Yo lo haría mejor

En este país el talento se mide por la cantidad de “yo lo haría mejor” que genera. Atrás, engullidos por una fuerte tormenta de envidia, han quedado los tiempos en el que el talento generaba –además de más talento– aplauso y admiración. Qué le vamos a hacer, ya no es moda. Desde hace unos cuantos años, sobre todo con la expansión de la red, el fenómeno de los detractores ha cobrado fuerza. Puede ser que el anonimato facilitado por Internet ayudase a expandir este fenómeno, pero tampoco es cosa de preocuparse por los que se esconden, porque para el primero que es anónimo el anónimo es para sí mismo.

Lo preocupante son los detractores consumados a cara descubierta. Ser detractor por deporte es tan goloso como estúpido, pero todos sabemos lo complicado que es decir no a un buen bombón. Nos gusta generar un montón de mierda alrededor de una buena idea: “tampoco es tan original”, “pues a mí no me gusta”, “no es para tanto”, etc. No es que esté mal quejarse, que es algo que bien hecho es hasta constructivo, lo que pasa es que últimamente existe una cierta pasión en que el que hace algo se entere de que a determinada persona le parece una mierda. Una mierda, en plan constructivo. Ya sea en forma de post, tuit, email o mensaje de cualquier tipo, hay que dejar claro que determinada idea/iniciativa/exposición/argumentación es una basura. Y pobrecito del que se queje, porque eso es que no sabe aceptar las críticas, algo bastante peor que robar niños para venderlos a Kim Jong-un. Como en las historias de zombis en las que los protagonistas siempre están buscando una rumoreada zona segura, a veces me sorprendo buscando lugares en la red en los que reine la cordialidad. Me dura poco el sueño, y pronto vuelvo a la realidad de foros llenos de exabruptos y juicios basados en “yo soy mejor porque soy mejor”.

No se entienda este texto como una irónica diatriba contra el derecho a opinar libremente, sino como un lamento por los que no saben manejar el derecho a opinar libremente. Una raza a la que le divierte terriblemente despotricar contra el trabajo de los demás, para lo que gastan horas y horas en trazar pérfidas invectivas que presuponen irónicas. Es poner a prueba de forma constante el principio de coherencia de que si algo no te gusta, no le prestas atención. Es la atención para la destrucción, sin ningún otro fin. La misma retroactividad que atesora el perro que ansía comerse su propio vómito, tan orgullosamente autárquica como patéticamente destructiva.

Y sí, seguro que muchos escribirían mejor esta columna. Hasta yo lo haría mejor.