La vendimia, quinta estación del año
Arnoia es un pueblo un tanto incierto. Lo conocí hace años, cuando llevé a mi abuela a la Vila Termal. Desde entonces, sabía que tenía un par de bares a cada lado de la carretera que lo atraviesa, una iglesia, un ayuntamiento y un jerga propia. El resto son montañas, tormentas de verano y un licor café del que ni algún jugador de su equipo de fútbol puede escapar durante el descanso del partido.
Al llegar octubre, hay dos factores que desconciertan al recién llegado. Puesto que se repiten cada año, igual que se pueden repetir el calor del verano y la humedad del invierno, los nativos no muestran el menor interés hacia estos dos fenómenos de carácter casi climatológico. En primer lugar, llega un día en que la mañana se subleva y las montañas amanecen sumidas en una especie de rumor amenazante, que avanza hacia todas partes y desde todas partes entre la niebla espesa. Como las hélices de los helicópteros que acechan la jungla vietnamita, el traqueteo de los cilindros de los tractores anega el ambiente durante horas. El valle entero se despierta rumbo a las viñas. El segundo componente ambiental que se comienza a apreciar en esta fecha es cómo una pátina de viscosidad recubre los elementos más cotidianos: los pomos de las puertas, el volante del coche, el cambio de marchas, los tenedores, las gafas de sol, los zapatos o las copas de licor café. Las uñas se reblandecen y los pasos suenan igual que en una noche de botellón desaforado. Chaf, chaf, chaf… cuesta despegar los pies del suelo e, incluso, las ancianas de piernas más endebles no consiguen avanzar en las zonas más afectadas y se ven obligadas a esperar la llegada de una lluvia purificadora. Es el rastro de la uva, que todo lo impregna. El mosto se extiende desde los primeros días de vendimia como una plaga divina. Cuanto más pegajoso, mejor. De mejor calidad será la uva. Se convive con él de la misma manera que las tribus africanas conviven con las moscas en los labios, o algunos paladares con el Bitter Kas. Es jodido y molesto, pero una señal deliciosa de que eres uno de los pocos privilegiados en poder soportarlo.
Se convive con la viscosidad de la misma manera que las tribus africanas conviven con las moscas en los labios, o algunos paladares con el Bitter Kas. Es jodida y molesta, pero una señal deliciosa de que eres uno de los pocos privilegiados en poder soportarla.
Jornada dos de vendimia. El estruendo de los tractores aún aturulla al forastero en los albores del nuevo día y la viscosidad impide una circulación fluida entre los recovecos de esta civilización. Los lugareños, acompañados de algunos jornaleros llegados desde detrás de los bosques, se dan cita con la primera luz del día frente a las casas de los grandes propietarios. El día empieza con desayunos de lo más variado: dos copas de licor café, dos pitillos y una chocolatina para el alto de 25 años; media lamprea para un viejo de serpiente tatuada en el hombro; bocadillo de plátano para un motero de pantalón corto… Se distribuyen en brigadas que se reparten por las viñas de todo el territorio. 14 individuos comandados por un tractor se dirigen hacia las cepas del otro lado del río. Una vez allí, se dividen entre vendimiadores y carretadores. Los primeros adquieren una posición de homo no erectus y se postran ante las gavias pegajosas para empezar a cortar racimos de uvas pegajosas. Y así, 9 horas al día. Los segundos, levantan las cubetas pegajosas o cajas pegajosas de entre 20 y 25 kilos pegajosos para llevarlas desde los vendimiadores hasta el tractor pegajoso. Y así, 9 horas al día. Con distinta intensidad. Pegajoso.
Ya no hay las concesiones del primer día. A primera hora de la mañana el valle se vuelve otra vez un centro financiero de gran ciudad. Se abandonan las casas con la lección aprendida: en los bolsillos, ni cartera ni móvil ni llaves; solo se necesitan las tijeras. Pegajosas. Los grupos ya saben adónde ir. Quien llegue tarde se queda sin trabajo. De nada sirven los dolores en el lumbago de los vendimiadores ni los hombros cansados de los carretadores después del primer día. Así de dramático, compañeros. Llueve a cántaros, pero tampoco importa. Hay que saberse bien los tipos de uva más abundantes del Ribeiro. Las cepas están entrelazadas y no se aceptan uvas mezcladas; se devalúan. Blancas: treixadura (de calidad) o jerez, más redonditas. Algo más distintas, el godello. Negras: garnacha o alicante si tienen jugo verdoso.
