Javier Krahe, ínclito y maravilloso

A veces pienso en ti incluso vestida

J. Krahe

 “Ahora viene el ínclito, el maravilloso, el de los dedos vertiginosos, el rock duro de Javier Krahe.” Era el año 1981, en un bar llamado La Mandrágora,  y con estas palabras Joaquín Sabina presentaba a Javier Krahe. Hace tres décadas de aquello y Javier no toca, desde hace muchos años, la guitarra en sus conciertos. Los dedos vertiginosos son ahora los de Javier López de Guereña a las seis cuerdas, Fernando Anguita al contrabajo y Andreas Prittwitz, el simpático teutón, al saxo, clarinete o flauta, según se tercie.

Con su sempiterno aspecto quijotesco, a Krahe, con 69 años, ni la edad, ni la kryptonita, le impide acudir, como cada año, a Santiago de Compostela. Porque habrá que actuar de vez en cuando; no todo va a ser follar.

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El Dado Dadá hasta la bandera. © Alberto S. Lozano

Con cada concierto de Javier Krahe, el Dado Dadá se llena hasta la bandera de gente más o menos extraña. Existe, por supuesto, el fan normal y correcto que acude al bar, escucha las canciones, se toma una copa y se va con el bolsillo temblando por el precio de la entrada, casi dadaísta, y del elixir que, en ningún caso, soltará para aplaudir. Quizás, acaso lo apoye delicadamente en la mesa, pero por mucho que nos gustara inundar el valle de cristales, no están los precios en el Dado Dadá como para permitirse tal exceso.

Además del fan normal, existe un extraño perfil entre el público de Krahe de cuarentona emperifollada, con un exceso de maquillaje y perlas, que lo saludan con mucho entusiasmo, mientras lo soban y toquetean, para demostrar a los presentes lo mucho que lo conocen. “Mírenme, estoy hablando con Javier”. Porque, por supuesto, lo llaman Javier; Javi, si me apuras, y lo invitan a sus bodas y sus comuniones (las de sus hijos o sus nietos, se entiende). Que él acuda, es otro cantar.

Está también el fan al que le gusta demostrar su extenso y dilatado conocimiento sobre la obra del cantautor madrileño. En cuanto adivina la canción que va a sonar a continuación gracias al breve monólogo de Krahe, le da un codazo a su acompañante y le grita lo genial que es esa pieza, moviendo mucho los labios mientras suena y mirando a su alrededor. “Miren, miren, yo me la sé”, piensa mientras gesticula en el extraño ritual de “a ver quién la tiene más larga”. Le gusta tanto los monólogos de Javier Krahe, que no puede evitar comentarlos, impidiendo a la gente de su entorno escucharlos. En ocasiones, este espécimen se hace tan cansino, que llega a ser abandonado por su acompañante, como le sucedió a la cuarentona emperifollada y maleducada que tenía sentada justo detrás de mí. “Yo estoy muy cómoda aquí, este es mi ambiente, si no te gusta te puedes ir” le dijo a su sufrido esposo, que, con las mismas, decidió apurar la copa y dejarla allí plantada (a la cuarentona, no a la copa, que también), haciéndonos un grato favor a los de alrededor, ya que así la mujer pudo al fin cerrar su boca.

Todo esto orquestado en la sombra por la dueña del local que, como Robert De Niro en Casino, se movía entre las mesas con su chaqueta roja acomodando a la gente según llegaba y soltando indirectas a algunos incautos que habían osado a ocupar una mesa con mayor capacidad de que la que estaban utilizando. “Es que hay algunos que se sientan dos en mesas de cuatro”, decía al aire al pasar al lado de los incautos, como cuando Gila se hizo detective y pretendía capturar a Jack el Destripador con indirectas: “alguien ha matado a alguien y no me gusta señalar”.

Pero cuando Javier Krahe está en el escenario con sus tres mosqueteros, te olvidas de lo que te rodea y disfrutas sumergiéndote por completo en su imaginario. Empezó la noche de una manera paradójica, anunciando que iba a interpretar Abajo el Alzheimer porque, por supuesto, él está en contra. Sin embargo, olvidaba que era el El dos de mayo la canción prevista para abrir el show, como así se lo hizo ver López de Guereña. Invertido, pues, a tiempo el orden, interpretaron la primera canción de su último disco de estudio hasta la fecha, Toser y cantar, grabado en 2010, en la que Krahe cuenta como con un arrebato patriotero echa de casa a su esposa “medio francesa”. Nunca un nombre de un disco fue más apropiado, ya que, de vez en cuando, al pobre Javier le asalta algún que otro acceso de tos, impidiéndole hablar durante unos segundos.

