La imagen de la crítica
Hace un tiempo conocí a una crítica muy simpática. Aunque nunca llegó a parecerme que supiera mucho sobre cine y siempre creí que lo de crítica era algo más circunstancial que vocacional, me gustaba la suficiencia con la que hablaba de los estrenos que veía antes que todos los mortales, allí escondida detrás de sus gafas con cañas de bambú a modo de patillas. Hablaba bajito, siempre llevaba botas de montaña y por supuesto tenía un mechón de pelo que se desmarcaba de una trenza contundente en su espalda. Sin en cambio (como ella decía en lugar de “sin embargo” o de “en cambio”), me caía bien por cómo comía la pizza. Me gustaba quedar con ella en una italiano que hace esquina con la calle Peniche, en Vigo, porque servían las pizzas hirviendo y ella, de lo que le gustaban, no era capaz de esperar y hasta se le empañaban los cristales de las gafas. El queso que colgaba solía quemarle el dedo meñique, que se alejaba de la mano como el de los ingleses cuando beben té. Era una de las pocas cosas, hasta lo poco que yo la conocí, por las que mostraba verdadero interés. Leía la carta con detenimiento y luego, mientras segregaba saliva imaginando la mozzarella fundida sobre el tomate, me contaba qué estrenos habría esa semana. Se callaba y cuando acababa la pizza decía que tenía prisa. Siempre lo atribuí a ciertas exigencias intestinales porque me quedaba más tranquilo, pero ni idea. Eso sí, las pizzas que pedía eran una mierda y firmaba con seudónimo, lo que siempre me dio la esperanza de que en el fondo escribiera con más interés del que hablaba.
El queso que colgaba solía quemarle el dedo meñique, que se alejaba de la mano como el de los ingleses cuando beben té.
En cualquier caso, no era ella la crítica de la que pretendía escribir, ni tampoco de la crítica como situación en la que se encuentra el arte del exorcismo (por ejemplo), sino de la crítica en toda su perversa displicencia, la crítica como género periodístico autosuficiente y omnipotente, como disciplina incluso literaria capaz de engullir pizzas sin quemarse y de guiar a sus seguidores hacia la masa fina o la gruesa; hacia la anchoa o el champiñón. Por todos es sabido que los buenos críticos seleccionan películas alternativas que ofrezcan al espectador una posibilidad de escapar a los grandes trallazos comerciales, que también recuperan obras maestras para que no caigan en el olvido, que escriben con el bagaje de una formación inabarcable y una aspiración cultural insaciable, y tal. Por eso, por nuestra fe ciega en su independencia y su criterio, la crítica de cine es despiadada y cruel porque no hay más traición que la que se comete contra quien llega con la predisposición de creer. Así es la crítica de cine.
Pero después de haberme tragado por culpa de ciertos críticos la película de Un invierno en la playa, cuyo título ya deja atisbar que es más empalagosa que la discografía de John Lennon, llegué a la conclusión de que para ser un buen crítico hay que saber negociar bien y, sobre todo, venderse bien. La película en cuestión trata de una sucesión de tópicos encaminados a crear una fábula en la que los personajes, aspirantes a escritores y fans de Stephen King, desempeñan los distintos modos de enfocar el patetismo (sinónimo de existencia en sus casos), basada exclusivamente en la desesperación por hacer girar su vida entorno al amor y a alguien que los quiera, más que a quien querer. Los paisajes son espectaculares, obviamente, y hay unas banderas americanas preciosísimas hasta en la cocaína de la desfasada de turno, pero los diálogos ponen el contrapunto necesario a lo abrumador de semejante cuidado formal, porque son una basura. No soy muy partidario de las frases sentenciosas, pero es que cada palabra te recuerda cada uno de los 690 céntimos de la entrada. Y, sobre todo, la estupidez de las bromas te devuelve a reseñas como esta:”inteligencia, tono y talento. (…) una película con personajes y situaciones tan atractivas como creíbles, diálogos en posesión de agudeza y alma, actores espléndidos” o esta otra: “agradable comedia (…) Para los que les gusten las comedias inteligentes”. En fin, que este es solo un caso paradigmático de por qué creo que los críticos, ante todo, han de tener una sensibilidad especial hacia su autopromoción y la imagen, y una boca descomunal para vomitar tan estroboscópicas mentiras. Más o menos, serán como el tamaño de la hucha donde guarden lo que les haga distorsionar la realidad hasta ese punto.
Este es solo un caso paradigmático de por qué creo que los críticos, ante todo, han de tener una sensibilidad especial hacia su autopromoción y la imagen
Por mucha pizza a la que la invité, mi amiga, la crítica de las pizzas, nunca llegó a desvelar quiénes eran los que realmente le pagaban. Quizá no fuera nadie más que un periódico y de ahí que la prisa que mostraba por comer no se debiera a lo mucho que le gustaba, sino a no soportar la poca inteligencia de quien la mantenía (o de quien no entendió la ironía del Invierno en la playa).