A medida que el día se va despejando, también los trabajadores van espabilando. Las uvas se distinguen con más facilidad y hay nueve horas diarias que compartir en un campo sin más distracciones que la invasión de tractores y el murmullo de un riachuelo. Y es así cómo un grupo totalmente heterogéneo de personas empiezan a conocerse. No les queda más remedio, pero la curiosidad va sustituyendo poco a poco al tedio. De adolescentes a ancianos, de estudiantes a jubilados o de metaleros a rumberos. Da igual. Todos se van cambiando de pareja para seguir las hileras infinitas de las viñas más grandes. La falta de confianza hace precisamente que no haya reparos en tocar ningún tema. Y todavía más durante la comida. Dos horas libres con el apetito anestesiado por todas las uvas ingeridas durante la mañana.
Al tercer día, la pátina viscosa se extiende hasta el interior de los zapatos o el mando de la tele y los tractores ya son como las olas del mar: se oyen pero dejan de escucharse. La perspectiva da un giro sorprendente. Los gemelos, ya robustecidos, no tienen impedimentos para despegar los pies del suelo. Amanece y los trabajadores bromean, acostumbrados a madrugar. Recorrer las viñas de cada bodega, bordear el río y bajar los socalcos mientras la niebla se desvanece, se vuelve una manera de hacer turismo. Bajo las parras se establece un punto de reunión donde se reanudan las conversaciones del día anterior y se comenta cómo va la vendimia. Todos resultan ser expertos en vino y, a pesar de tanta uva, ni una gota de su lisérgico derivado para amenizar la labor. Los vendimiadores expertos comandan los grupos. Primero, con una leyenda sobre la curandera enterrada bajo sus propias cepas; luego, quejándose del estado de las viñas y más tarde hablando sobre la mano invisible que todo maneja: La Cooperativa, destino y ama de toda uva, aunque ajena a la viscosidad de los hombres de a pie.
La mano invisible que todo maneja: La Cooperativa, destino y ama de toda uva
Información útil. La cooperativa
Ante la dificultad de dar continuidad al proceso de producción del vino una vez extraída la uva de las viñas, la mayor parte de propietarios no se puede permitir crear sus propios vinos, con lo que deciden vender las uvas cultivadas a una cooperativa. Esta maneja sus propias bodegas y canales de distribución del vino, además de controlar el tratamiento químico que este requiere (y no especificaré para no sumir también en la crisis a los bares de cuncas de Santiago). Una de las más poderosas es la propietaria de Viña Costeira. De este modo, se genera una espiral en la que el propietario de las viñas cultiva la uva más demandada, baja su valor y termina por vender el kilo a un precio que no le permite vivir de sus terrenos (este año la uva de calidad se compraba a 80 céntimos y la inferior, a 40, cuando hubo temporadas que alcanzaron los 3.80 euros), con lo que tampoco puede dedicarse exclusivamente al cuidado de las viñas. Es algo que repercute en que estas no alcancen, a su vez, las propiedades que podrían adquirir y así el cuidado de los campos es cada vez más deficiente en sus distintas etapas:
Después de la vendimia (sobre el mes de noviembre) se procede a podar las viñas, para que las cepas puedan crecer como es debido para la cosecha del próximo año. A continuación, en febrero, llega la rodriga: se instalan soportes para que las ramas crezcan entorno a ellos. A medida que crecen, hay que atarlas para seguir dirigiéndolas y, por último, toca deshojarlas un mes antes de la vendimia, para que las uvas puedan nacer al sol y el agua no se estanque entre ellas y las pudra. Todo ello con sus correspondientes chutes de sulfato y abono. No son procesos sencillos y hay que saber cómo llevarlos a cabo. La vendimia es el más intenso debido a la urgencia de recoger las uvas en el momento apropiado, pero los resultados no son positivos si no se realizaron debidamente las labores previas, algo casi inviable para quienes compaginan la viña con otra ocupación. Solo se da una dedicación exclusiva para la vendimia, cuando muchos propietarios se toman vacaciones en su trabajo para organizar a los jornaleros que contratan a muy distintos precios, desde 30 euros diarios si están dados de alta en la Seguridad Social hasta 60 o 70 en el caso contrario, según si son vendimiadores o carretadores. También hay casos de 45 euros diarios sin seguro, pero ninguno alcanza los 80 que se pagaban hace unos años. Debido a que la rodriga, la ata, el deshoje y la poda no requieren una ejecución tan inmediata, no suelen dar trabajo a tantos jornaleros, por lo que se realizan en un período más dilatado y sin demasiada eficiencia.
Ante la dificultad de dar continuidad al proceso de producción del vino una vez extraída la uva de las viñas, la mayor parte de propietarios no se puede permitir crear sus propios vinos, con lo que deciden vender las uvas cultivadas a una cooperativa.
