Arquitectura en Compostela: Cidade da Cultura

Hacía mucho tiempo que no se hablaba en este periódico de Arquitectura. Demasiado. Y había que ponerle solución a esta cuestión. Por eso, retomamos la sección de Arquitectura con un nuevo tema polémico e incómodo, brutal y atractivo… Por supuesto, como no podía ser de otra manera, retomamos la sección hablando del que para bien o para mal se ha convertido en el símbolo de la arquitectura hecha en Galicia en los últimos 15 años: la Ciudad de la Cultura, de Peter Eisenman.

¿Qué decir de la Ciudad de la Cultura que no se haya dicho ya? Absolutamente todos los aspectos relativos a dicha construcción han sido analizados hasta la extenuación, desde lo económico a lo social, pasando por lo arquitectónico. Y sin embargo, siento que queda mucho por decir. La redacción de este artículo ha sido una discusión constante conmigo mismo, casi una experiencia traumática. Aún cuando la “arquitectura” del edificio es magnífica, lo cierto es que la crítica político-social ha acabado por tapar dicha arquitectura, llenándonos de prejuicios e impidiendo que disfrutemos de la experiencia que Eisenman nos propone. Por ello, este artículo tratará de hacer un análisis desde el punto de vista del edificio y de sus intenciones, con el ánimo de construir una opinión en los lectores algo más fundamentada.

Peter Eisenman con Manuel Fraga | Foto: Rosa González

Peter Eisenman con Manuel Fraga | Foto: Rosa González

El arquitecto

Comencemos por el arquitecto. Peter Eisenman nació en el año 1932 en Newark, Nueva Jersey, en el seno de una familia judía. Aparte de sus méritos arquitectónicos (que no son pocos), no hay nada en su vida que merezca la pena ser reseñado. Tras estudiar en las Universidades de Cornell, Columbia y Cambridge, comenzó su carrera profesional en los años 60 formando parte de un pequeño grupo de arquitectos que dio en llamarse “Five Architects” o “New York Five“. Éste estaba formado, entre otros, por John Hejduk (arquitecto protagonista del artículo que abrió esta sección en Noviembre del año pasado, y al que Eisenman homenajeó, precisamente, en la Ciudad de la Cultura incluyendo en la misma unas torres que Hedjuk había proyectado para el parque de Belvís) o Richard Meier, y se caracterizaba por una defensa acérrima de la arquitectura moderna más pura, volviendo a las formas y propuestas que desarrolló Le Corbusier en los años 20 y 30. El grupo tuvo una existencia breve, y sus miembros recorrieron diferentes caminos. El que nos interesa hoy, Eisenman, abandonó ese neorracionalismo para experimentar y sentar las bases de la Arquitectura Deconstructivista, que claramente caracteriza la Ciudad de la Cultura. Es importante destacar, así mismo, la labor docente de Eisenman. Ha sido y es catedrático y profesor en multitud de escuelas en todo el mundo, su aportación teórica es muy extensa, y su opinión como crítico arquitectónico es tremendamente valorada.

tres obras

House VI, 1975 | Edificio Nunotani, 1992 | Monumento a los Judíos de Europa Asesinados, 2002

La corriente arquitectónica

¿Y qué es eso de arquitectura deconstructivista? Aunque de difícil respuesta, esta pregunta nos puede ayudar a entender el por qué de la Ciudad de la Cultura. A grandes rasgos, el deconstructivismo en arquitectura es un movimiento que surge a finales de los años 80 a partir del intento de Jacques Derrida (filósofo postestructuralista francés) de sistematizar los análisis de Martin Heiddeger acerca de la historia de la filosofía. Este intento trata de mostrar las ideas previas que construyen un concepto para entender realmente ese concepto. En el campo de la arquitectura, la idea de deconstrucción se tradujo en la distorsión y la dislocación de los elementos fundamentales que conforman una arquitectura, mostrándose en la práctica en el uso de superficies curvas y elementos no lineales en fachada, o en la perversión de los caracteres más elementales y primigenios de la arquitectura (como la horizontalidad de los suelos o la correspondencia interior-envolvente exterior). Personalmente, me gusta ver el deconstructivismo como el acto de moldear en barro formas aleatorias. Instintivamente huimos de los cubos o de las esferas para experimentar con superficies curvas, volúmenes irregulares, caos controlado, y formas aparentemente abstractas. El ejemplo más evidente de arquitectura deconstructivista es el Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry.

