En busca del artista olvidado

“En las vidas americanas no hay segundos actos”, F. Scott Fiztgerald

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Nuestro viaje comienza en Detroit (Michigan), a finales de la década de los 60. Se acercaba la medianoche y una niebla densa y oscura cubría por completo la zona del puerto, una de las más decadentes y marginales de la ciudad. La triste sinfonía del lugar estaba compuesta por el rugido de los cargueros, descendiendo el río con solemnidad, y el sonoro eco de la lluvia sobre las calles desiertas. El irregular torrente de agua pujaba por arrastrar toda la suciedad despedida por las chimeneas industriales, y prometía no dar tregua hasta bien entrada la madrugada. La vida parecía adquirir un ritmo propio en Detroit, una urbe olvidada y bucólica, anclada en otra época y sumida en un letargo muy distinto al Sueño Americano. Los años pasaban, y nada ni nadie parecían dispuestos a cambiar; hasta esa noche. Mike Theodore y su socio Dennis Coffrey, cazatalentos y productores de la discográfica Sussex Records, decidieron acudir a un olvidado local de la zona portuaria (The Sewer), siguiendo un intrigante y jugoso rumor. Según habían escuchado, un joven cantautor, de extraordinario talento y carácter reservado, se presentaba allí de vez en cuando para hacer las delicias de su escaso público. Se trataba de un personaje misterioso, del que apenas conocían más datos que su nombre: Rodriguez. Las pistas eran escasas, insuficientes para presagiar lo que allí se iban a encontrar y la historia que estaba a punto de comenzar.

Al cruzar la puerta, Theodore y Coffrey son literalmente golpeados por una espesa capa de humo, una neblina asfixiante que envuelve toda la estancia. Dejan tras ellos el intermitente rumor de la lluvia, y el estruendo de los pesados barcos, para encontrarse de bruces con el particular rasgueo de una guitarra. Oculta en una esquina, en medio de la artificial bruma y de espaldas al público, se alza una silueta oscura y enigmática. Una figura de pelo negro, manos ágiles y complexión delgada, de la que surgen unos acordes melódicos acompañados por una voz cálida y peculiar. Sus letras hablan de odio y desobediencia; son críticas y airadas, pero tan inteligentes como abrumadoramente reales. Escribe como Dios, y se expresa como un auténtico mesías. Theodore y Coffrey lo observan, totalmente perplejos, y en sus ojos se refleja la misma convicción: lo han encontrado.

Este es el singular punto de partida de “Searching for Sugar Man”, ganadora del Oscar a “Mejor largometraje documental” en el año 2013. La cinta, dirigida por el sueco Malik Bendjelloul, nos sumerge en la apasionante búsqueda de un artista excepcional: el cantautor norteamericano Sixto Rodríguez. Desde las desoladas calles de Detroit, hasta las exóticas costas sudafricanas, seguimos  la conmovedora vida este músico maldito, un artista injustamente olvidado. Una estrella fugaz cuyo luminoso resplandor, llamado a deslumbrar el panorama musical del momento, se apagó mucho antes de refulgir. Un protagonista memorable que, sin lugar a dudas, merecía un documental a la altura de su historia. (Por esa misma razón, este artículo no podía limitarse a una breve reseña de la película).

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Rodriguez fue el sexto hijo de una familia de inmigrantes mexicanos que, en los felices años 20, se trasladó a Estados Unidos persiguiendo una quimera de prosperidad y bienestar. El pequeño Sixto, de carácter apocado y reflexivo, creció deambulando por los barrios más infames de Detroit, madurando a base de golpes y aspiraciones frustradas, pero sin darse jamás por vencido. A los veintisiete años, con una guitarra bajo el brazo y cubriendo su rostro con unas impenetrables gafas oscuras, dio rienda suelta a su única pasión: la música. Comenzó en el mundillo grabando una de sus primeras composiciones, “I´ll Slip Away”,  para una humilde discográfica llamada Impact. Poco después se lanzó a tocar en bares, clubs de mala reputación y peor aspecto, donde su naturaleza sumamente tímida le obligaba a hacerlo de espaldas al público. Se convirtió en una sombra, un vagabundo errante y misterioso que, de vez en cuando, se dejaba caer por algún sombrío local para cantar con la claridad de un profeta. Y fue precisamente en una de estas homilías, salmos profanos al ritmo de una vieja guitarra, cuando Mike Theodore y Dennis Coffrey sucumbieron a su talento. Una vez terminada la función, completamente fascinados por su talento insurrecto y su espíritu folkie, sólo pudieron hacer una cosa: grabar un disco.

