Cómo ser Jim Jarmusch
De nuevo, este año en Cannes, el director norteamericano Jim Jarmusch ha vuelto a asomar su tupida y nívea cabellera; hacía ya cuatro años que el creador nacido en Akron (Ohio) no publicaba ninguna película, entregándose en este lapso al sabatismo falaz que sólo un hombre de su catadura moral puede permitirse. A pesar de sus intentos (vanos) de pasar desapercibido, la figura de Jarmusch ya resulta actualmente sinónimo del cine independiente más excelso, y tanto su personaje fuera de pantalla como sus creaciones en el celuloide se observan con minuciosa lupa de crítico, intento desenmarañar el misterio que albergan. Jarmusch es un paradigma de lo ignoto, un acertijo envuelto en un traje de latón; tras sus cristales oscuros, es difícil aventurar más que un extraño complejo de sepulcro: nada se puede intuir, salvo el silencio. Sin embargo, para comprender su obra es necesario repensar las veleidades que lo estructuran como ente libre; no en vano, Derrida asegura que la deconstrucción de un concepto anómalo (y, desde luego, Jarmusch lo es), estudiando concienzudamente las partes que lo conforman, es el único método para alcanzar la total comprensión de su magnitud. Con este propósito en mente, pretendemos desglosar, de alguna manera, la obra de Jarmusch y a su personaje, procurando entender de un modo más evidente los motivos artísticos que gestiona el rey de la quietud.
1. Prófugo de la lumbre del hogar. Jarmusch nació en 1953 en el seno de una familia multicultural: su madre era hija de un irlandés y una alemana, y su padre de un teutón y una checa. La familia de Jarmusch, pese a encontrar acomodo en la ciudad de Cuyahoga Falls, en el condado de Akron, siempre sintió como ajena la cultura norteamericana, preservando firmemente los valores presbiteranos de la sociedad de la que procedían y contribuyendo a europeizar la mente del joven Jim en una época tan propicia a la impresión como es la infancia. Fue su padre quien lo introdujo en el cine, aficionándolo a películas de serie-B como Attack of Crab Monsters o Creature from the Black Lagoon. Pese a que en el cine encontraba el divertimento necesario para sobrevivir cada día, el séptimo arte no le resultaba tan fascinante como la literatura; absorto por la lectura de autores como Jack Kerouac o William Burroughs, el futuro director alberga de manera muy temprana dudas metafísicas acerca de la confección de la realidad, de la percepción que de ella tenemos a partir de nuestros sentidos coaccionados y de la intrascendencia real de nuestra existencia. Sin embargo, estas cuestiones eran demasiado elevadas para una ciudad como Cuyahoga Falls, donde la celebridad local es un coche de lujo. Pese a todo, el ambiente gélido, taciturno y lento, como un viento invernal que cruza por los calendarios, así como el poder decadente de las clases medias, características de su etapa en Cuyahoga Falls, marcarán irremisiblemente su obra cinematográfica. “Crecer en Ohio”, dijo, “es planear cómo salir de él”.

El enrarecido encanto de Akron, 1965.
En 1971, tras acabar el instituto, Jarmusch se desplaza a New York, donde comienza estudios de periodismo, que abandona en su primer año para dedicarse a su verdadera pasión: la poesía. Con intención de convertirse en uno de los artistas líricos de la contracultura norteamericana, Jarmusch comienza a estudiar Literatura Inglesa, buscando adentrarse en los grandes versos del siglo XX, algo que logra paulatinamente gracias a la ayuda de dos profesores excecpionales, Kenneth Koch y David Shapiro. Su conocimiento de la métrica, la interiorización visual de la atmósfera y los recursos poéticos (en especial, la elipsis) resultarán rasgos recurrentes tras las cámaras. Pese a todo, Jarmusch no era un estudiante privilegiado; para pagarse los estudios, realizó una variedad de trabajos que median desde taxista, camarero, hasta celador en un psiquiátrico, experiencias que inevitablemente asimilaría como potenciales temas artísticos.
