Las novelas son para el verano, y otros clichés literarios estivales
En mitad del verano, con Agosto plenamente confirmado y la monótona despedida de Julio en los calendarios, a uno le embarga la sensación de que el tiempo, como el marmitako, se repite inequívocamente: se suceden de manera inexplicable las mismas imágenes y los mismos gestos, de nuevo el atardecer nómada se digna a derramar su estela en las ventanas, y como un racimo de luz perfila los arrabales de los pueblos aislados de cristales hialinos, y en plena diáspora de sombras se solazan los cuerpos semidesnudos en las playas abarrotadas. ¿Lo han visto, no? Empezar así un texto sólo puede estar provocado por dos motivos: un exceso petulante del autor (por favor, que me sonrojo), o la continua exposición a novelas de catadura elevada y estilo desmesurado, propio de la época estival.
Son dos meses (algunos dirán que tres; afortunados ellos) donde el hastío irrumpe súbitamente para cogernos por la pechera de la camiseta y zarandearnos hasta dejarnos patidifusos como quinceañeros que toman por primera vez una cerveza. ¿Qué hacer, santo cielo, con tanto tiempo libre entre las manos? ¿Aprender un idioma nuevo, viajar y conocer otras culturas, volverme un fan itinerante de los distintos festivales de música, como Miguel Grandío? Desde luego, la gestión del tiempo a espuertas sólo depende del juicio de cada individuo que no se encuentre en plena temporada de prácticas, o que no se haya indigestado con el plúmbeo proceso burocrático para llevarlas a cabo. Pero las anteriores actividades requieren una componente económica que, por mínima que sea, no está al alcance de todos. Ya saben, vivir como Charlie Chaplin con los recursos de Charlot es harto complicado. “La pela es la pela, nen”, hashtag fin de la cita, que está tan de moda.
Como socorrido y baratero recurso auxiliar (siempre último recurso), queda el sencillo entretenimiento de la lectura, el recreo solitario e intransferible que nace de la comunión entre lector y libro, buscando una sumisión consentida o un vencimiento permitido a manos de la trama. ¿Qué motivos nos empujan a la lectura a nosotros, animales frecuentes de Facebook, insospechados modelos de Instragram, profetas terribles de Twitter y de terraza? Ah, es verdad: la experiencia epistemológica. Oh, de nuevo esa ridiculez del conocimiento, esa puñetera literatura, con lo cómodo que estaba ahora lamentando que Gandía Shore haya sido cancelado. En fin, le daré una oportunidad a ese librejo.
Al parecer, la opción predilecta es la de llenar el E-Book impulsivamente de célebres novelas que se dejarán de leer metódicamente. Eso quien tenga E-Book, claro. Hay quien prefiere el añejo formato impreso, palpando unas tapas escuálidas que se arrugan tácitamente, bien por el descuido a la hora de colocarlas, bien por la pasión con la que se asume el libro. Pero, claro, el tiempo es un elemento delimitado y muy concreto (que no les engañe Stephen Hawking con el infinito), y por lo tanto la amplia colección señalada no siempre puede llevarse a cabo, de modo que, a veces, hay quien se conforma con haber saboreado un par de capítulos de determinada y reconocida obra y alardear gustosamente de sus prolegómenos (ese tipo de gente que chasca los dedos cuando escucha a Charlie Parker). Igualito que intentar leerse todos los Episodios Nacionales de Pérez Galdós de un tirón. Lo que importa, bien lo saben ustedes, es mantener la frialdad monolítica de la apariencia, elevar los própositos hasta que la gente se asombre y entonces ignorar los libros calmamente mientras la desidia se hace un bien cotidiano. ¿Qué oculta tras su máscara? No hay rostro que esconda la belleza. Todo refugio es un hogar para el miedo, dice un mezquino poeta de provinicias.
Despertarse una mañana después de un sueño intranquilo, y encontrarse sobre la cama convertidos en monstruosos lectores. Kafka lo hubiera descrito mejor.
