París era un recuerdo
Cuando aquí reservaban los alcaldes una barrera para que sus concubinas se enamorasen de Juan Belmonte, y por enchufismo y a dedo (qué novedad…) se aupaba a Primo para lidiar con Abd el-Krim, anidaba en París una generación de artistas que, con una mano en el gin-tonic y otra en un Lucky Strike moribundo, escribían mejor que Michel Houllebecq, ante el óxido de su Remington Rand, en posesión del nombre exacto de las cosas. Gertrude Stein llamó a estos coetáneos intensivos “La Generación Perdida”, una abecedario de las artes y las letras que hicieron del libertinaje y de la hoja en blanco su liturgia nocturna.
El artista medio tenía treinta y pocos, norteamericano prófugo, veterano de guerra sin honores, o al menos testigo del horror, ínfulas de intelectual modesto, lector y devoto de Walt Whitman, dipsómano, sin militancia política pero a la izquierda ideológica, crítico de pintura, de cine, del mundo, radiógrafo de la actualidad, piso taller mal iluminado en Montparnasse, modales cuidados y ojeras marcadas. En sus memorias se recogen cadáveres hacinados, amor por la libertad del hombre y por la mujer más huidiza, tragedias bélicas. Sufrieron demasiado, y entonces se rindieron. Emplearon su pensión de veteranos en engordar su biblioteca. Desde los 15 se mostraron inconformistas y con ambiciones literarias; pueriles artículos en publicaciones insignificantes dieron cuenta a sus progenitores de que nunca serían galenos. El espíritu del arte estaba en ellos; Dante y Tolstoi hicieron el resto. The States eran demasiado represivos por su trato intolerante con sus autores, por su economía depresiva y deprimente; y cogiendo el primer transatlántico sin más valija que un puñado de garabatos como un cuaderno Rubio para taquicárdicos amanecieron con el hedor a restos de matelote en el Vieux-Port de Marsella.
Creían que en esta orilla del Atlántico no había ideas imperiales, ni espacios para la adicción del consumo, ni símbolos ni ídolos ni gloria pasada…Mientras algunos compatriotas indolentes se deslizaban por Pialle para estrenarse en sus prostíbulos mugrientos, los artistas intercambiaban besos en el Pont D’Iéna con jóvenes pálidas y efusivas que llevaban varios libros de Baudelaire bajo el sobaco. Se esforzaban por aprender a chapurrear francés y dedicaban sus primeros días a contactar con cómplices del arte y a diseñar rutas entre bares mientras ultimaban vasijas mínimas de vino peleón; la flamante presencia de los primeros Citröen y de los Peugeot 200 obliga a familiarizarse con el ronquido a petróleo de sus entrañas. Sus ventanas sin persianas les impedían ocultar sus pasiones primarias con aspirantes a escritoras; por la noche, arremolinados en el café en torno a una mesa, acordaban a gritos motivos estéticos para una naturaleza muerta, mientras los trompetistas negros se dejaban los pulmones con los primeros primores del nuevo estilo reinante: el jazz.
La vida contemplativa era para los sacerdotes o para los lisiados; los artistas cultivaban la poesía, paseaban y debatían, esculpían, pintaban, procuraban seducir a incautas, rechazaban el oficio del uniforme y no aceptaban más hábito que el del tabaco, contraían glaucoma entre libros, y criaban a futuros cirrosos y tuberculosos; todo ello sin mayor beneficio que la madrugada, sin más recompensa que la aprobación de sus coetáneos y el corazón de las hogueras. Se creían con derecho a ningunear a sus antiguos héroes, con la impetuosidad pueril que da la juventud: ellos eran la vanguardia del arte, el anís nebuloso de un sol y sombra.
Hemingway parecía un rehén de una ebanistería; bravucón e intrépido a partes iguales, lucía el perfecto perfil de preso reformado, de pandillero nostálgico: extrañaba la agitación que no despiertan sino las guerras, pese a su antibelicismo declarado. Su carácter intempestivo y vehemente casaba bien con ese cuerpo ancho, musculoso, que luchaba por ocultar una sobresaliente barriga fruto de la dejadez física. Cultivaba el músculo, hacía de sparring para boxeadores, cazaba palomas en los Jardines de Luxemburgo y su sueldo de reportero mediocre no ayudaba a comenzar una carrera en el mundo de la literatura. En sus delirios viriles, pretendía a las mujeres que Picasso desdeñaba; algunas tardes visitaba Notre Dame para humillarse ante su mística.

Francis y Zelda
Francis Scott y Zelda Fitzgerald eran el prólogo de Astaire y Rogers; su gracilidad bailando el charlestón anonadaba a los asistentes, desde el estupefacto Cocteau hasta el isolado Man Ray, incapaz sino de ser dadá entre las minúsculas copas con mirabelle y el humor macabro de Ezra Pound, que se mesaba la barba nazarena de náufrago al tiempo que evocaba su propio y venidero éxito. Francis Scott era incapaz de hablar si no era con su esposa presente; una pasión de tierna infancia que lo condicionaba, lo capturaba y lo doblegaba. Zelda era un espíritu libre, uno de esos entes dorados que atraviesan por la Rue Lepic con la impunidad que sólo se concede a las diosas. Sus fiestas eran un conciliábulo para genios, un botellón para poetas; Cole Porter azuzaba el paso de los asistentes, donde los hombres se ataviaban con levitas ocres y bombines magrittescos y las mujeres recordaban a esposas de violinistas fracasados. Y todos se ahogaban con cumplidos para el último cuadro de Matisse.
Pero nadie sabía más que Gertrude Stein: ella era la censura y el termómetro, el sacramento y la gramática. Había leído más que ninguno, había escrito un mayor número de gruesos volúmenes sobre arte, se había quedado afónica en más conferencias improvisadas que nadie, y se había adjudicado el rol de madre ideológica de aquella camada de héroes desorientados, cuyas responsabilidades pasaban por la asesoría redaccional y la definición del mensaje. Stein era la amenazante esfinge para tanto Edipo; profundamente liberal, profundamente lesbiana, la casa que ella y su amante/títere Alice B. Toklas compartían resguardó y salvaguardó a toda la Generación Perdida.
En los quioscos anuncian el ascenso al poder de Mussolini, y las novelas de éxito tienen el color del ala de la urraca. Mientras la matinée se toma con calma el duro ejercicio de agonizar, aún quedan fiestas en los cafés y páginas de literatura rabiosa sobre la mesa camilla. Y tras mil miserables húmedos tratados, tras tristes intentos de perpetuar la década, ya no queda tiempo para el cambio, ni espacio para apóstoles del aire. Resisten benjamines del fauvismo a la sombra de Montmartre, y adeptos de Erksine Caldwell buscan la última parcela de Dios junto al límpido Sena.
Dos Passos lo dejó claro cuando nos juzgó con su rotundidad cotidiana: “El escritor excelso es el arquitecto de la realidad; el mediocre, una sátira del arte”. Aquel París se cae hoy a pedazos, y ya no queda más de él que el recuerdo que imprimen ciertas novelas de escasa tirada. Y tras una genealogía obscena, entre Père-Lachaise y el Arco del Triunfo, observamos el deterioro moral que sólo el presente puede crear. París es, en su recuerdo más holgado, la fiesta de las artes conjugadas.