Un cachete para no descarrilar
En los años que llevo cogiendo el tren con cierta regularidad, he podido constatar un aumento importante en el número de usuarios que deciden apostar por este medio de transporte. Mi experiencia personal se basa sobre todo en la línea Vigo – A Coruña (con parada en Santiago); da igual la hora o el día, es difícil encontrar trenes totalmente vacíos o con una sola persona.
En eso, y en el calor agobiante que producen unos cuantos humanos sentados en un vagón, iba pensando el otro día cuando, tras una parada del tren en el que me había subido en A Coruña, llegaron al vagón una madre con su hija pequeña. Se trataba de una muchachita rubia, que no tendría más de 6 o 7 años, y que se quedó sentada frente a su madre jugando con un pequeña consola. Hasta aquí todo normal si no hubiese sido porque a los 3 o 4 kilómetros la pequeña se transformó en la niña del exorcista versión Renfe: de pie sobre su asiento, vociferaba entre carcajadas que apenas le dejaban hablar: “Vamos a morir todos, como en Angrois”.
Se hizo el silencio. Pararon las conversaciones, los dedos abandonaron los teclados, cayeron los auriculares. La llaga todavía estaba demasiado abierta. Todo el vagón, repleto, observaba con horrorizada atención a aquella reencarnación rubita de Satanás cuya mamá miraba con embelesamiento y reía la “gracia”. Se espesó el tiempo como si los segundos fuesen de miel.
Nadie hizo nada, nadie dijo nada. Tras unos 5 minutos que parecieron 40, la niña se sentó, agotada y contenta por haber aprovechado su grotesca llamada de atención. Su madre le acarició un brazo durante el resto del viaje. Delataban las miradas y las sonrisas forzadas de los presentes: todos pensábamos lo mismo. Una reprimenda, una mano saliendo a pasear. El cachete, sí, el cachete. Ni soy un maltratador, ni un ogro, ni un carca: simplemente todavía recuerdo que existen límites peligrosos, algo que muchos están empezando a olvidar (una tendencia que ya destapó Pérez-Reverte tras la tragedia del Madrid Arena con unos tuits marca de la casa).
Es una medida más trascendental de lo que parece, con fácil resumen (casi tanto como su ejecución): ni más lista ni más tonta, pero sí más educada. Sin embargo, nada había ocurrido. Mejor aplaudirle la gracia. Mejor dejarla sin freno desde bien jovencita.
Mejor aplaudirle la gracia. Mejor dejarla sin freno desde bien jovencita.
Parece que no solo los trenes descarrilan.