El cadáver suficiente
¿Es que no lo entiendes? ¡Pude ser un primera serie! ¡Aspirar al título! Pude haber sido algo en la vida… En lugar de eso, mírame; ¡sólo soy un golfo! –Terry Malloy.
Lo reconozco: soy un ser humano mediocre. Un individuo excesivamente común, carente de todo rasgo extraordinario, de toda característica insólita. Si me sitúo en el corazón de las ciudades, puedo entremezclarme con el grueso bullicio de las masas sin esperar atención ni sorpresa. Ni siquiera un bufido de molestia. En esos momentos me siento como el boxeador fracasado de Marlon Brando en La ley del silencio: en ella, arremete contra su hermano después de que éste le obligase a malograr uno tras otro todos sus combates en una fraudulenta red de apuestas. Confinado en una vida anodina y despojado de sus hipotéticos éxitos, Brando se resigna a encorsetar sus emociones y sus anhelos a cambio de sobrevivir un día más con la suficiente liquidez de un obrero mal pagado, mientras cada noche, consciente de su anonimato, se parapeta en su tejado para ver el fulgor de las auténticas estrellas en el cielo, ahogando un suspiro de envidia.
La vida es un esfuerzo tenaz por resisitir las embestidas de la existencia, una necesaria batalla para combaitr la frustración y el desánimo con las mejores armas de las que disponemos, que habitúan ser la esperanza y la persistencia. El éxito es una cuestión de azar (y de carbohidratos), no de talento; que no les engañe las idealistas campañas de publicidad de refrescos y concesionarios. Usted, amigo mío, supone para el medioambiente, para la sociedad, para el conjunto cadencioso de los ciudadanos, un elemento irrelevante, apenas un obstáculo más que sortear en su camino hacia ninguna parte. 8 cifras y una solitaria letra con las mismas necesidades básicas que el don nadie más pintado, léase: pedir intereses con avaricia, arrimarse a la lumbre en el invierno, airear sus axilas dos veces al día y confiar en que la jornada se acabará eventualmente para llegar a casa y ver qué ponen en la tele. No es cierto que sus virtudes vayan a ser suficientes para lograr alcanzar sus sueños; no hay nada tan falaz y tan despiadado como frivolizar con el destino de la gente, en especial el de aquéllos individuos obstinadamente dogmáticos que se arrejuntan para intentar hallar consuelo para sus temores. Reconozcámoslo, amigos, somos como el buscavidas de Paul Newman en The Hustler: hemos nacido para perder.
Resulta espantoso el edulcorante mensaje de los medios de comunicación, la fórmula del “infotenimiento” a la búsqueda de esa quimérica comunión que resulta de combinar la información y el entretenimiento, procurando bascular la severidad de ciertas noticias con la ingenuidad inocente de tantas historias ridículas. Asúmanlo ustedes: esas historias suaves son sólo un espacio benéfico, una suerte de caridad para crédulos que alimenta opíparamente una ilusión magnificada y pinta la realidad con témperas brillantes al tiempo que la plastifica para conservar su esplendor. Resulta denigrante para el espectador medio que lo traten con la soberbia prepotente de un ignorante, acercándonos a acontecimientos tan zafios y tan ruínes que lo único que logran es fomentar la desconfianza y el escepticismo hacia el periodismo, provocando además que se observe con mirada nostálgica cualquier tiempo pretérito. No maquillen la realidad gris: acéptenla y preséntenla sin matices embellecedores, prestando atención a las aristas críticas, a las ácidas, a las crudas que ponen límites a nuestro entendimiento. Los medios han de entender el papel de arquitectos de la emoción que tienen, a la manera de Dustin Hoffman en Wag The Dog: una casta erudita de ciudadanos es un firme desafío contra las instituciones y los principales estamentos. Siempre es preferible alentar la despreocupación, cultivar la indiferencia, convertir en probo ciudadano al asiduo de la duda.
Hasta las estatuas tienen derecho al contoneo, si vencen la resistencia ebúrnea de la imposición
Sapere Aude (atrévete a saber), proclamaba Kant profusamente, sin comprender de forma plena que el ser humano es un animal condenado a la miseria y abocado a la extinción pasiva, asumiendo con indolencia su destino fatal. Confiando en que todo irá bien, es decir, delegando sus responsabilidades en instancias volubles (sino, fantasía, religión), ahuyentando sucesivamente sus dotes de reflexión, ciñéndose al edicto, a la tendencia o al axioma de turno. Viviendo en un rotundo silencio donde fagocitar habladurías y trivialidades. Todo esto recuerda a Z. , de Costa-Gavras: una elegía sobria y lastimosa, ciertamente deprimente, sobre el desamparo del ser humano ante el aparato del sistema, corrupto desde sus raíces axiales. Vulnerable como los escarabajos de Kafka. Como los huérfanos de Dickens.