Por supuesto, la oferta es significativamente variada a la hora de escoger las lecturas preferidas. Toda una amplia gama de géneros y autores se dispone ante sus ojos pasivamente mientras, como un exquisito buffet digno de Pantagruel, se seleccionan las mejores piezas. Se plantean entonces varias clases de lectores:
-Aquéllos que se toman el verano como la época idónea para enfrentarse, inermes y desangelados, contra los libros de mayor enjundia, por extensión y grosor, por su verbo enrevesado y sus tediosas digresiones. Sortean entre el Ulysses de Joyce con mayor o menor fortuna, se codean con Raskólnikov en Crimen y Castigo, claman clemencia y se hinojan frente a Flaubert o se indignan y se marean en la diégesis ontológica de Rayuela. Este tipo de lector acostumbra a mostrar un perfil voraz en libros, que en su singularidad temeraria significa “aquí te pillo y aquí te mato”, y hasta que no se hayan metido en cintura los avatares de Ana Ozores en La Regenta o no hayan visto la resolución del caso del Conde de Montecristo en la novela homónima, no bajarán los párpados ni darán un oxímoron por perdido. También los hay obscenos (y, porque no decirlo, también blasfemos) que se empapan de Ken Follett y pretenden que se les llame eruditos. Pero volvamos al tema: esos libros rubenescos, mamotretos que sirven de paradigma para ciertas estructuras de Botero, son la prueba de fuego para el lector experimentado, avezado, que o bien curten o bien traumatizan, pero que se lucen una vez acabados como monumentos ecuménicos de estantería, rindiéndoles secreta pleitesía y observándolos silenciosa y temerosamente. El libro se consume con la cara de pavor de Jack Lemmon o Buster Keaton, y como un milagro pedestre los párrafos se repiten y se reiteran, reproduciéndose con la intesidad sexual del Marqués de Sade. Y todo el libro fue naufragio.
-Los fastidiosos engullidores de best-sellers (sí, fusílenme, integrados floridos; aquí firma un tozudo apocalíptico). El best-seller, el rey del verano (con disculpas a Georgie Dann). Como bien saben nuestros queridos lectores, duchos en la lengua de Shakespeare y Wallace Stevens, best-seller significa “mejor vendido” (literalmente), pero que vendría a ser “el más vendido”, es decir, aquellas novelas que están que lo petan en las librerías, en los comercios, en los juegos florales y en las imprentas. Los Justin Bieber de la literatura, vaya. ¿Qué suele suceder con este tipo de obras? Bueno, su trama suele rondar lo más elemental o lo más morboso, buscando una empatía siniestramente sigilosa con el lector hasta que lo haya devorado en sus fauces de tinta y papel. Son igual de populares que la corrupción o la sífilis, más o menos.Claro, hay quien argumentará que si se venden tantos camiones de sus volúmenes, es porque esa obra bien vale una misa. Ya mi compañero Álex, allá por Enero, defendía la inocencia a priori de los mejor vendidos. Sírvase el debate para quien lo busque. Digamos que en esta categoría encontramos el permanente nombre como un agotador mantra de Carlos Ruiz-Zafón, la noche lujuriosa y sadomasoquista de 50 sombras de Grey o la fantasía de dragones y política medieval de ese anciano barbudo y regordete, George R.R.Martin, por poner algunos ejemplos simbólicos. Hay quien alegará que el trato vejatorio, despectivo y frívolo con el que he descrito esta categoría resulta irrespetuoso y a todas luces nace de la envidia. Tienen razón.
