La voluntad como consuelo

Llevo poco más de una semana en Londres buscando trabajo y ahora mismo solo siento cansancio. Cansancio e impotencia. Resulta difícil no acabar cayendo en el tremendismo cuando después de todo este tiempo pateando la ciudad, el único resultado real fue una prueba que consistió trabajar ocho horas seguidas entre los fogones de la cocina de un bar-restaurante. Ocho horas que no cobré, porque muy difícilmente cobras en estos casos, con la única promesa de una llamada del manager que nunca recibí. Pero resultó aún más difícil cuando me di cuenta de un detalle muy sutil: en lugar de indignarme porque trabajé ocho horas gratis, me indigné porque lo único que pensé fue que podría haber empleado ese tiempo en entregar currículos.

A cualquiera que no haya vivido estos días, ese hecho parece tan paradójico que casi resulta irreal. Sin embargo es necesario comprender el fenómeno que se experimenta cuando se busca trabajo en un país extranjero: se asiste a un espectáculo de emociones que se solapan unas a otras rápida y confusamente. Algo tan extraño que acaba cansando a uno tanto que no se quiere ni levantar una vez que se sienta. Yo, por mi parte, que he buscado trabajo en cualquier bar, restaurante, librería o estanco que se ha cruzado en mi camino, he pasado educada y respetuosamente por las siguientes etapas: la ilusión, la seguridad, la desesperación, la rabia, la indignación y, finalmente, la absoluta predisposición a chupar las pollas que sean necesarias para poder fregar platos. Por poder, en definitiva, hacer mierda a cambio de dinero.

Bien pensado, resulta kafkiano lo complicado que es conseguir un trabajo de camarero, aún teniendo buen nivel de inglés, ganas de trabajar, experiencia y siendo una persona maravillosa incluso frente al cliente más imbécil. Para más inri, siempre está la duda silenciada incluso ante mí mismo de “¿y si soy yo el problema, y no Londres?”. La duda resulta más que razonable, claro. Pero por ahora es demasiado abrumadora como para enfrentarla, cuando solo acabo de empezar, y me consuelo a mí mismo pensando que aún no es el momento para responderla.

IMG_5264

El rechazo continuo, por otra parte, también es difícil de encajar para alguien como yo, que ha tenido una vida fácil, y provoca desgaste. Suele ser un “no” contundente que siempre va disimulado bajo un flemático “ahora mismo no buscamos a nadie” o “te llamaremos un día de estos”. En estos casos, para evitar derrumbarme, he descubierto lo vital que supone el recordar lo que vale uno mismo y que ante un desafío no se consigue nada con sentimientos derrotistas. También ayuda el repetirse –a cuantas más veces mejor, para acabar por asimilarlo- que nadie se va a romper los huevos para que yo consiga lo que quiero, salvo yo mismo.

Aún después de todo esto, después de todo ese cansancio e impotencia del que hablaba al principio, no me arrepiento en ningún momento de la decisión que he tomado. Incluso juego con una ventaja: la de poner esta situación en contexto. Dos meses antes yo me encontraba entrevistando a inmigrantes centroamericanos que escapaban de los narcos mexicanos en su camino a Estados Unidos. Eso da una perspectiva global. Lo que yo vivo en Londres, para ellos sería un privilegio. Y por cruel que suene, al fin y al cabo, el saber que siempre hay alguien que está peor que tú siempre será un consuelo, y admito que esto es una realidad muy amarga, pero quejarme sin admitir otras realidades (otras realidades que de hecho conozco) no me haría mejor que un niño pequeño que lloriquea.

Sea como sea, Londres es el campo de una batalla que no pienso perder. Y si es a base de trabajo duro, sudor y callos en las manos porque al final conseguí el trabajo más bajo y duro de todos, habré aprendido lo que significa ganar el dinero de verdad, con disciplina, voluntad y humildad. Y siempre queda el último resoplido: “Ya aparecerá algo mañana”. Poco a poco.