Diatriba contra Jack Lemmon

En el abecé del héroe no consta la mediocridad ni la miseria, Jack. Al ídolo de la gente se le presuponen unas características extraordinarias, superiores a las torpes medidas estándar; capaz de arrojarse a las entrañas del infierno y emerger exultante, victorioso, rodeado de un halo de inmortalidad que inspire y sirva de ejemplo para el pueblo hambriento de iconos. Entiendo que se envidien los ojos de Paul Newman, porque entonces ya nadie necesitaría el cielo; puedo comprender la admiración que suscita el misterio de Humphrey Bogart en un estanco; o incluso (si me apuras) puedo empatizar con la tristeza en la expresión de Peter O’Toole. Pero no tolero la leyenda que arrastras en el celuloide como un ángel menospreciado, que se pasea por las avenidas nocturnas cicatrizando traumas mientras finge amablemente su felicidad.

Me desconcierta tu papel sempiterno de don nadie, desconocido ciudadano afable que colecciona triunfos menores del día a día. Cuando pienso que la vida no puede darme más patadas, siempre irrumpes en la pantalla para entrometerte entre mi agonía y mis asuntos, imponiendo tu límpido sentido común y dejándome en un atónito desconsuelo de vergüenza. ¿Cómo te atreves, Jack, a educarme sentimentalmente? Tú, que (mal)naciste en un ascensor, es lógico que disfrutes yendo arriba y abajo en el ciclo de la vida; pero nos obligas a ser cómplices tuyos en ese perpetuo vaivén que te lleva de la decepción al naufragio, y al final tan sólo tú conservas las fuerzas necesarias para sonreír mientras el resto nos arrepentimos de perjurar por nuestras penas, insignificantes en comparación con las tuyas.

¿Cómo te atreves, Jack, a educarme sentimentalmente?

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Deja de intentar conmovernos, Jack. © IMBD.

Admítelo: sé que te regodeas en la compasión de nosotros, los espectadores. Nos introduces en tu historia con astutas zalamerías de cómico fracasado, cuando en realidad sólo pretendes desplegar el velo que oculta el efectivo espejo de la necesidad, donde nos reflejamos nítidamente: eres todo un maestro del engaño, al fin y al cabo. Te gusta hacernos creer que sobrevives generosamente, aunque malvivas ridículamente entre penurias.

Lo peor es cuando te enamoras, Jack, cuando dejas que tu ímpetu sentimental te lleve a declararte y provocas que (por unos instantes, tan sólo) todos nos enamoremos contigo como adolescentes enfermizos, arrodillándonos servilmente ante la presencia de la figura amada. Y todo lo dejas de lado: catálogos, atlas, ausencias. ¡Qué farsante, Jack, qué embaucador! ¿Acaso no obtienes como respuesta eterna el rechazo? ¿Acaso no es dramático que perseveres en los deslices del corazón, cuando ya no queda nada más a lo que aferrarse? Pero no, tú persistes como un tozudo romántico, y causas que en nosotros, al otro lado de la cinta, renazca la esperanza del idilio, subsisitiendo solamente de ilusión.

¿No lo entiendes, Jack? ¡El ser humano es veleidoso y cambiante, y siempre se guía por sus más bajas pasiones! ¿Por qué te empeñas en devolvernos nuestra humanidad a base de bofetadas? ¿Quién te obliga a recordarnos nuestra perenne soledad, o situarnos plácidamente en el lugar taciturno que ocupamos en el centro del universo? No puedo sino imaginarte como un entrañable fracasado recién salido del triste trabajo de olvidar, donde además haces horas extra, y rememorando, con agridulce nostalgia, los azares de tus derrotas mientras pides otra copa de whiskey en el bar. Y luego te tambaleas ebrio de recuerdos, y tropiezas una y otra vez de tanta borrosa añoranza, de tanta adictiva amargura, levantándote siempre como un gladiador tenaz, y regresando a casa de mala gana para desfallecer en el perturbador duermevela de la memoria. Y a la mañana siguiente, la insistente resaca de ese obstinado intento de amnesia no invita a levantar nada: ni los párpados ni la cabeza. Y el apartamento transpira silencio y soledad insidiosamente.  