De izqda a dcha: Museo de la Guerra Imperial, Libeskind | Biblioteca Central de Seattle, Koolhaas | Walt Disney Concert Hall, Gehry | Estación de Bomberos Vitra, Zaha Hadid

Museo de la Guerra Imperial, Libeskind | Biblioteca Central de Seattle, Koolhaas | Walt Disney Concert Hall, Gehry | Estación de Bomberos Vitra, Zaha Hadid

Tenemos que entender este movimiento como una reacción, un golpe de efecto, un giro de 180º. El deconstructivismo no podría existir sin el racionalismo o el purismo, o sin el movimiento moderno propiamente dicho. El deconstructivismo necesita una forma que moldear, un volumen que dislocar, en definitiva, una geometría que deconstruir. El propio Eisenman va un paso más allá, como demuestra en el Wexner Center for the Arts, en Ohio. En este edificio el arquitecto toma el arquetipo de castillo, y lo moldea a su antojo, colocando sobre esta forma una serie de cortes y quiebros abstractos. Incluso incluye una rejilla tridimensional, en ocasiones perfectamente perceptible, otras veces intuida, muchas veces oculta.

La torre, el arco de acceso, o el foso, deconstruídos en el Centro Wexner

La torre, la muralla, el arco de acceso, o el foso exterior, deconstruidos

Todo aquel que haya visitado la sala en la que se expone el proyecto de la Ciudad de la Cultura, haya visto el documental sobre el edificio de la serie de Megaestructuras, o haya leído por internet cualquier artículo sobre el edificio verá a dónde nos lleva esta línea discursiva. En efecto, en la Ciudad de la Cultura Eisenman siguió exactamente el mismo proceso de deconstrucción de un arquetipo. ¿Y a qué arquetipo nos estamos refiriendo? Al arquetipo de montaña ejemplificado en el Monte Gaiás.

El edificio

El concurso que planteaba la construcción de este edificio era tremendamente ambicioso. La idea era crear el contenedor de absolutamente toda la cultura gallega, ni más, ni menos. Y para un proyecto tan ambicioso se convocó un concurso en el que se pretendía que las mejores firmas de la arquitectura contemporánea participasen y desarrollasen propuestas. Así, firmas del “star-system” como OMA-Rem Koolhaas, Gigon-Guyer, Dominique Perrault Architecture, Steven Holl Architects, Ateliers Jean Nouvel o Daniel Libeskind, presentaron sus proyectos. Estamos hablando de los grandes nombres, de las superestrellas de este mundo. Y junto a ellos, una serie de arquitectos gallegos y españoles presentaron propuestas que compitieron con ellas de tú a tú. César Portela y Manuel Gallego Jorreto “representaron a Galicia”, Navarro Baldeweg y Ricardo Bofill al resto de España. Finalmente se eligió la propuesta de Eisenman debido a su singularidad. El objetivo final del concurso era crear un símbolo, y de todas las propuestas presentadas, la única que llegó a entender realmente esta intención de los promotores era la de Eisenman. Aún así, propuestas como la de Manuel Gallego o la de Steven Holl rebosaban calidad arquitectónica con aproximaciones radicalmente opuestas entre sí.

Propuestas de Manuel Gallego (izqueirda) y Steven Holl (derecha)

Propuestas de Manuel Gallego (izquierda) y Steven Holl (derecha)

Eisenman entendió, por lo tanto, que la intención de los promotores del concurso no era otra que crear un nuevo símbolo en la que, probablemente, es la ciudad más simbólica de Galicia. Eisenman entendió, además, el valor del lugar, del “locus“, y esto le llevó a desarrollar una propuesta que exaltaba el valor de Compostela como símbolo de Galicia. Además, para generar un símbolo Eisenman se vale de la escala, levantando una arquitectura majestuosa y absolutamente desproporcionada que, como las catedrales góticas, busca recordarnos lo pequeños e insignificantes que somos.

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El monte Gaiás excavado y reconstruido | Foto: r2hox

Siempre he querido ver en la propuesta de Eisenman una especie de “fascinación americana” con el paisaje gallego y con la trama urbana compostelana. Desde este punto de vista, parece que el entorno debe ser la arquitectura y la arquitectura el entorno. ¿Por qué no experimentar con esos dos símbolos? ¿Por qué no tratar de entender qué es lo que hace monte al monte? ¿Por qué no jugar con la trama compostelana? De estas preguntas nace el proyecto: superponer la trama urbana al monte Gaiás, excavar el monte con esa trama y levantar un edificio que, en verdad, no levanta del suelo, si no que es el propio suelo. Creo que entendiendo esta idea entenderemos el proyecto: no se busca una plataforma sobre la que construir, se excavan una serie de “calles” en el monte, se insertan auditorios y salas de exposiciones en las entrañas del Gaiás, recordando, por qué no, a la ciudad de Petra o a los túmulos funerarios de Newgrange.