Los comentarios sigilosos (y pegajosos) de los vendimiadores acerca de La Cooperativa que todo maneja son cada vez más frecuentes. Los primeros días se rumorea que rechazaron un cargamento de media tonelada de uvas por su mal estado. Una pérdida considerable para quien solo cosechaba dos mil kilos. Los envíos van siempre con las uvas de mejor calidad por encima, como en el timo de los fajos de billetes de papel, pero sus fauces son lo suficientemente habilidosas como para, además de pesarlas, tomar un extracto de su jugo y analizar al momento su calidad y el porcentaje de alcohol que podrán alcanzar. El prensado, a continuación, es inmediato y tras extraer el bagazo (que en el caso de las tintas da un aguardiente cojonudo, del que sale el mejor licor café arriba mencionado), se echan los primeros conservantes y potenciadores de sabor inmediatamente antes de empezar el proceso de la fermentación.
De ahí que, pese a las enormes variaciones que presentan las uvas según la cosecha, cada marca de vino pueda ofrecer un sabor práctica y sospechosamente parecido sin importar su añada. Un Viña Costeira siempre tendrá un sabor característico, curiosamente con unas uvas muy similares a las de un Mauro Estévez.
Información prescindible (más prescindible):
El cuarto y quinto días son casi el mismo. La única diferencia es la presión que se palpa ante el cierre de La Cooperativa. Hay que rendirle cuentas como en el día del Juicio. Con todo, y pese al cansancio, el trabajo avanza con más ritmo. Se adquiere desenvoltura con el entrenamiento y se aprende a ignorar el lumbago. Permanece la idea de que una mayor tardanza redundará en más días de trabajo (y más cash) pero, al mismo tiempo, también se observa un compromiso generalizado por la eficiencia y la dedicación. Los trabajadores se dan prisa por acabar. Examinan las parras y las cepas con delicadeza para no dejarse atrás ningún racimo. Avanzan tranquilamente y sin pausas. Disciernen y separan con rigor las uvas de diferentes clases. La viscosidad que todo lo baña no se refleja en la fluidez con que se trabaja. Se forma un grupo comprometido en el que no se contempla la posibilidad de aprovecharse del trabajo ajeno e incluso se rivaliza por ser quien más aporte. Los vendimiadores cargan y los carretadores vendimian. El jefe, aún con la distancia y los apuros de la responsabilidad, aprecia este esfuerzo y su actitud se diluye en la del resto. El tiempo no viene marcado por otra cosa que el avance de las sombras de las parras y el ritmo al que estas se ven despojadas de sus frutos. Y cuando el grupo de personas llega, sucio y pegajoso al final de una viña, detiene la mirada con satisfacción en las cajas brillantes de cientos de kilos de uvas todavía húmedas y estroboscópicas. Es como si en medio de ese trance producido por la satisfacción de ver cómo se contribuyó a culminar un proceso natural y milenario nadie se atreviese a hacer referencia a que hace media hora que deberían estar en sus casas. Se observan los racimos podridos con una especie de lamento en la mirada. Hay quien todavía es capaz de seguir devorándolos y ya los diferencia por su sabor y no solo su aspecto.
Lo que sí se refleja en los pasos lentos y tranquilos de los trabajadores después de cada jornada, en sus comentarios sobre la calidad de la uva o sobre el estado de las viñas y el tiempo del día siguiente, es una impresión real, una sensación constante de que las faenas de cada día responden a una necesidad. Se alejan de lo ficticio de sus profesiones diarias en la policía, las oficinas, las fábricas, los periódicos, las tiendas o los bancos. Las formas que normalmente acompañaban a sus uniformes, batas y corbatas se sustituyen por la espontaneidad de las manchas de la tierra, el mosto y el sudor que salpican su ropa, como una extensión del carácter de todos ellos, completamente unido a un entorno propio y hasta redentor.
Las formas que normalmente acompañaban a sus uniformes, batas y corbatas se sustituyen por la espontaneidad de las manchas de la tierra, el mosto y el sudor que salpican su ropa como una extensión del carácter de todos ellos, completamente unido a un entorno propio y hasta redentor.
Trastornos:
Aun siendo consciente de que pueda no ser más que un delirio de quien se pasó rodeado de uvas (y no se cansó de ellas) 70 horas en una semana, no me parece exagerado comparar el fin de la vendimia con la vista de la Catedral de Santiago tras un mes caminando. Resulta una especie de evasión de lo impuesto y de reencuentro con un medio que, parece, siempre está dispuesto a perdonar la enajenación del día a día para devolvernos la cordura y la oportunidad de acordarnos de nosotros mismos. Un sacrificio muchas veces innecesario, pero con una recompensa que solo entiende quien la obtiene. Los kilómetros que arrastran las piernas o los kilos que todavía pesan en la espalda, todo ese cansancio, cobra un sentido real, pausado. Como ataráxico y autosuficiente, solo necesita reposo. O licor café, para algún jugador del Arnoia.

El trastorno más patente de la vendimia es una voracidad incontenible, con diarreas estroboscópicas al final de lajornada. @ Margarita González