Baile de porras
Estuvieron el otro día las fuerzas del orden de rebajas en mi calle. Creo que en los cuatro años que llevo en Santiago nunca había visto una algarabía de tal calibre. Volaban las pelotas y las salvas estallaban tras gatillazos de los buenos, de los de júbilo. Yo, que bajé tras la pista de un desahucio que se quedó en rumor de Twitter, me encontré de frente con una estampa poco habitual en estos tiempos: a un lado de la calle unos treinta manifestantes, al otro, alrededor de diez policías bien alineados, con las manos inusualmente lejos de las porras. Parecían chicos y chicas en los primeros minutos de un baile de esos de las películas americanas, pegados a las paredes del gimnasio engalanado para la ocasión con guirnaldas y una fuente de ponche.
Ante una performance de tal calibre, me acerqué asustado a un integrante de las fuerzas de seguridad. Le pregunté qué sucedía, me mandó a tomar por culo y ya me quedé más tranquilo. Un atisbo de lo habitual, aunque el resto no tardó en llegar. Empezó el baile, y pronto la calle fue solo azul oscuro. Fue solo de ellos, que estaban allí para defenderse a sí mismos y nadie más. Corrían los manifestantes, a los que ni les había dado tiempo a dar una excusa para correr, corrían algunos niños que acababan de salir del colegio de al lado, y caminaban rápido unos cuantos ancianos que habían salido al sol del mediodía. Pronto, la calle estuvo desierta y ruidosa, en una paradoja autoritaria que, bien pensada, estremece.
Ya no hay paciencia, y menos donde nadie mira. Ya no tiene que existir una chispa, y si existe se aviva hasta que la lumbre calienta espaldas o donde caiga la porra o la pelota. No importa lo ancha o estrecha que sea la calle, ni la presencia de niños o ancianos. El colateral del daño carga con la culpa. Más tarde me enteré de que se trataba del registro de la vivienda de un hombre que presuntamente financiaba al grupo terrorista Resistencia Galega. Algunos de sus amigos se habían concentrado ante su portal en protesta por su detención. Uno de ellos se enzarzó con un policía y toda la calle fue culpable, hasta los que miraban a través de las ventanas, a los que los agentes gritaban que se alejasen de éstas. El saldo: un detenido y una calle desalojada. La justa medida de los injustos.
Cuando todo esto de la crisis pase y nos pongamos en plan nostálgicos, deberían encerrar a unos cuantos de esos policías nacionales en un zoo. Allí, en un escenario con su asfalto, sus aceras y sus vallas, se les soltaría de vez en cuando un muñeco con una pancarta en blanco, para que se desfogasen a gusto. Sería el vestigio vivo de una época terrible, en la que algunos creyeron que servir era amedrentar.