Erigiendo mi caricatura (I)
El humor es parte de la vida y en consecuencia no debe ser excluído, ni siquiera de la literatura seria
Lin Yutang
Como parte de un sencillo juego de prejuicios e ideas preconcebidas, solemos atribuir a los escritores un aura forzosa de solemnidad y superioridad intelectual, auparlos un peldaño (o varios) más arriba en una invisible escala de conocimientos, probablemente porque el mundo de la literatura y las veleidades que lo rodean sigue inspirando en el conjunto de la sociedad un respeto, e incluso una admiración, que el resto de campos de la cultura no logra aprehender. El escritor es entonces sinónimo de intelectual, cuya definición, terriblemente objetiva y aséptica, dicta que es el intelecto brillante y distinguido (obviando las circunstancias de su designación) el que guía sus obras, su análisis del contexto social del que se nutre y que le confiere esa autoridad y esa primacía racional, en un pobre ejercicio de autodesprecio cognitivo por parte de los ciudadanos. Un librepensador intocable, al fin y al cabo.
Sin embargo, se nos olvida que, bajo ese grueso manto de saberes, forjado a base de bibliotecas y seminarios, se esconde el hombre pícaro y cotidiano que lucha por salir a la superficie, renunciando a su tribuna y a su birrete para irse de cañas con sus colegas escolásticos y despertar embotado de ron Negrita y murmurando una cita de Herman Melville; abnegando del perfil distinguido, se sumerge en las entrañas de su humanidad más venial, de sus rasgos más carnales, procediendo sistemáticamente a dinamitar su venerada imagen social, al tiempo que le devuelve la vista (¡milagro!) a sus ciegos devotos y discípulos. Bien es cierto que su obra, sus trabajos, su sangre en verso, perpetuarán el recuerdo nítido de su espléndida creatividad, de sus boutades artísticas: el tiempo se encargará de plastificar su memoria para que su lado oscuro no lo llene todo de cenizas y tinieblas. Pero serán sus anécdotas las que le devolverán la pesadumbre de su condición mortal, y será a través de sus experiencias cómicas, de la banalización de su leyenda, donde se encontrará, palpitante, en carne viva, su verdadera esencia canalla.
Hay algunos artistas que parece que se hayan esforzado en levantar una estatua a su caricatura, en sobrevivir en la conciencia popular por méritos no de su talento narrativo, sino de su álter ego burlón y socarrón. Éstos comprendieron perfectamente los mecanismos que articulan y vertebran las vicisitudes de la sociedad y, apostando más por un populismo artificial que por un papel de conciliador erudito, tomaron como dogma el humor y como máxima la carcajada. Se sentían cómodos tanto dentro de su traje de académicos como atravesando por Las Ramblas en ropa de paisano; quizá esta estratagema garantizó su popularidad en todos los círculos posibles. Pero a través de sus anécdotas se deformó, hasta lo grotesco, el retrato común y ecuménico que se poseía del autor, abandonándolo reducido a los huesos de su anecdotario, trivializando en exceso su carrera para favorecer sus travesuras, sus sarcasmos o sus ingeniosas respuestas, dejando al interlocutor estudiando palmo a palmo sus narices. Aún a riesgo de alimentar lo voluble de sus mitos, me veo en la necesidad de ilustrar el lado más trivial y más bajo de algunas de estas figuras, recreo de sus risibles seguidores.
Oscar Wilde, el rey de la puñalada trapera
Es un poco decepcionante que la vida privada del escritor dublinés Oscar Wilde (1854-1900) terminara por eclipsar su brillante trayectoria literaria, con trabajos tan extraordinarios como la popular El retrato de Dorian Gray, la sobresaliente La importancia de llamarse Ernesto o el ensayo retrospectivo De Profundis. Sin embargo, y debido a sus esfuerzos, lo que más se recuerda de Wilde es la convulsión de sus diálogos de cámara y vodevil, su impactante dandismo (en especial, en la indumentaria) y su ampulosa homosexualidad, teniendo en cuenta la época que le acogió (y que provocó que le encarcelaran por escándalo). Wilde era un superdotado de la ironía y de la burla, y no dudaba en cachondearse del primo más inocentón en cuanto se le prestaba la oportunidad, especialmente si éste practicaba un esnobismo desaforado o rivalizaba con él en moda. Sus vaciles solían dejar anodados a sus coetáneos, que procuraban acomodarse el monóculo ante la inclemente apostura de su boquiabierta expresión. En sus propias palabras: “Sarcasmo: la forma más baja de humor pero la más alta expresión de ingenio”. Si se hubiese mordido la lengua, se hubiese intoxicado de su propia ponzoña.
