Los primeros días en un hostal de México DF
En México D.F. hay un minúsculo y bonito hostal perdido en el enorme mapa de la ciudad. Lo manejan una mujer y su sobrino Juan [el nombre es falso], pero es a este último al que más conocemos sus huéspedes. Juan es un chico que ronda los veinticinco, es gordo y su color de piel lo delata como mestizo. Tiene los ojos un poco caídos. Trabaja ahí para pagar sus estudios. Es disciplinado, sonríe al hablar y es muy hospitalario, ahorrándonos siempre que puede el trabajo a sus huéspedes aunque no le pidamos ayuda. Incluso nos hace la cama, cuando esa no es su obligación, y tampoco le molesta fregar nuestra loza usada. Prepara unos desayunos muy sabrosos y continuamente pregunta a los clientes si quieren repetir.
Cinco meses atrás, Juan fue amenazado por uno de sus huéspedes con una pistola. En el hostal solo estaban él, el agresor y cuatro clientes más. Todos se encontraban en el patio de la entrada cuando el hombre sacó la pistola y le exigió a Luis que le hiciese una mamada delante de todos. Juan se negó, ante lo que el agresor lanzó un tiro al cielo para hacer ver que no bromeaba y acto seguido apuntó con su pistola a la frente del chico. Sintiendo el calor de la punta de la pistola en su entrecejo, Juan comprendió que no tenía otra opción. Mientras hacía aquello, el violador lo seguía apuntando con su arma. Cuando Juan se apartaba debido a las arcadas, el hombre le pegaba bofetadas mientras le gritaba que se dejase de mariconadas. Las cuatro personas fueron obligadas por el abusador a ver aquello, y nunca más volvieron después.
Juan me explicó todo esto la primera vez que hablamos. Mientras me lo contaba, tenía la mirada seria y sus ojos no llegaron nunca a humedecerse. Dijo que después de aquello, el tipo desapareció y desde entonces no suele hospedar a nadie que él no conociese de antes, por el miedo que siente desde entonces. Por lo que hablé con los otros inquilinos, todos ellos ya habían permanecido en ese hostal todas las veces anteriores que habían visitado México D.F. Sin embargo yo solo había necesitado reservar por internet para poder dormir ahí.
Durante las doce horas de vuelo de Madrid a México D.F. releí El dictador, los demonios y otras crónicas de Jon Lee Anderson, un libro que leí en la universidad hace unos años. Recoge crónicas escritas en la Cuba de Fidel, las favelas brasileñas, la Venezuela de Hugo Chávez o el Chile de Pinochet, lugares donde la amenaza de que ocurra algo desagradable es una situación cotidiana. El prólogo está escrito por Juan Villoro, un periodista que vive con su familia en esta ciudad. En el texto se lee cómo durante una charla entre ambos en Cartagena de Indias, al saber Anderson que Villoro vivía en el Distrito Federal, le preguntó “¿Te das cuenta de las cosas a las que estás exponiendo a tu familia?”. Anderson, que detesta estar en peligro gratuitamente, me preguntaría qué estoy haciendo con mi vida.
México es peligroso. Eso parece un axioma grabado a fuego en la cabeza de todos los españoles. Aún así, durante los primeros días no vi nada que me alarmase. Desde fuera, como siempre, parece que esa peligrosidad se vive más como el temor provocado por las historias que por lo realmente vivido, como las amenazas del coco cuando uno es un niño pequeño.
Los peligros parecen muchos. Pero sospecho que muchos de ellos se han exagerado hasta lo sórdido por gente que nunca ha estado ahí y que tiene miedo a todo lo que esté fuera de su casa. Esos prejuicios provocan que muchos turistas rehúyen de la capital y se dirigen a lugares más apetecibles como Cancún o a la Rivera Maya. Los mexicanos saben esto, o al menos lo intuyen. En el video promocional de México de este año, por ejemplo, que pretende actuar como reclamo publicitario para el turismo extranjero, apenas salen imágenes de la ciudad. Y cuando lo hacen es una versión descafeinada de calles vacías en las que aparece más veces un cielo turquesa editado por Adobe Premiere que la propia estructura de la urbe. Algo que salga lo menos posible de la zona de confort de la mayoría de las personas, para no alarmarlas.
A la semana y media de aterrizar, leí en los periódicos como un grupo de asaltantes entraron en un bungaló y violaron a seis mujeres españolas atándolas a sus camas mientras dormían. Esto ocurrió en Acapulco, uno de los grandes destinos turísticos del país y donde se presupone mayor protección. Viendo las fotos del bungaló, una choza paradisiaca rodeada de palmeras, uno no se esperaría que ocurriera nada parecido ahí.
Antes de ir al país, los mexicanos con los que hablé me aseguraron que la ciudad no era peligrosa, y que si era extranjero lo sería menos aún para mí. “Los problemas los tienen los que viven ya ahí” me dijo uno de ellos.
No sé hasta que punto los extranjeros con los que convivo en el hostal, que no saben nada de lo que le pasó a Juan ni el incidente de Acapulco, piensan del tema. Que estén aquí ya es significativo, aunque eso deje fuera de la hipótesis sus motivaciones.