¿Estás ahí, Satanás? Soy yo, Madison

Lo peor que uno puede hacer si se despierta en una jaula en el infierno, es tocar los barrotes. O eso os diría Madison Spencer, que para eso está en una y sabe más que cualquiera de nosotros, los vivos, que no hemos tenido el placer. Es mejor no tocar los barrotes porque en el inframundo la limpieza no es una prioridad, y milenio a milenio la porquería se acumula. Y a nadie le gusta pasarse la eternidad con las manos llenas de mugre. Madison también os recomendaría morir llevando un calzado decente, de piel o cuero. Os pediría que no fueseis tan insensatos de morir con unas sandalias de plástico, por muy monas que sean. Porque el plástico se derrite con el calor, así que reconsideradlo a no ser que queráis pasar la eternidad descalzos. Maddy también os aconsejaría llevar algunas golosinas encima. Nada de palomitas rancias o caramelos de regaliz. Golosinas de verdad, de las que nos gustan a todos. Porque en el inframundo hay muy pocas cosas que no se puedan comprar con los suficientes kit-kats.

Pero, diréis, para ir al infierno primero hay que morir, y eso no le va a pasar a una personas tan lista como yo. Porque mira que hay que ser idiota para acabar muerto. Existiendo complementos vitamínicos, gimnasios, yoga, comida baja en sal, medicamentos, terapeutas, sacarina y prozac, morirse es cosa de gente débil e insensata que no lo intenta lo suficiente. No es mi caso. Además, pensaréis, aunque acabase a dos metros bajo tierra, alguien tan bueno, con tanto respeto por las leyes y tanto amor al prójimo como yo, debe tener reservado lugar  a la derecha de Dios. El infierno es hogar de genocidas, violadores y gente que trabaja en la UXA. Pues para que lo sepáis, os dirá Maddy, acabar en el infierno es tan fácil como resbalar en la ducha o dejarse el gas abierto. Tocar el claxon más de 500 veces o decir “puta” más de 700 son causa inmediata de condena eterna. Por no hablar de saltarse los mandamientos o (no) creer en el dios equivocado.

“Lo único que hace que nuestra tierra sea como el infierno es nuestra expectativa de que sea como el cielo. Pero la tierra es la tierra, y el infierno es el infierno.”

Madison Spencer, protagonista de la novela de Chuck Palahniuk Condenada, da con los huesos en el infierno tras una sobredosis de marihuana. Una vez allí, en una versión en llamas de El club de los cinco, decide comprobar qué le puede ofrecer su nuevo vecindario acompañada de sus nuevos amigos. Tras atravesar el Estanque de Vómito, el Río de Saliva Caliente y el Pantano de los Abortos de Fetos Ya Desarrollados, y evitar ser devorados por ex deidades resentidas, llegan a los edificios de la administración del infierno. Allí Maddy se enterará de que en su expediente hay algo irregular. Pero como la burocracia es lenta y van a tardar en solucionar su problema, hará tiempo trabajando de teleoperadora (nadie odia tanto su vida como para dedicarse a eso de verdad) y tratando de superar su adicción a la esperanza: la de crecer, enamorarse, volver a ver a su familia, encontrar un xanax en su bolsillo o caerle bien al Diablo.

Condenada es una novela que se lee con una sonrisa irónica y ácida, incluso con un poco de reprobación porque se burla de cosas de las que nadie que pretenda ir al cielo se debería reír, como el sida, el suicidio o la lucha contra el calentamiento global. Pero a la vez es una sonrisa un poco forzada, incómoda, porque Maddy no deja de subrayar que morir es una experiencia de la que no vamos a escapar por mucho que respetemos las normas de tráfico o sigamos una dieta equilibrada. Y aunque hayamos hecho planes estupendos para cuando nos llegue el momento, lo más probable es que no vayamos a conocer a Dios. Y aunque lo hagamos, tiene toda la pinta de ser un capullo racista y homófobo. Maddy retrata la muerte como una reposición constante de El paciente inglés, como un atasco, un viaje en avión de nueve horas al lado de un bebé que no deja de llorar. Igual de aburrida y tediosa que la vida, con la misma gente cínica e hipócrita. El mismo hastío, pero para siempre. Como para hacer abandonar toda esperanza a cualquiera. Menos a ella.

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