La recopilación de anécdotas y circunstancias donde Oscar Wilde hacía prevalecer la ley de su ingenio es demasiado ingente (de hecho, una vez más de su boca: “Resulta de todo punto monstruosa la forma en la que la gente va por ahí hoy en día criticándote a tus espaldas por cosas que son absoluta y completamente ciertas”). Sin embargo, me gustaría rescatar una anécdota que es muy probable que resulte familiar al lector, pero que ha sido demasiado difundida y difuminada, atribuyéndola a un sinfín de autores (incluyendo a Groucho Marx, santo de mi devoción), pero que pertenece al suspicaz autor de Dublín. Pongámonos en contexto: fiesta de sociedad inglesa, ergo, clasicismo en el sentido más despectivo de la palabra; música de antesala del infierno, rudimento imprescindible para el baile de los nobles de distinción, que no de espíritu; Wilde, en su salsa, se incorpora a un pequeño coloquio de gente de frac y aparatosos vestidos de cola; entreve, entre los contertulios, a una duquesa, digamos, rubenesca, además de poco agraciada, pero de conocida vida libertina, y sin rodeos interrumpe la conversación y le espeta:
-Señorita, ¿se acostaría usted conmigo por un millón de libras?
La duquesa vacila un poco, pero responde:
–Por un millón de dólares, desde luego que lo haría.
Wilde introduce la mano en el bolsillo interior de su gabán y extrae un billete:
–Le doy cinco libras.
La duquesa, ofendida por tal agravio, le espeta:
–Pero, ¿quién se ha creído que soy?
Y Wilde, incapaz de disimular una sonrisa maliciosa, contesta:
–Eso ya ha quedado claro; ahora estamos discutiendo el precio.
La persistencia de las anécdotas de Dalí
Si hablo de putas, es imprescindible hablar de uno de los pintores más controvertidos del último siglo: Salvador Dalí. El Gran Onanista no recibía este sobrenombre solamente por la malformación curvilínea de sus figuras surrealistas, sino que, entregado a sus más infames pasiones, contrataba prostitutas y gigolós para que se montasen orgías pagadas de su propio bolsillo, mientras él buceaba en la trémula bragueta entre bastidores, tras las cortinas, como un simple espectador. Cabe decir que que a Dalí le gustaban tanto sus propias pajas como buscarla en el ojo ajeno (válgame el perdón del lector por tan desafortunado símil), y siempre le agradó naufragar en las Antípodas de la humildad: Dalí se reconocía un tipo soberbio, vanidoso, aclamándose siempre como “el más grande”, “el genuino” o “el divino”, golpeándose el pecho con su famoso báculo para confirmar su ínclita presencia, constatando que era real, y no un embajador del cielo. Precisamente, este orgullo desmesurado de Dalí le llevó a protagonizar varios episodios de disputa reputacional, donde el artista de Figueras pretendía ensalzarse sobre los demás. Entre ellos, recupero dos:
-A comienzos de 1929, el icono por excelencia de la literatura española era Juan Ramón Jiménez. El niñodiós de Moguer había ascendido hasta los más alto del parnaso literario a lomos de un burro llamado Platero, y era tal la reverencia que generaba que hasta se podía decir que cagaba en verso; más que besar el suelo por donde pisaba, lo lamían e intentaban procrear con él; era un encanto para todos, vamos. Sin embargo, en París se estaba urdiendo una conjura contra su figura; dos jóvenes, uno de ellos nuestro Gran Onanista (en aquel entonces Pequeño Pajillero) y el otro un chaval enjuto de nombre Luis y de apellido Buñuel se habían declarado confesamente surrealistas y buscaban romper con cualquier lazo de la tradición, revolucionando el concepto de arte hasta llevarlo al absurdo como método creativo, algo que llevarían a cabo en su guión de Un chien andalou. Esta convicción les llevó a remitir una carta a Jiménez , representante máximo de la convención literaria, “para crear una especie de subversión moral”; la susodicha misiva decía lo siguiente: “Nuestro distinguido amigo: Nos creemos en el deber de decirle -sí, desinteresadamente- que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por cadavérica, por arbitraria. Especialmente: ¡Merde! Para su Platero y yo, para su fácil y malintencionado Platero y yo, el burro menos burro, el burro más odioso con que nos hemos tropezado. Y para usted, para su funesta actuación, también: ¡Mierda!”
