Inmóvil e invencible

Una de las cosas que me enseñaron en el colegio y que con más fuerza recuerdo nos la dijo a mis amigos de clase y a mí nuestro profesor de lengua. Nelson. Un canarión de la cabeza a los pies al que se le iba el alma hablándonos de literatura y de sintaxis. Unos de los grandes profesores que uno tiene en su vida y que nunca olvida. La lección en sí era una cita de Benito Pérez Galdós: si se quiere conocer bien un país, una ciudad, hay que usar su transporte público. Bañarse en él y observarlo todo con precisión maníaca.

La cita, obviamente, esta cambiada. No la recuerdo exactamente, pero estoy bastante seguro de que ese es su sentido. Nunca la encontré por ninguna parte. Ni en las novelas ni en Internet. Siempre sospeché que esa sólo era una buena idea que mi profesor había tenido, pero que humilde, le había atribuido a otro. Aunque puedo equivocarme. Obviamente.

Sea como sea, en todos mis viajes, en todas las metrópolis masivas, ciudades de provincias o pueblos que visité o en donde viví, seguí ese consejo y aprendí mucho. Pero jamás me llegó tanto material en tan poco tiempo como en Londres, una ciudad que permanece imperturbable incluso ante el viajero más intrépido, al que tumba con una bofetada del revés. PLAF. A lo Rafa Nadal.

Es en el transporte público, y en lo que se ve desde sus ventanas, donde se empieza a entender que detrás del Londres vestido de puta se esconde un alma que respira un aroma que huele a vida incontrolable y a ambición, a la necesidad furiosa de disfrutar de los cinco minutos de descanso para fumarse un cigarrillo mientras se limpia platos en un restaurante o se ganan 25 millones de libras jugando a la bolsa en la City.

londres

Ahora mismo, en algún autobús rojo, vagón de metro o taxi de Londres hay un sij que carga su maleta con el equipo de cricket. Un señor rechaza el asiento que le ofrece una chica con burka porque la edad no es un impedimento para seguir siendo un gentleman. Una pareja de ancianos polacos sonríen y se agarran de la mano, al tiempo que son observados por otra pareja mucho más joven. Él, negro. Ella, blanca. Y ambos preguntándose si llegarán juntos a ese mismo momento dentro de cuarenta o cincuenta años.

Un chaval escucha rap por sus auriculares mientras recita de memoria la letra de una canción. Sin darse cuenta de que lo hace más alto de lo que debería. Un borracho monta un espectáculo lamentable y solo una chica tiene el valor de recriminarle al mirarlo directamente a los ojos, a lo que el hombre responde llamándola zorra y largándose con una risotada. Una mujer grita desde su taxi a un ciclista para que se aparte de la vía, a lo que el tipo responde con un sonoro “Fuck you!” y enseñándole el dedo.

La ciudad –que son los que viven en ella- se mueve frenéticamente, se revuelve sobre sí misma y se revuelca sobre el Támesis como un perro con pulgas que no es capaz de hacer que la piel le deje de picar. Todo en Londres es actividad y el aire está lleno de deseo, de pocas horas de sueño y de dejarse la piel con cada nuevo día. Es el tablero de un juego en el que gana aquel que le consigue robar al resto una libra más. Un juego demencial que no acaba nunca.

Y mientras tanto el Big Ben sigue mirando a la titánica ciudad imparable que se mueve a su alrededor. Inmóvil e invencible.