En su último año de carrera, y con la firme intención de emprender una trayectoria literaria al uso, Jarmusch se desplaza a París, buscando beber de otras culturas y empaparse de autores de la talla de Rimbaud o Baudelaire. Sin embargo, descubre una nueva afición que le hará desistir definitivamente de convertirse en poeta: el cine. Jarmusch comienza a frecuentar la Cinématèque Française, una de las salas de cine más célebres y más vanguardistas de la ciudad, donde alimenta su afán creativo con la obra de directores tan singulares como Yasujiro Ozu, Luc Bresson o Samuel Fuller. La libertad inventiva de estos autores es algo que admira a Jarmusch, que observa con asombro y estupefacción cómo estos creadores vulneran impunemente las leyes de la lógica impuesta para enfrentarse tanto a los tabús sociales como a los límites expresivos, y prendado del séptimo arte regresa a New York, donde se matricula en la Tisch School of Arts, buscando mejorar su conocimiento cinematográfico, entonces basante pobre. En los cuatros años de formación, comparte aula con creadores dispares como Spike Lee, Tom DiCillo o Sara Driver, con la que iniciará una relación amorosa. Si hay un profesor/figura que resulta determinante en la carrera de Jarmusch es el director Nicholas Ray, autor de filmes como Rebel without a Cause o Johnny Guitar; el talento de Jarmusch llama la atención de Ray, que lo contrata como único asistente en una producción de film noir junto con Wim Wenders, Lighting Over Water. Ray debatía con Jarmusch la irrelevancia de sus escenas, la pasividad de cuanto en ellas se narraba; sin embargo, admiraba la capacidad de independencia que éste mostraba, la tenacidad por reivindicar el estilo de sus creaciones y la escasa atención que presentaba a las presiones. Pese a que Ray aprobaba la capacidad autónoma de Jarmusch, la Tisch School of Arts se negó a darle el título de la carrera, alegando que su proyecto cinematográfico final no reunía la calidad necesaria para ello. Con el dinero de una beca y reagrupando partes de su proyecto final, Jarmusch dirigió en 1980 su primer largometraje, Permanent Vacation. Pese a que este filme resultó un fracaso estrepitoso, tal vez por la singularidad de su estilo, el verdadero boom en la carrera de Jarmusch fue Stranger than Paradise, de 1984, que se alzó con la Camera D’Or del Festival de Cannes y que sirvió como apología popular del cine independiente norteamericano. Lo demás, como dice el cliché, es historia.

Extraños en un paraíso alienado
2. Lo raro es ser normal. Los personajes de las películas de Jarmusch son como el pijoaparte de Marsé: nunca se encuentran en el lugar adecuado. Mejor aún; no existe un lugar adecuado, sino que todos los paisajes que conozcamos, todos los rincones que frecuentemos, son el mismo y no son ninguno. Moviéndose por una teleología existencialista, los protagonistas de sus filmes contemplan la realidad como una vacuidad forzosa donde sobrevivir; sumidos en una indiferencia plúmbea, se arrastran por calles y avenidas sin dirección aparante, sin objetivo definido, sin un plan de viaje: el único impulso que parece empujarlos es, precisamente, su desinterés indolente por todo. En un ejercicio de desganada anhedonia, Jarmusch no dirige a sus personajes, sino que permite que ellos mismos sean quienes carguen con el peso diegético de la película, que a menudo se resume en que nada pasa, salvo el propio tiempo; como un río lento, calmo, sereno, cuyo cauce arrastra los cuerpos vacíos de sentimientos de los protagonistas, las historias de Jarmusch nos ofrecen una perspectiva desangelada y decadente de la vida aparentemente trivial de unos perdedores fracasados (presos voluntarios, taxistas frustrados, tahúres empedernidos…), cuya máxima en la vida parece ser un mantra de ataraxia y relajación aséptica, con preocupaciones fisiológicas, sí, pero jamás intelectuales o morales. Epistemológicamente, sus personajes son el claro ejemplo de la dejadez y de la desidia, sin mayor tribulación que subsistir. Con ellos, Jarmusch nos evidencia y nos desafía simultáneamente, presentándonos no una caricatura, sino un reflejo de la vileza de la metrópolis, cuyo ritmo de vida imparable, forzando al ser humano hasta los límites de su capacidad ética, ha provocado una alienación consentida, consensuada y generalizada que ha acabado por arrastrarnos hasta el pozo de la más absoluta inercia. Para Jarmusch, el mundo es un espacio vacío, clausurado como un laberinto ciego del que nadie busca una salida tanto por desinterés como por comodidad, y del cual el único aprendizaje es el de madrugar sin ojeras. De este modo, despojados absolutamente de sus emociones más elementales, sus personajes sólo tienen una opción: vagar, como eremitas irracionales, procurando no chocarse con las paredes. Buscan y huyen sin más.
