Lo que Bruno merece
Para esta historia, y por poner un nombre al protagonista, lo llamaremos Bruno. Y por poner un país, será Colombia. O Guatemala. O El Salvador, o cualquier otro país centroamericano o sudamericano. Bruno se sacó con mucho esfuerzo su carrera de Ingeniería Civil en la mejor universidad de los alrededores. Tanto esfuerzo le puso que una empresa española lo cuadró en su punto de mira y le dijo “Ole tus huevos chaval, vente pa’cá que te damos una beca para hacer unas buenas prácticas en el Viejo Mundo. Aquí podrás trabajar de día e irte de birras por la noche y caminar sin miedo por las calles a las tres de la madrugada. Ole ole, Spain is different”.
Para Bruno, obviamente, aquella oferta fue como si el Arcángel San Gabriel bajase de los cielos montado en una nube celestial último modelo, con querubines pinchando el Ave María de Schubert a todo volumen, y le dijese “Oye, que Dios pregunta si te quieres ir de fiesta con él a la discoteca del Espíritu Santo. Dice que Jesús se apunta en cuanto salga del trabajo”.
Así que Bruno se lió el petate, pilló un billete clase turista sin fecha de vuelta y aterrizó en aquel Madrid donde se veían grúas de construcción hasta donde alcanzaba la vista. Al día siguiente ya estaba en la oficina con corbata, las mangas de la camisa arremangadas, con una sonrisa de oreja a oreja y pensando “No sé cómo he tenido tantísima suerte”.
A mitad de las prácticas, que duraron -digamos- seis meses, Bruno comenzó a escuchar rumores sobre cómo un tal Morgan, unos hermanos Lehman y otros más habían traído un mal negocio a ese Viejo Mundo donde ahora estaba. De repente, las grúas iban desapareciendo poco a poco y San Gabriel ya no respondía a las llamadas.
Bruno acabó las prácticas con una palmadita en la espalda, una sonrisa ensayada y un “Bueno chaval, ya te llamaremos”. Pero no le llamaron nunca y Bruno tenía que pagar las facturas y el piso compartido, así que se dijo a sí mismo que para lo que le esperaba en casa, mejor seguir en Madrid trabajando de lo que fuera mientras buscaba algo de lo suyo. Consiguió un trabajo de camarero en un restaurante y todas las mañanas que tenía libre se pateaba la ciudad con sus currículos debajo del brazo para presentarse en todas los departamentos de recursos humanos de empresas que necesitasen algo que él había estudiado. Pero siempre era lo mismo: “Tal como está la cosa no podemos contratar a nadie. Ya sabes… la crisis…”
Así se pasó un año, dos… y hasta tres. La tradición de reunir a toda la familia en Navidad en casa de sus padres se cambió por la de la llamada por Skype y kebab con patatas. Todos sus amigos colombianos, o guatemaltecos, o salvadoreños en España le decían lo mismo “Aquí no quieren a nadie que no sea español”, “Aquí sólo nos quieren para limpiar platos”. Lo que le reventaba la madre a Bruno era que nadie se interesaba por ellos, que eran la generación mejor preparada de la historia de su país y nadie les daba una oportunidad, ni allá ni acá.
Entonces se enteró de que los españoles emigraban a Londres. Que ahí había trabajo. Y que había trabajo de lo suyo. No necesitaba más razones para irse. Se repasó el verbo To Be y cuando ya estaba seguro de tenerlo dominado compró un billete. Los días pasaron y las semanas se iban sucediendo unas a otras. Para la tercera semana nuestro protagonista ya había caminado la capital inglesa varias veces, pero tampoco conseguía más cosas de las que consiguió en Madrid. Su cuenta estaba en números rojos y al final acabó solicitando empleo en un restaurante.
Así que ahí se veía Bruno, con más años de experiencia en hostelería que en Ingeniería Civil. Llevaba ya un año en la ciudad, ahora como supervisor, cuando navegando por Internet una noche en su habitación llegó hasta un texto viral: “Me llamo Benjamín Serra, tengo dos carreras y un máster y limpio WCs”. Bruno se recostó sobre su asiento y releyó la frase. Le dio una calada a su cigarrillo, se restregó los ojos porque no se lo creía y la leyó una tercera vez.
Durante unos segundos se relamió, porque veía reflejado en el tal Benjamín Serra toda las frustraciones y deseos revanchistas que había acumulado contra los españoles con los años que se pasó recibiendo negativas flemáticas, pero al poco se dio cuenta de que aquello no tenía sentido, y que a aquel pobre chico le había caído la mala suerte que él tenía que haber cargado hasta entonces.
Ahora supongamos que la historia termina con final agridulce: Bruno está mirando Londres desde la ventanilla de un avión y vuelve a su país. Mientras observa el Támesis desde ahí arriba, sabe que ese chico está limpiando WCs en algún lugar de esa mole. Entonces suena el violín de fondo, cae la lagrimita y le desea suerte.
Él, por su parte, va a exigir lo que merece a su país.