“Cold Fact” fue el nombre elegido para este colosal álbum, concebido para agitar los cimientos de la industria y convertir a su autor en el icono musical de la década. Decididos a desbancar al mismísimo Bob Dylan, la productora confió ciegamente en las aptitudes de Rodríguez y en el buen criterio de la sociedad estadounidense. Estaban ante una pieza sin fisuras, una apuesta segura hacia el éxito, tanto comercial como de crítica. Era un disco redondo, compuesto por doce temas magistrales entre los que destacan “I wonder” y “Sugar Man” (insólita canción que presta su nombre al documental). Pero las esperanzas puestas en esta obra fueron tan comprensibles como desgraciadamente aciagas: el álbum fue un fracaso. Pasó totalmente desapercibido desde el momento de su lanzamiento, y las ilusiones depositadas en él se transformaron rápidamente en profunda decepción, en otro sueño frustrado.

Apenas unos meses más tarde, cuando toda esperanza parecía a punto de desvanecerse, llegó el segundo asalto. A pesar del profundo descalabro de “Cold Fact”, el reputado productor Steve Rowland, fan incondicional de Rodriguez, se propuso brindarle al músico el triunfo que otros le habían negado. Viajaron juntos hasta Londres para a grabar y promocionar un segundo vinilo, destinado a convertirse en su salto definitivo a la fama. El resultado fue “Coming from reality”, una obra maestra de melodías profundas y letras descarnadas. Rodríguez había logrado lo impensable: superar todas las expectativas y crear un disco igual de consistente y memorable. Productor y artista estaban más que satisfechos, dispuestos a recibir la aclamación popular y el beneplácito de la industria. Pero una vez más, de forma igualmente inexplicable, el reconocimiento pasó de largo. A pesar de la agresiva promoción y los conciertos programados, el álbum resultó invisible a ojos del mundo. Su repercusión mediática fue inexistente y su éxito comercial, ínfimo. Ante este segundo fracaso, la discográfica canceló el contrato de Rodriguez, despidiéndolo dos semanas antes de Navidad (una desgracia augurada en su canción “Cause”). Y así fue como después de todo el esfuerzo, de todas las ilusiones y sueños frustrados, el malogrado cantautor de Detroit volvió a hundirse en las sombras. Todo indicaba que se había escrito el punto final de esta inexistente carrera.

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 “Yo estaba preparado para el mundo, pero el mundo no estaba preparado para mí”