3. Yo no soy de aquí. Uno de los motivos del desarraigo vital de los personajes de Jarmusch es la frecuencia con la que el director enfrenta individuos de sociedades diferentes, provocando un choque cultural deliberado. Como en un secuestro cinematográfico, Jarmusch sitúa a varios de sus protagonistas (la húngara Eszter Balin en Stranger than Paradise, el italiano Roberto Benigni en Down by Law…) en circunstancias contrarias a lo que sus creencias o su dogma le han enseñado, obligándolos a transformar su condición o a resignarse a un noble puesto de inadaptados, en general la solución más frecuentada. Jarmusch es consciente de que muchos de nuestros miedos, nuestras inquietudes o nuestros desasosiegos surgen de la incomodidad que sentimos cuando no nos sentimos parte de un lugar, cuando no estamos familiarizados con el ambiente donde nos encontramos; el problema, además, se agrava cuando se nos fuerza a resistir en éste contra nuestra voluntad, como una prisión para poner a prueba tanto nuestra paciencia y nuestra tolerancia como nuestra identidad. Jarmusch aborda la imposición generalizada de la cultura occidental que, lejos de aunar una mayor cantidad de civilizaciones en un seno harmónica, achaca a la globalización la pérdida de sus tradiciones y la destrucción de sus costumbres. Es bien cierto que el conocimiento cultural es una poderosa arma de persuasión y convicción; sin embargo, desde la perspectiva de Jarmusch, la sociedad hace gala de una ostentosa ignorancia respecto de sus relaciones con otras culturas, avasallando y vejando su espíritu consuetudinario. Se reniega de los orígenes, de las raíces, a fuerza de preceptivas chauvinistas. “¡Por favor, no hables en húngaro, habla en inglés!“, le ruega Willie a su tía en Stranger than Paradise.

Roberto Benigni, incapaz de comunicarse claramente en inglés
4. El lenguaje tras las cámaras. Si algo ha caracterizado la obra cinematográfica de Jim Jarmusch es la singularidad de sus realizaciones. Plagadas de un lenguaje audiovisual único, el director de Ohio busca primordialmente una sobriedad austera, lejos de exuberantes efectos o aparatosas utilerías; las realidades que crea o reproduce son esferas elementales, básicas, que den lugar a la reflexión pero también al ocio. Sus películas suelen versar sobre lugares comunes donde tanto el drama como la comedia están ausentes de manera explícita, pero que permiten adivinarse en el patetismo exangüe de sus personajes. Jarmusch renuncia a la acción directa para aproximarnos a una meditación más oportuna, mostrándonos a sus personajes en aquellas situaciones que otros directores menosprecian o infravaloran, resolviéndolas en una somera elipsis; Jarmusch juguetea con escenas insignificantes, tanto en su trascendencia como en su duración, dando lugar a una sucesión de anécdotas tediosas pero de una profundidad psicológica inestimable (quizás ello explique su amistad con el realizador finés Aki Kaurismäki, también muy próximo a este tipo de frescos). Sin embargo, el universo de Jarmusch no es un cosmos anómalo, sino una realidad cercana, cotidiana; el creador de Ohio no crea personajes extraordinarios ni complejos, sino que se dedica a reproducir la vida sin supercherías ni preciosismos, ni siquiera dramas exaltados o sátiras histriónicas. Su preocupación pasa por ser fiel a la realidad porque, en sus propias palabras, “la vida ya es argumento suficiente”.
