El flujo del tiempo es cruel, pero nadie puede cambiarlo jamás

Las navidades de 1998 fueron las navidades de The Legend of Zelda. Vaya por delante que no estamos hablando de un curso cualquiera, sino que podría asegurarse que tal año fue totalmente dorado, en cuanto a videojuegos se refiere. ‘Grim Fandango’, ‘Soul Calibur’ o el primer y revolucionario ‘Half Life’ fueron tan sólo algunos de los excelentes títulos que coparon las dependencias de las tiendas especializadas y los grandes supermecados durante ese año, pero ninguno de ellos destacó tanto, ni se hizo un hueco tan imborrable en los corazones de los aficionados, como la gran obra maestra del señor Shigeru Miyamoto.

Tras un trienio de labor, un equipo de más de un centenar de personas, trabajando entre 10 y 15 horas diarias, nos brindó una auténtica joya de la corona, cuyas copias se vendieron como churros, pues pese a ser lanzado en noviembre, se convirtió en el juego más vendido del año.

Pese a ser lanzado en noviembre, se convirtió en el juego más vendido del año

La prensa internacional, tan maravillada como lo estábamos todos aquellos que esperábamos que algún benigno rey mago nos dejase cierto cartucho bajo nuestro árbol de navidad, no dudó en calificar a Ocarina of Time como “mejor juego del mundo”, la mejor aventura interactiva jamás creada. Admitamos que la existencia de tal galardón es imposible, por lo menos desde el plano objetivo, pero lo que sí es cierto es que nunca un juego alcanzó tal nivel de superioridad respecto a sus contemporáneos.

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Carátula de Ocarina of Time

Link ha sido desde los años 80 uno de los principales estandartes de Nintendo, como Mario o Donkey Kong y en la ya desaparecida consola Nintendo 64 daba el salto a las 3D, siguiendo el mismo camino que el bigotudo fontanero italiano un año antes. Nunca la tierra de Hyrule había resplandecido de tal forma. Los territorios agrestes y salvajes del ‘A link to the Past’ o las vastas extensiones devastadas de los dos primeros The Legend Of Zelda daban paso a un reino lleno vida, diversidad y contrastes. Desde los perdidos desiertos más allá del valle de Gerudo, hasta el inundado Reino de los Zora o el Bosque Kokiri, todo rebosaba naturalidad sin igual y, sobre todo, ése espíritu lejano e intangible, más propio de una leyenda épica proveniente de tiempos perdidos que de un videojuego de consola familiar. Puede que sus gráficos no impacten a primera vista (no dejaban de estar, más o menos, al mismo nivel que otros grandes títulos del momento) pero una vez dejan el reposo de la fotografía, la cosa cambia. La solidez poligonal y las animaciones de los personajes eran lo nunca visto, toda una obra de arte en movimiento. Los efectos de luz, los gargantuescos jefes finales y sus devastadores ataques, el flujo del agua, todo era prácticamente perfecto en Ocarina of Time.

Cada uno de los temas orquestales del genial compositor japonés Koji Kondo fueron de una calidad superlativa

La banda sonora merece nombramiento aparte. Miyamoto nos castigó inesperadamente sin incluir ‘Overworld’, la más clásica de las melodías de la saga (escuchadla sin demora quienes no la conozcáis), pero a cambio, todos y cada uno de los temas orquestales del genial compositor japonés Koji Kondo fueron de una calidad superlativa, acelerando, volviéndose más fuertes, o viceversa, en cuanto la acción del juego lo requería. ‘Hirule Field’ fue el escogido como tema central, pero cualquiera de las otras melodías del cartucho, incluso las interpretadas por el propio Link en su Ocarina del Tiempo, se convirtieron en el acompañamiento perfecto para esta memorable aventura. Para el apartado de jugabilidad, simplemente no tengo palabras. Sería prácticamente absurdo alabar aquí justo el principal punto fuerte de este cartucho, sin poder demostrarlo (como innovaciones al estilo del ‘z-targeting’, copiado hasta la saciedad en multitud de juegos posteriores, desde ‘Kingdom Hearts’ a ‘The Witcher’), a quien no haya jugado aún. Lo que debería hacer cualquier gamer que se precie y que no haya tenido el placer de tenerlo entre sus manos es probarlo lo antes posible, sea en la vieja N64 de algún amigo o en un emulador para el PC.

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Link sale del agua en el Bosque Kokiri, al inicio de la historia

Y por encima de todo lo demás está el argumento. Aquí se nos cuenta el inicio de toda la mitología de la épica historia de Zelda (si no tenemos en cuenta el ‘Skyward Sword’). Link no es el heredero de un legendario guerrero de la antigüedad, si no un niño que fue abandonado por su madre en un poblado del bosque cuando aún era un bebé. El Gran Cataclismo, el fin de los caballeros hylians o el despertar de los Sabios, todo comienza aquí, y sin el Ocarina of Time, la historia que se nos cuenta en los demás títulos de Legend of Zelda no tendría apenas sentido. Un par de años después, un nuevo periplo de nuestro héroe, titulado ‘Majora’s Mask’ tomaba el relevo, con una historia más oscura. Bajaba el listón de adicción pese al aumento de gráficos y el tono más adulto y angustiante.

¿Estereotipada? ¿La ‘”típica historia de una princesa en apuros” y un héroe que salva el reino con su valor y su espada del villano-étnico-con-transformación-monstruosa de turno? ¿Que Link no emite una sola palabra en todo el juego? Tal vez sean argumentos a favor de quienes prefieran a ‘The Last of Us’, o algún título moderno así, como “Ciudadano Kane de los videojuegos” (alguna tontería del estilo he llegado a leer), pero esta aventura en Hyrule lleva ya tres lustros en lo más hondo del recuerdo de todos aquellos que en las navidades de 1998 escuchamos la melodía de la ocarina y los cascos de Epona cruzando la campiña al colocar el cartucho en nuestra Nintendo 64.

Las grandes historias, las de toda la vida, son aquellas que sobreviven al paso de los años. Y por mi parte, estoy seguro de que The Legend of Zelda Ocarina of Time es una de ellas.