Lo que nadie podía imaginar era que, más allá del océano, el músico de Michigan se estaba convirtiendo en una auténtica leyenda, historia viva de un país convulso. De forma totalmente inexplicable, una copia de “Cold Fact” había viajado miles de kilómetros hasta la hermética Ciudad del Cabo. De la noche a la mañana, este extravagante hippie de gafas oscuras y sombrero festivo (así lucía en la portada) se convirtió en un inesperado éxito de ventas. Sumidos en la cumbre del apartheid, los sudafricanos recibieron con devoción la venida de este personaje excéntrico y enigmático, que les invitaba a rebelarse contra todo lo establecido. No sabían nada acerca de él, pero sus letras transgresoras y revolucionarias pasaron a formar parte del ideario colectivo. Se convirtió en el referente de una generación, en icono de la revuelta popular. Sus letras, en especial “I wonder”, se alzaron como himnos revolucionarios en la lucha antisistema, expandiendo las mentes de una sociedad oprimida y anestesiada. Los discos de Rodriguez fueron censurados por el Gobierno que, a pesar de su tiránica prohibición, no evitó que estas canciones se convirtiesen en la banda sonora de miles de vidas. Como una macabra broma del destino, el que había sido ignorado por los suyos acabó cambiando la historia de todo un país al otro lado del mundo. Todo sudafricano tenía en su casa una copia de “Cold Fact”; para ellos se había convertido en un símbolo de libertad, en una de las estrellas más grandes de todos los tiempos. Pero la suerte es cruel, y la vida de este músico estaba marcada por el desastre: a pesar del triunfo sin precedentes, y de la ingente cantidad de discos vendidos, Rodriguez no llegó a enterarse. El hermetismo impuesto desde el Estado, sumado a las fallidas labores de distribución y márketing de las empresas discográficas, consiguieron dejarlo al margen de su propio éxito. No recibió ni un solo centavo, ni un simple aviso de la gloria alcanzada. Nunca llegó a saber lo famoso que era en Sudáfrica y, por supuesto, jamás puso un pie el país. Una situación que, dada su crucial importancia, no podía mantenerse indefinidamente. Era sólo cuestión de tiempo que alguien intentase desentrañar todas las incógnitas que rodeaban la figura de Rodriguez.

¿Qué había sido de él? ¿Dónde se escondía “Sugar Man”? Esa fue la pregunta clave, la chispa que, a principios de los años 90, prendería la curiosidad de dos inquietos seguidores. Stephen Segerman, respetado melómano y dueño de una tienda de discos, decide unirse al periodista Craig Bartholomew-Strydom en una emocionante búsqueda a través de la vida y obra de Sixto Rodríguez. En el transcurso de su investigación, asisten horrorizados a la más trágica de las noticias. Con su fracaso vital como pretexto, numerosos rumores le atribuían una macabra galería de suicidios: desde prenderse fuego “a lo bonzo” encima de un escenario hasta empuñar una pistola contra su cabeza. La lista de atrocidades era interminable. La triste revelación podría haber significado el final de este viaje, pero la verdadera aventura acababa de comenzar. Sin darse apenas cuenta, Craig y Segerman estaban escribiendo un nuevo capítulo de este sorprendente relato. Difícilmente podían intuir lo que el destino les tenía preparado: una sorpresa incomparable que culminaría con la realización de un magnífico largometraje.

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Del mismo modo en que Rodríguez trasciende el concepto de artista, “Searching for Sugar Man” va más allá del propio género documental. La cinta nos presenta una bellísima historia de resurrección, el sentido homenaje que Bendjelloul, artífice de todo el proyecto, ofrece a una figura irrepetible. Una revancha al tiempo, a la fama pospuesta, y a la fugacidad del Sueño Americano. La cinta omite ciertos pasajes clave en la vida del intérprete (como la reputación cosechada en Australia durante los años 70) y deja numerosos cabos sueltos, pero son un peaje necesario para sostener la intriga del film.

El documental fue presentado en Sundance, donde se alzó con el Premio de la Audiencia, iniciando un imparable ascenso repleto de galardones y críticas positivas. El realizador sueco nos ofrece una película completa, técnicamente sublime y de gran calidad narrativa, a pesar de las carencias mencionadas. El admirable trabajo de guion consigue implicarnos en una búsqueda apasionante, al más puro estilo policíaco. Una investigación, plagada de incógnitas y sorprendentes giros argumentales, que acaba por hacernos dudar de la veracidad del relato. En cuanto al aspecto técnico, la fotografía adquiere una plasticidad inusual, intercalando cuidadas entrevistas con majestuosos travellings y fragmentos de animación. Y por su parte, la perfecta banda sonora, formada íntegramente por canciones de Rodriguez, se alza como el culmen artístico de esta original obra. Un valioso tesoro que merece la pena descubrir.

“Sugar Man, won’t you hurry / ‘Cos I’m tired of these scenes / For a blue coin won’t you bring back / All those colours to my dreams”