jugamos que muchas familias (que no quieren) se vean abocadas a una opción educativa única. Y que sólo el que tenga más dinero pueda pagarse una escalera con la que saltar el muro de uniformidad cuya construcción (a la fuerza) ha sido pagada entre todos.
Decir que la privada (como alternativa a la estatal) “para quien se la pague” y la estatal “que la paguen todos” no va de eliminar colegios que segregan. Va de todo lo contrario. De restringir lo máximo posible el acceso a modelos diferentes del impuesto. Unas alternativas sólo al alcance de quien pueda afrontar el “doble pago”. ¿Y el resto? ¿Pues cómo van a estar? Segregados.
Imagen: theguardian.com