La transformación como creador de Jarmusch es una constante en su obra. Sus primeras creaciones respetaban un blanco y negro escrupuloso, poético, primoroso, que precisamente contribuía a reforzar la idea de descontextualización vital a la que el autor se refiere; arrebatando el color a la vida, retirando de ella las esencias y las fragancias, la reducimos a un espectro de deshechos, una amalgama inicua de luces y sombras, alimentando así la sensación del desprestigio de la actualidad, que se halla sobrevalorada. Sin embargo, a medida que lograba más éxito, maduró la inclusión de color en sus películas para aumentar con ella la carga ácida del individuo común, resaltando los rasgos azarosos de su apatía, y prestando especial atención a la definición de las estaciones, desde la ceguera alba de los inviernos hasta el orín ígneo de los veranos. Sin embargo, como sabio insensato, Jarmusch es consciente de que no puede renunciar absurdamente al blanco y negro, ya que la convención de gamas en este género es una muestra fundamental de su vida, como una sangre descolorida de sí mismo. Así ocurrió con Coffee and Cigarettes, donde la decoloración del entorno incentiva la hospitalidad pero también el desamparo y el desinterés general del escenario.
Jarmusch es un hombre que atesora los silencios. Sus películas se muestran parcas en diálogos, escasas en efectos auditivos excesivos. Al contrario: el creador de Akron prefiere que sus personajes se mantengan callados, dado que esto no sólo les confiere un rasgo mayor de credibilidad (al fin y al cabo, es como si el espectador ejerciese de voyeur y se recrease con la intimidad doméstica de los protagonistas), sino que también fortalece la idea de que no existe mayor capacidad expresiva que la ausencia de sonido. Enfatiza la inquietud, alenta la urgencia; con una cuidadosa y precavida estética sonora, Jarmusch llena la pantalla de silencio, como la luz entra por las ventanas. Las bandas sonoras de Jarmusch (reconocido melómano) son, igualmente, parte de su comprensión del orbe; no se exhiben como transiciones irónicas, o como elementos ornamentales, sino que contribuyen a vertebrar el raccord, asomando sus instrumentos sólo cuando la desesperanza es tan elevada que únicamente la música puede rescatarnos del más absoluto y aciago desdén. Es curioso que, pese a mostrarse tan austero tanto con los diálogos como con las bandas sonoras, Jarmusch se haya preocupado de incluir a numerosos músicos en el reparto de sus películas: John Lurie, Richard Edson, Tom Waits, Iggy Pop, Joe Strummer, Screamin’ Jay Hawkins… han hecho alguna aparición en los papeles protagonistas, ayudando con ello a alimentar la obsesión que Jarmusch demuestra hacia el valor del sonido en el cine; infravalorarlo, banalizarlo o ejecutarlo de forma cínica no es sino una violación de la estética idónea del director.

Iggy Pop y Tom Waits, nicotina y cafeína mediante
5. Yo soy yo, y mis circunstancias. Jarmusch es la quintaesencia del creador independiente en Estados Unidos, y le gusta jactarse de ello; lejos de disciplinarse para servir a productores con un conocimiento cinematográfico nimio, Jarmusch goza deslizándose por los márgenes de la cultura de masas y gestionando la producción de sus filmes, dotándolos de una exclusividad administrativa ejemplar. El riesgo es, evidentemente, la oferta que pueda generar Jarmusch como creador de películas de difícil calado; no en vano, atravesar por la atmósfera cargada de humo, declive y mutismo que define sus películas no resulta del agrado popular, sino que exige un gusto más exquisito, o un valor más entregado. Jarmusch es un director único en su especie, y le gusta reivindicar la necesidad de un cine desafiante, irreverente e iconoclasta que plante cara a las grandes producciones de los estudios omnímodos que copan todas las carteleras. En la eterna disputa de apocalípticos contra integrados, Jarmusch aboga por permitir un nivel mayor de libertad creativa y prescindiendo de la capciosa necesidad de recaudación; él es consciente de que no hace falta un elevado presupuesto para elaborar una película de calidad, sino una habilidad y un talento suficiente que ponga todos los elementos en perfecta cohesión. Nos gusta pensar que un director se mantiene fiel a sus principios y no vende su estilo tan fácilmente; Hollywood tiene mucho que aprender todavía de creadores como Jarmusch, pero la sombra de su famoso letrero aún es larga y aterradora…

Johnny Depp como el poeta William Blake en el western “Dead Man”