La cartera violada
Cuando vives en Londres, acabas por acostumbrarte a ver a tu cartera llorar en el suelo en posición fetal, con la mirada perdida y las pocas monedas que le quedan, peniques solamente, tambaleándose frágilmente en el fondo de su monedero, que vio días mejores. Y tú tienes que apretar los dientes y mirar a otro lado para evitar que tu cartera vea que ya te ha salido la primera lágrima. Te la secas y le dices que no se preocupe. Que todo va a estar bien. Que ya has encontrado trabajo pero tardarás una semana más en cobrar el primer cheque.
—¿El primer cheque? —te pregunta, con voz lastimera— Pero luego hay que ingresarlo en el banco, ¿no?
—¿A qué te refieres, querida?
—A que el dinero tardará entre tres y cuatro días hábiles en ser ingresado en tu cuenta. Que no veremos dinero hasta dentro de otras dos semanas casi.
Entonces se te cae el mundo encima. PUM. Ahora que todo iba bien, algo te recuerda que lo más difícil aún no ha terminado.
Conseguiste trabajo a tiempo parcial en un pub casi dos semanas después de haber llegado. En ese tiempo ya habías tenido que pagar el billete de avión, la fianza del piso y dos semanas de su renta. Nunca habías sacado billetes de cien con tanta facilidad como entonces, pero tú no estabas preocupado. Tenías confianza porque sabías que pronto recuperarías el dinero.
Ayer le habías pagado a la casera las siguientes dos semanas, pero ya estabas empezando a perder el aliento. Y cada semana tienes que pasar disciplinadamente uno de los cajeros del metro y pagar treinta y una libras y cuarenta peniques para poder moverte entre la zona uno y dos del sistema de transportes de la ciudad. Y comer. Adoras comer, pero odias tener que gastar treinta libras de media en la compra semanal. Sin darte cuenta ni saber muy bien la razón, la cantidad de dinero que has gastado desde que llegaste comienza a acercarse peligrosamente a las cuatro cifras.
Entonces te da rabia, porque no te has permitido lujos desde que llegaste a la pérfida Albión, pero jamás has gastado tanto en tu vida: no has pisado una discoteca desde que llegaste a la ciudad, y el único alcohol que has tenido cerca es el que sirves continuamente en el pub. Ríos de cervezas, gin&tonic, sidra y vodka entre otros. Ves a gente que gasta sin problema tu salario diario en un par de cubatas que toman con los amigos y te da un escalofrío. No les recriminas que disfruten de la vida, ellos que pueden y se lo merecen, como todos. Eso sería estúpido. Pero sí te parece reprochable que gasten tanto. A pesar de que eso te de trabajo.
Además, pagaste a una agencia para que te evitase el difícil trabajo de buscar piso y que te enviasen diariamente ofertas de trabajos en pubs y restaurantes. Pero eres justo y consideras que eso no fue un gasto, sino una inversión. A pesar de lo que piense el pobre trozo de cuero que tirita en el suelo.
En lo único que has ahorrado ha sido el tabaco, porque fuiste lo suficientemente inteligente como para traerte un par de cajas de España. Unas cajas que ya están casi tan vacías como tu cartera. Y entonces la miras de nuevo, la acaricias y le susurras: no te preocupes. Papi y mami siempre estarán ahí para dejarnos un poco de dinero.