No permita que nadie le disuada de lo contrario: usted es tan terriblemente mortal como todos los demás. Apoderándome del (populoso) discurso de Tyler Durden en esa piedra de toque cultural contemporánea, Fight Club: “Sois la mierda cantante y danzante del mundo”. Usted es tan inservible como lo puede ser Johnny Depp, Enrique Peña Nieto, Perico Delgado o Sting, por citar a un puñado de coetáneos. El mayor espectáculo del mundo no es más que las vicisitudes del planeta, que gira y gira anodina, temiblemente, con ritmo de crucero temerario, mientras en sus entrañas se urden conjuras contra su futuro.
¿Es entonces la vida un espectáculo? Desde luego. Y usted es un extra, un figurante, un ser tan nítido como impotente, tan efímero como inservible para su totalidad. No existe la mal llamada causa humana: la plebe es una ingente masa egoísta, un continuo parpadeo de impotencia o de menosprecio que contempla alienadamente la sucesión de sistemas, iconos y líderes mientras cuenta los días que inevitablemente empujen a su reconversión en polvo, en arena o en marea. Usted será entonces un cadáver suficiente, es decir, otro de los miles y miles de fúnebres cuerpos que involuntariamente siembran de añoranza y de olvido los páramos, las estepas, los campos de batalla o los hospitales. Nadie suele recordar la terrible labor de los extras, su difuminada y prácticamente invisible presencia; son sólo elementos de atrezzo que contribuyen a que la lista de nombres de los créditos finales sea más dilatada.
La posteridad es un privilegio y una recompensa; garanticemos una existencia más óptima desde el anonimato.
Son seres fascinantes, los extras: asoman la cabeza como tortugas tímidas que se recrean con un eclipse. Ambicionan segundos en pantalla con una tos inesperada, con un ademán súbito. Buscan la más intrascendente de las notoriedades con gestos chaplinescos que despierten el interés del público; al fin y al cabo, todos merecemos 15 minutos de fama, y lo dijo Andy Warhol, que de espectáculo barato sabía un rato. La vida del extra es breve, aunque ellos prefieren decir que es concisa y directa: no remolonean con frases grandilocuentes o con muecas impertinentes, sino que elevan al paroxismo de la pragmática su actuación. Los hombres suelen fallecer antes, arrasados por la intromisión de un héroe o un villano ajeno a su realidad. Las mujeres abjuran del rol que les asignan, lastrándolas con el erotismo sumiso e indiferente de una muñeca hinchable.
No sé ustedes, pero cuando me convierto en espectador de una película (porque, como bien dice Jim Morrison, el espectador nace, pero la película se mantiene), evito centrar mi atención en los personajes principales, a pesar de que éstos la reclamen casi estentóreamente. Frente a la pantalla, escudriño minuciosamente los planos de masas y reparo en la actitud artifical de los conglomerados, a la espera de que, por un segundo solamente, uno de ellos sonría a la cámara, encontrando en mi interés la complicidad requerida, haciéndome partícipe de su inactividad, y los dos nos sonríamos a eones de distancia. Entonces soy como Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos y propago el Carpe Diem por doquier.
En su novela El túnel, Ernesto Sábato nos presenta la terrible confesión de un pintor célebre, Juan Pablo Castel, que padece un sistemático desencanto y apatía con la naturaleza del público de su obra, hasta el día en que conoce a María, una mujer fascinada con una ventana baladí en uno de sus cuadros. Esa obsesión por los detalles inapreciables es lo que nos hace más humanos, más genuinos, más plásticos: somos el éxito unívoco de la mediocridad, y aunque desmintamos a James Dean y nuestro cadáver no sea joven ni hermoso, experimentaremos ansiosamente la vida, cayendo testarudamente en los mismos obvios errores, hiriéndonos, zahiriéndonos y vanagloriándonos de nuestro insolente cargo de acólitos, epígonos o discípulos. Aunque, si nuestra ambición es mayor que la docilidad placentera, recuerde desafiar la norma establecida, postularse como alternativa a los dominios mayoritarios: busque la transgresión fastuosa, demuestre que no hay mayor valor que la inteligencia humana cuando se canaliza adecuadamente. Yo siempre quise ser fundador, se jactaba Valle-Inclán, pues así podría ser el pionero y originario de una corriente. No le faltaba razón al Segundo Manco.
No procuro persuadirles de que se entreguen con dientes y cuchillos a cimentar y allanar el camino de las futuras generaciones: cargarme con la labor del audaz oráculo me resulta repugnante y digno de censura. Sólo les pido un mayor nivel de autonomía, renunciando arteramente al anquilosamiento de sus mentes, en lugar de emprender una mezquina odisea por los márgenes de la nada, contribuyendo al preponderante oligopolio de la ignorancia. No quieran resultar uno más de los simios amaestrados. Abandonen el gregarismo fanático y radical, yuxtaponiendo el entendimiento a las causas. Democraticen su espíritu sedicioso, si lo desean. Y si prefieren permanecer en el noble desempeño de los extras, nada hay que recriminarles. La ociosa tarea de la pereza también merece su sintonía, su poesía. Al fin y al cabo, todo extra es el protagonista de sus propias aventuras. Larga vida al personaje anónimo.