© Lucía García Botana

© Lucía García Botana

Ahora sí, su canción de lucha contra el Alzheimer, en la que hace un repaso de su vida amorosa, del disco Cábalas y cicatrices, grabado en directo en Madrid en el año 2002. A esta le siguió otra canción protesta, ¡Ay, Democracia!, en la que se adueña de los versos de Pablo Neruda: “Me gustas, Democracia, porque estás como ausente”. Hilando las canciones con pequeños monólogos, como tiene por costumbre, Krahe dio paso a una de las canciones, en mi opinión, más bonitas del repertorio de la noche: En la costa suiza. En ella, se narra la historia de un pobre pescador en un ficticio pueblo de la también ficticia costa suiza (porque, hasta la fecha, este paraíso fiscal no dispone de playa). Este pescador solo pretende vivir a su manera, saliendo a pescar cada día y, con el dinero ganado, comer y beber, e invitar a sus amigos. Hasta que, por supuesto, a alguien no le parece bien. Ya se sabe, a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe, que diría otro cantautor. Para contrarrestar el tono melancólico de la canción, qué mejor pieza que Vecindario, una canción sobre amores extramatrimoniales de escalera con la que es imposible no soltar una carcajada.

Entre aplausos y risas, llegamos ya al intermedio, no si antes interpretar Sortijas y gestos, del disco Querencias y extravíos, grabado también en directo en 2007, en esta ocasión en Valladolid; una canción inédita llamada Mariví, en la que se hace un lío con sus antiguas amantes; y la genial La yeti (primera parte), sin la percusión ni la electrificación de la versión de estudio, en la que se plantea una duda existencial: “Cuando todo da lo mismo / ¿por qué no hacer alpinismo?”

Javier Krahe no es uno de esos artistas que se refugian en el backstage en cuanto tiene la más mínima oportunidad, si no que sigue fiel a su costumbre de bajarse del escenario encarando al público para dirigirse a la barra, caminando entre aplausos y felicitaciones. Lejos queda ya la imagen de Krahe sosteniendo un purito en el escenario, así que la pausa para fumar era casi de obligado cumplimiento. El Dado Dadá prácticamente se vacía para que el respetable pueda salir a echar un pitillo. Es en ese momento cuando descubro a un invitado de honor entre los asistentes: ni más ni menos que Albert Pla, que había tocado ese mismo día en el Teatro Principal, se había dejado caer por la sala para disfrutar de la lírica de Krahe.

Tras un tiempo prudencial para adquirir la dosis necesaria de nicotina, Javier Krahe sube al escenario para anunciar la sorpresa de la noche: Palito, una cantante pontevedresa afincada en Santiago, nos iba a deleitar con tres canciones muy interesantes armada con su guitarra eléctrica y acompañada por Javier López de Guereña, que le está grabando un disco. Palito nos habló de hombres desnudos y jerseys de cachemir, con un estilo muy peculiar y sin demorarse demasiado porque tiene “unos teloneros que quieren seguir tocando”. Una grata sorpresa, unas canciones muy originales de una artista que, en el fondo, solo quiere pagar el alquiler, según me dijo después.

Palito y Javier López de Guereña © Lucía García Botana

Vuelve Javier Krahe al ruedo para deleitarnos con otras ocho canciones, la mitad de ellas nuevas y sin grabar aun, en las que habla, entre otras cosas, de sus encontronazos con la Santa Inquisición, perdón, quise decir la Justicia española, por aquel vídeo en el que mostraba la receta para cocinar un Cristo para dos personas. De las viejas conocidas, nos obsequió con Diente de ajo, Antípodas, Kryptonita y, para cerrar, la genial Eros y civilización, con el soberbio solo de saxofón de Andreas Prittwitz e introducida por el ya mítico monólogo de Krahe en el que explica que la contención de los impulsos sexuales del ser humano es lo que ha hecho florecer la civilización. Por supuesto, cumplieron con el bis de rigor, para irse por todo lo alto con Un burdo rumor, una de las canciones míticas de La Mandrágora, en la que Krahe nos canta acerca del tamaño y rendimiento de su pene, que aunque dice que ya no le levita, no parece que se apene.

Y así dijo adiós a Santiago, esperemos que solo hasta el año que viene, porque eso de que está mayor no es más que un burdo rumor. Gracias Javier, gracias canción.

© Alberto S. Lozano

Algunas de las canciones del concierto del viernes.