-Es curioso que Dalí y Buñuel fuesen tan amiguísimos y tan simpatizantes recíprocamente, porque en 1938 protagonizaron un curioso altercado en suelo norteamericano. Buñuel había rodado ya Un chien andalou o Las Hurdes: Tierra sin pan, pero se había dado de bruces con los costes de sus creaciones, y se dirigió a Hollywood en busca de un estudio que se decidiese a financiar sus películas. Por aquel entonces, Dalí, que ya se había consolidado como uno de los creadores más prometedores de la década, se encontraba también en la ciudad, y al saber de la inminente llegada de su viejo camarada y colega, decidió echarle una mano: así, se acercó a todos los estudios que lo recibieron, y se dedicó a echar pestes del director aragonés, tildándolo de “sinvergüenza”, “rojo” y “maricón”. Con esta carta de recomendación sin igual, a Buñuel le negaron su ayuda todos los estudios de la ciudad. Lleno de ira homicida, compró un revólver y se dirigió al hotel donde se hospedaba el insigne traidor, al que encontró en el hall, degustando un daiquiri. Buñuel apuntó a la cara de Dalí y gritó: “¡Dime una sola razón para no volarte ahora mismo la tapa de los sesos!”. Dalí, dejando la copa en la mesa de forma cuidadosa, y sin apenas inmutarse, respondió: “Lo siento, Luis; yo he venido aquí a levantar mi estatua, no la tuya”. Ante tan altiva y conmovedora respuesta, el gruñón director dejó caer el revólver y se sumió en una imparable carcajada. Cuenta la leyenda que ambos acabaron la noche comiendo Chocolate Lanvin, pero nada parece confirmarlo.

“El canibalismo es una de las manifestaciones más evidentes de la ternura”. Para Dalí, Hannibal Lecter era un romántico.
Cela, o el origen de la telebasura
El talento literario de Camilo José Cela está fuera de toda duda: su prosa pendular, entre lo grotesco y lo descarnado, entre el humor negro y el crudo realismo social, nos ha legado grandes obras de la talla de La Colmena, Mrs. Caldwell habla con su hijo o La familia de Pascual Duarte. Sin embargo, y una vez más, no es la versión solemne y espléndida la que nos ocupa, sino la cuestión de la impostura del personaje, ese simpático personajillo que Cela sofocaba tras un hombre de conducta irascible y susceptible. Como una extraña polimerización de Tony Soprano (D.E.P. Mr. Gandolfini) y Gustave Flaubert, Cela era un panzudo bonachón con un humor intempestivo, que se tornaba en cólera ante la menor provocación. Cela no toleraba la ignorancia, la execraba de tal manera que verla, oírla, sentirla apenas, iniciaba en él una serie de reacciones internas que derivaba en la expulsión de un tibio jugo de bilis. He de confesar que el personaje público de Cela es uno de los que más pasión me despierta, curtiendo una imagen denostada y decadente a partir de sus tragicómicas anécdotas, que parecen chascarillos ideados por la compleja mente de Eugene Ionesco.
Es posible que ustedes, duchos lectores, sean conscientes de la existencia de telebasura en España (“Pues yo no veo Telecinco”, dirá el lector ante sus amigos; ¡no mientas, cosaco, seguro que lo ves en la intimidad!). Una serie de personajes a cada cual más atroz, más necio y más patético se dedican a chismorrear como cigarras epilépticas sobre temas vacíos y destemplados, luciendo unos tabiques nasales que ríase usted de la arena que se llevan las mareas. El caso es que antes (hablo de hace 30, 35 años, poco después de que Arias Navarro se sorbiese los mocos en directo) la tele española gozaba de algo más de prestigio. Es cierto, sólo había dos canales, pero…¡ tenían el programa A Fondo, con Joaquín Soler Serrano, santa Madonna! ¡Con entrevistas a Cortázar, Borges, Celaya, Sender…! En fin, todo esto llegó a su fin con la incorporación de la telefórmula en 1990 (bienvenidas sean las Mamachicho), que pluralizó la oferta televisiva en España, y propiciando la creación de la llamada telebasura… o eso nos quisieron hacer creer. En realidad, la telebasura en España la inició el insigne Nobel de Literatura de Iria Flavia en 1982, en el programa “Buenas Noches”, presentado por (¡sí!) Mercedes Milá (qué paradójico todo, Mercedes Milá en los albores de la telebasura…). La cuestión es que el escritor, en un arrebato de honestidad explícita, le aseguró a Mercedes que era capaz de ingerir un litro de agua por vía rectal, sorbiéndolo desde una palangana. El ano de Cela y otras cuestiones rectales sin duda le resultaron fascinantes a la señorita Milá, que indagó en el asunto (cielo santo), provocando que Cela recrease, con un espasmo sobrecogedor, el momento en que el agua entraba a formar parte de su sistema de manera poco habitual. El vídeo, en fin, no tiene desperdicio (sobre todo el rótulo de “A Don Camilo le gustaba la provocación y el tremendismo”; vivir para ver):