No puedo sino imaginarte como un entrañable fracasado recién salido del triste trabajo de olvidar

Mejor será emborracharse, ¿verdad, Jack? Conviene tocar fondo de vaso cuando la insoportable existencia ya nada tiene que ofrecer salvo una dolorosa secuencia de fallidos triunfos. Se intuye cómo ves tú el vaso, Jack: medio lleno de vacío, aún a sabiendas de que nada aparecerá que lo congratule o le dé significado. Te sabes inquilino fatal del último escalafón de la sociedad, y la mejor manera de permutar entre tormentos es entre chupito y chupito, coleccionando jaquecas como un letraherido ciego. No eres el conformismo, Jack; ni siquiera un aspirante a éste. Tan sólo te ves inconsumiblemente atrapado en un mundo que no te pertenece, un mundo grande, sucio y alborotado como una estación de tren, y todas tus oportunidades se escapan fugazmente por las vías mientras te vas acostumbrando al suelo de la parada y al oxidado rechinar de los raíles. Te contemplan, y tú o bien te sonríes o bien te calas el sombrero hasta que nadie puede verte los ojos, y entonces ahogas un par de traidores lagrimones que dan cuenta de tu estado de ánimo. Y te aseguro que de lágrimas saben mucho los trenes. 

Luego tu sombra se alarga y nos llena de tinieblas dulcemente. Eres un pérfido canalla de barrio, Jack. Un malogrado intento de titán, tal vez venido a menos. Porque no hay mayor ambición que la supervivencia cotidiana, y ni siquiera los designios de las más altas providencias pueden apartarnos de ese deseo tan natural y, sin embargo, tan utópico. Pero qué te voy a decir yo a ti, con tu aspecto andrajoso y desaliñado, tu ánimo de patriarca de lo efímero, remendando con vaho y suspiros el horror vacui de la barra. Compadecerse de ti parece lo ideal, pero recuerdas tanto a la palabra melancolía en esos momentos que sólo podemos observarte con vanidad y precaución, intentando no impregnarnos de tu ominosa pátina de desgracia. No te importa que el destino te ponga un ojo a la funerala; al fin y al cabo, parecerían tus ojos dos rosas marchitas. Pero me temo que no hay tanto vino para tan envejecidas rosas, y aunque gruñas a veces y te esfumes murmurando entre dientes, en el fondo sabes que no tienes a dónde huir porque el infortunio no conoce morada alguna.

Sabes que no tienes a dónde huir porque el infortunio no conoce morada alguna

Eres un pobre diablo, Jack. El rey de los mentirosos, así es. Parece que te hayan diseñado a partir de los cientos de manuales de ética, deontología y moral existentes en nuestro mundo cenizo. Eres el patrón inexacto con el que se mide el papel del perdedor, y que ruega y suplica la empatía del espectador. Una injusta catarsis, amigo. En tu papel de desarraigado ciudadano anónimo te ves débil, vulnerable, indefenso; soportas una tras otra todas las vejaciones que la sociedad tiene que ofrecerte, y que asimilas cortésmente sin hacer apenas ruido. Simplemente bajas la cabeza, metes las manos en los bolsillos y cruzas por los otoños de la ciudad mientras, afuera, el espectador confirma en ti que el más sencillo de los éxitos supone una entrada al parnaso más selecto. Te odio, Jack, porque me recuerdas que no todos los héroes resultan extraordinarios: algunos de ellos son perfectamente mortales, y conviven día a día con nosotros, de manera anónima, sin esperar ningún tipo de celebración a sus favores. Y mientras tanto, tú, como siempre, transformando mi necesidad en nadería. Haciéndote (y haciéndome) más humano. Maldito seas, Jack.

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Maldito seas, Jack. ©IMBD