-Los lectores que buscan explorar literatura clásica. Mejor dicho: los que, atrapados por el espíritu arqueológico de Agatha Christie, se lanzan a desempolvar los clásicos, los universales, de la A de Apuleyo a la Z de Zola, renacentistas ligeros que en hechizo de conservatorio caliginoso se soliviantan por saber qué decía ese Arthur Rimbaud que pasó una temporada en el infierno y que luego se fue a vender armas y almas a África. Los hay, aunque no se lo crean. Individuos anónimos que se levantan un buen día y se agolpan en las librerías para comprar ensayos de Carl Gustav Jung. O repentinos mártires atrapados en la epifanía que sienten una inexplicable necesidad por conocer más a Emily Dickinson y Nicolái Gógol. ¿Que Pasolini también escribía libros? ¡Anda, mi padre tiene un ejemplar de Trópico de Cáncer en su casa del pueblo! Y de repente el verano se vuelve blanco y negro con gamas grises hasta que el grupo de Whatssap, siempre tan pretencioso y tan despectivo, se crece con una nueva antología de los poemas de Rainer Maria Rilke mientras destinan su cólera a un osado que se ha atrevido a insinuar que Thomas Pynchon es mejor que Herman Melville. ¡Qué desfachatez, qué faux pas!, exclaman mientras dan una nueva calada a un Marlboro mientras de fondo suena el Music For Airports de Brian Eno o Lamb Lies Down On Broadway de Genesis. Dylan Thomas habría escupido sobre sus estampas; Charles Bukowski tal vez hubiera derramado otro tipo de efluvios. Por su parte, Homero estaría comiendo pastitas en un hotel sobre una mesa camilla.
-Los que no comprenden el verano como un paréntesis para la ficción, y prolongan el aprendizaje de su carrera, completando los ámbitos de su conocimiento y formándose de una manera más específica en su campo concreto. Buscar desesperadamente sitio sobre la arena y encontrarse a alguien sumido como un anacoreta meditabundo con la lectura de Andalucía en la otra cara de la globalización: una economía extractiva en la división territorial del trabajo. Volumen 2, por supuesto. O descubrir a un anónimo Borges, con su báculo, su aire de sabio indolente y el acecho de Tánatos subrayando cuidadosamente y con atención despierta ciertos parágrafos de Análisis de expresión génica en hígado de machos y hembras de rodaballo. La especialización de la sabiduría en títulos que resumen perfectamente el contenido del libro. No sé ustedes, pero cada fenómeno tiene su momento, como ocurría con las hombreras, los cassettes o Kevin Costner. Todo individuo tiene el derecho, o incluso la obligación, de regodearse en su propia curiosidad o en su propio misterio. Alternar palabras con Alain Robbe-Grillet, Joseph Stiglitz, Miguel Servet o Jacques Le Goff siempre resulta satisfactorio, como determinadas rapsodias de Franz Liszt o The Rise And Fall of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars, de David Bowie. Pero la sobreexposición provoca primero desidia, después indiferencia y finalmente desprecio, asco. Tan sólo un consumo comedido nos convertirá en seres virtuosos, diría Aristóteles. William Burroughs discrepaba ligeramente con el filósofo griego.
Una clasificación ridícula sin duda. Como todas las clasificaciones, en realidad. Poco importa que los periódicos, en su casposa sección cultural, se emperren en recomendar lecturas para los días cíclicos del verano. Es una tarea estéril disponer una taxonomía tomando el entretenimiento como baremo de la validez de las obras allí recogidas. Tienen la misma legitimidad que los esputos de Hermann Hesse: son literatura en esencia líquida. Pero el crimen ya está cometido: los ciudadanos desamparados buscan el escondite privado de una buena obra literaria mientras el sol soasa y tizna amablemente el color de su piel. Durante dos meses, al menos, el ciudadano común se vuelve un consumidor activo de las historias más hipotérmicas y más atribuladas, haciéndose cómplice comprometido de los protagonistas, monopolizando el ritmo de la lectura y vulnerando el derecho a la existencia cuando cierra las tapas. Sin embargo, éste es un tiempo efímero, porque este año La Liga empieza antes. Allí al unísono arman escándalo, y es como un bálsamo para sus ánimas, dice el ínclito y maravilloso Javier Krahe. Panem et circenses, y a atajar por los derroteros del alma de nuevo. Lectores, no hay libro; se hace libro al leer…
Atravesar un libro, armarse de valor, fertilizar las palabras, atesorar la pausa y el tempo, administrar las ideas como un ingenioso orfebre. Y el libro boquiabierto, en gesto de estupor, regalando mordiscos y besos a partes iguales sin esperar nada a cambio. Dichoso él, apenas sensitivo.