Idea de Proyecto

Idea de Proyecto

Por supuesto, reconstruir una montaña genera una serie de problemas y contradicciones implícitas, o, quizás, de licencias y libertades que nos permiten otro tipo de razonamientos arquitectónicos: me estoy refiriendo a la dualidad interior-exterior. Cuando entramos en cualquiera de los edificios que componen la Ciudad de la Cultura nos damos cuenta rápidamente de que lo que vemos por fuera y lo que vemos por dentro son dos arquitecturas muy diferentes. Y es que continuando con la misma idea, ¿por qué un tabique o un forjado tienen que mantener una correspondencia directa entre sus caras? ¿Por qué no jugar con los falsos techos, los recorridos, etc. para crear, en definitiva, una experiencia arquitectónica única? Es una crítica que se escucha mucho: hay mucho volumen edificado “desaprovechado”, con techos a 15 metros de altura cuando realmente hacen falta 3… Y a este respecto me gustaría volver a la analogía de la catedral gótica. Ese volumen “desaprovechado”, ¿no es acaso lo que ayuda a crear una experiencia arquitectónica concreta?

Interior de la Ciudad de la Cultura | Foto: Juan J. Lamas

Interior de la Ciudad de la Cultura | Foto: Juan J. Lamas

La arquitectura de la ciudad de la cultura es la arquitectura de los espacios enormes y desproporcionados, la arquitectura del vacío, del aire, del eco. No son edificios pensados para estar llenos de personas como un centro comercial. Un contenedor de cultura no quiere, jamás, ser un contenedor de personas. Un espacio de estas características tiene que invitar a la reflexión, a la soledad, tiene que obligarnos a pensar mientras lo recorremos, tiene que ser el lugar perfecto para la introspección y el pensamiento. Imaginemos una enfermedad pulmonar que tiene dos posibles curas con igual resultado: una intervención quirúrgica muy precisa, o un periodo de tiempo viviendo en los fiordos noruegos. En esta analogía la Ciudad de la Cultura quiere ser los fiordos noruegos. Claro que mediante la construcción de un volumen cubicado muy comedido y sintético se podría llegar a una solución arquitectónica, pero la intención no es esa. A Eisenman le interesa crear una experiencia, unas condiciones, una pausa. El resultado es el mismo, pero el camino que lleva a ese resultado es mucho más enriquecedor.

Estamos de acuerdo: el edificio es tremendamente criticable, la intención más si cabe, el presupuesto, el orden de prioridades, la forma de hacerlo, los fallos… Pero la crítica viene ahora. Aún cuando la arquitectura es de una grandísima calidad, lo cierto es que falló en lo más importante: en la reflexión acerca de la adecuación del proyecto. Y aquí viene una disyuntiva muy interesante. ¿Hasta qué punto es culpable el arquitecto de desarrollar el programa que le encargan? Eisenman aceptó el programa del concurso como algo cierto y que no merecía una reflexión e investigación profunda. Claro, por aquel momento las vacas estaban muy gordas, y el mundo de la arquitectura se dejó llevar por ese ambiente de “no hay mañana”. Y el resultado es el que estamos padeciendo: un edificio magnífico en un lugar absurdo y en un momento absolutamente inadecuado. Creo que a esta conclusión era fácil llegar ya en el año 99, y por mucho que no fuésemos capaces de ver la crisis que se nos venía encima, estoy convencido de que el propio Eisenman fue consciente de que su proyecto era totalmente desproporcionado. Por otra parte, soy de la opinión de que dentro de 15 años (o 50), la Ciudad de la Cultura será, finalmente, un símbolo nuevo para Compostela. Salvando las distancias, no debemos olvidar que la sociedad francesa en el año 1889 se opuso en pleno a la construcción de la Torre Eiffel, y hoy en día es el símbolo por excelencia de París. Quizás Eisenman se adelantó a su tiempo, quizás la sociedad necesite tiempo para entender la Ciudad de la Cultura, o quizás eso nunca pase y el conjunto pase sin pena ni gloria por la historia que está por escribir. No lo sé. Desde luego, el tema está abierto a debate, y con las ideas dibujadas en este artículo espero que este debate sea un poco más rico.

Es un placer volver a ComposTimes…