Cuando heredé la Tierra
Cuando heredé la Tierra llovía a cántaros y Serge Gainsbourg llevaba muerto más de seis meses. En la biblioteca había sitio para el adiós y otros volúmenes de Virgilio; mi vecino hojeaba un libro de Perec y aprendía a malvivir un día más con el cieno hasta las rodillas. A mí ya no me queda tiempo que malvivir; he heredado la Tierra, y me corresponde gobernarla.
Abril es el mes más cruel: lo dice Eliot y lo confirman los cadáveres de las palomas que no sobrevivieron al invierno. Se oían las gotas golpear como enormes piedras contra los cristales diáfanos: sus estelas arañaban el paisaje de agua. Me limité a encogerme de hombros y a forzar una mueca de sonrisa. Mamá y papá han muerto. O tal vez no, no lo sé. El cristal de la ventana me devuelve un rostro borroso, sin aclarar; ignoro quién construyó una habitación con vistas al futuro.
Heredé la Tierra cuando ya nadie quería cultivarla. ¿Cómo alimentar tanto olmo arrodillado, tanta laguna boquiabierta, tanta jungla inalcanzable? La huida es el abono para las almas cobardes; aquí sólo quedan unos pocos ingenuos que tocan la madera de sus mesas, que espantan con los brazos las gaviotas, que sangran por sus coronas de rosas, y que sólo descansan en sus silencios, en sus sepelios. Me traen el testamento para que lo firme. Como si les importara. Como si me importara. Heredé la Tierra por encima de mis posibilidades.
Me miran con desdén. Sus ojos (sus verdades) me descubren enfrentado a mi credo; perdido entre dudas, me hacen ver que me forman, cuando en realidad me deforman. No sé nada de gestión de vidas; mi conocimiento se limita a un puñado de llantos forzados, sin mayor ambición que vaciar el cuerpo de agonía. Heredé la Tierra abriéndome paso a través de varios valles de lágrimas.
Mi patrimonio hasta entonces no era más que un par de poemas de Robert Frost, un espíritu andrajoso y un manojo de crisantemos sobre la mesita de noche. No conozco más refugio ni más templo que esta cama. La noche mancha y lame las callejuelas; arriba, las estrellas más fulgentes, que fría, injustamente, nos guían: el poder, la gloria. Es una noche yerma, y me fuerzan a viajar a su final con Céline olvidado en el equipaje.
¿Qué pretenden que haga con mi herencia? No queda tiempo: pronto llegará el amanecer para hacer graffitis con mis anhelos o con mis desesperaciones. Heredé la Tierra con los ojos cerrados, para que el brillo de su ausencia no me cegase. Debo elegir entre ser y nada, entre el desván y el sótano; al fin y al cabo, nada importa: ambos entretejen sus propias tinieblas. No se me permite la evasión que sólo da una soga en torno al cuello; heredé la Tierra inconsciente de su número infinito de grilletes.
Aún siguen ahí, como ángeles negros esperando que el miedo me consuma; esperan que me avengan los meses, los años, las guerras; esperan pacientemente el fracaso de mi camino, o incentivan mi caída prontamente. Soy para ellos una coartada que legitime muertes, un residuo de arcilla, carne y cenizas. Heredé la Tierra y envejecí milenios entre sus raíces.
La lluvia arrastra ríos y ríos de mierda desde la cima de la montaña hasta los pies del valle, donde se acumulan de manera inevitable. Alguien aguarda que crezcan los tímidos pétalos de margarita; la espera es larga cuando nada se hace, ni nada se puede hacer… Heredé la Tierra y me endeudé de eternidades.
Acepto lo que me espera; en el misterio del horizonte, siempre hay lugar para naufragar en la luna. Los ángeles negros se han situado sobre mi cabeza; nada van a hacer, salvo lastrarme con sus pesadas alas. La lluvia arrecia más fuerte que nunca en el corazón de la noche. El entierro será mañana. Nadie irá, salvo las horas. Afuera continúan las manifestaciones contra la asfixia; heredé una tierra baldía que busca, esperanzada, una auténtica primavera.