Pero no tuvo el ínclito Cela un único momento de esplendor en la pequeña pantalla. De nuevo con el líquido elemento de cómplice íntimo, el escritor gallego se sometió a una entrevista realizada por Pilar Trenas. La periodista se acercó a la finca de verano del novelista, y decidió (con unos ovarios del tamaño de globos sonda) entrevistarlo a la orilla de la piscina de su jardín. En un momento dado, Trenas inquirió a Don Camilo (como se le denomina constantemente) acerca de su capacidad seductora, y de su intuitiva reacción ante la presencia de una mujer exuberante. Cela, que consideró tal pregunta una afrenta, no se lo pensó dos veces y empujó a la periodista (con micro y todo) a las fauces de su piscina. Aunque luego parece que recupera la galantería al ayudarla a salir de la piscina, todo es una farsa: la vuelve a empujar, como diciendo “¡Para que aprendas que a mí no se me toma el pelo!”. Ay, este don Camilo, era un rey del humor, sin duda:
¿Qué? ¿Que dos anécdotas de Cela os han parecido pocas? Bueno, veamos que tenemos por aquí… ¡Ah, sí! Durante la Transición, ese extraño e indefinido período político de la historia de España, el otrora censor del régimen (estrategia y táctica que Cela aplicó para ver publicadas sus obras) fue designado senador por las Cortes Constituyentes para la revisión de la Constitución; Cela logró que se denominase “español o castellano” al idioma oficial del Estado, y también que al color “gualda” de la bandera se le llamase “amarillo” en su lugar. Estos “magníficos” logros contienen, sin embargo, una curiosa historia; durante una de las sesiones, Cela se quedó traspuesto, aturdido, amodorrado… sobado, vamos, ante los ojos de los demás asistentes de la sesión. El presidente, golpeando la mesa con el mazo, le gritó: “¡Señor Cela, despiértese!”. Cela, cual pez fuera del agua, se revolvió en su asiento, como intentando reconocer la estancia en la que se encontraba. De nuevo el presidente se dirigió a él: “Señor Cela, ¿estaba usted durmiendo?“. Cela, lejos de perder la calma, fijó sus ojos en los ojos del juez , y con un firme tesón contestó: “No, señoría, estaba dormido; ya que no es lo mismo estar durmiendo que estar dormido, del mismo modo que no es lo mismo estar jodiendo que estar jodido”. La risotada de sus compañeros ante tan hilarante respuesta hizo que la sesión se convirtiese en un improvisado club de la comedia, imposibilitando cualquier actividad de ese día.
Está bien, está bien, sólo una anécdota de Cela más… Durante el otoño de su existencia, superando ya los 50 años, Cela acudió a un congreso para emprendedores escritores en Buenos Aires, donde debía realizar una ponencia sobre los tópicos de la literatura española. A la conclusión de dicha ponencia, una joven, de unos veintitantos y de buen ver, se le acercó a Cela y, tras profesarle admiración por su obra, comenzó a comentarle el mal que habían llevado los españoles a Sudamérica, devastando campos fértiles, violando mujeres, expoliando antigüedades… El horror, en definitiva, el horror. Los españoles eran para ella la peor plaga de la historia de los países del Cono Sur, incluso peor que los norteamericanos, los portugueses o las tempestades. El caso es que, vaya usted a saber cómo, Cela había flirteado con la chica tan bien que, al cabo de unas horas, acabaron en la habitación del hotel del escritor fornicando conscientemente. Durante un momento del coito, Cela paró, miró a la chica y le increpó: “¡O gritas Viva España, o la saco!”. Una táctica que, sin duda, sugiero para amantes carpetovetónicos y para chauvinistas españoles: ya saben, ¡jugueteen con la demagogia sexual!
Y, hasta aquí, la primera entrega. ¡No se olviden de alimentar su caricatura!