La historia agitada, no mezclada, de los Bond

Durante la última gala de los premios Óscar, y a modo de homenaje y efeméride, la Academia decidió reunir a todos los intérpretes que encarnaron al británico agente secreto James Bond, 50 años después de la aparición de la primera película de la franquicia, Dr. No; sin embargo, uno de los actores (que se ha mantenido en el anonimato) rechazó la invitación, y finalmente la consabida demostración de veneración y agradecimiento quedó en un vilo que se llenó con la interpretación de uno de los temas más emblemáticos de la historia Bond, Goldfinger. Este homenaje fallido revela que Hollywood sabe a quien atenerse: la figura del agente secreto más representativo de todos los tiempos ha alimentado la psique común del espectador, ayudando a crear no ya un personaje, sino toda una marca de identidad que engloba los entresijos más confidenciales del mundo del espionaje; desde cachivaches de puntera tecnología, pasando por voluptuosas mujeres hasta malvados caricaturescos, el universo Bond es hoy una piedra de toque para la cultura occidental, conformando una saga que se ha visto obligada a renovarse una y otra vez para adaptarse al transcurso de los tiempos. Todo ello nació de la mente de un escritor británico con un fuerte apego por el Martini, los cigarros y el antisovietismo: Ian Fleming.

El (verdadero) origen de Bond

Fleming (1908-1964) fue siempre un patriota recalcitrante, casi a la altura de Winston Churchill; tras su aspecto desgarbado y cenizo, se escondía un corazón chovinista que latía sólo por la tierra de la Reina. Este platónico amor patrio le impulsó a aceptar en 1939 la oferta de John Goddfrey para ser su ayudante en el British Department of Naval Intelligence de la Royal Navy, que tenía como empresa la victoria en una minucia bélica llamada II Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, Fleming fue ascendiendo posiciones en la jerarquía de la Naval Intelligence, llegando a consolidarse como comandante e incluso a concebir un plan (finalmente non-nato) que buscaba destruir las telecomunicaciones germanas. Finalmente, tras la rendición de las tropas del Eje (Hiroshima y Nagasaki incluido), Fleming regresó a su trabajo original: periodista en el diario Kemsley, propiedad del Sunday Times, donde redactaba artículos locales casi dignos de un becario.

Ian Fleming

En 1952, Fleming publica una novela que había ido construyendo en sus numerosos ratos libres, inspirándose en sus memorias de guerra. Aparece en las librerías británicas un corto libro de novelas de espionaje, sin mayor pretensión que la del puro entretenimiento: Casino Royale. Esta novela, situada en plena Guerra Fría, nos presenta la historia de un villano elemental, Le Chiffre, un espía ruso afincado en Francia, cuya ludopatía febril le impulsa a jugarse los fondos de la KGB en los casinos de la ribiera francesa, mientras mantiene en jaque a los principales servicios de inteligencia, incluyendo al británcio. El MI6 envía a su agente más experto en los naipes, el 007 James Bond, para intentar derrotar a Le Chiffre sobre las mesas de juego y destruir su red de espionaje francesa. La novela mantiene la fragancia viva de la década de los 50: el mundo se encontraba en una actitud de permanente perplejidad y escepticismo sobre el desenlace (fatal) de la Guerra Fría, y el temor obligaba a retraerse a un espacio íntimo, evitando cualquier demostración pública de las confidencias. Fleming nos presenta a un héroe “taciturno, brutal, irónico y frío”, con tendencias altamente fetichistas (en especial, aquéllas referidas al consumo de martinis, con la marca Bond, por supuesto) y con una vocación de Don Juan incontrolable, conquistando a la que será la primera chica Bond, Vesper Lynd. Como buena historia de Bond, la novela es una amalgama de desesperación, acción intrépida y flagelación biliar: Fleming proyecta en Bond sus aspiraciones y sus ideales, en un intento amargo de poetizar su profesión, rodearla de misterio vacuo y sobriedad elegante; el autor británico crea una atmósfera sobrecargada de humo y frases entrecortadas que ni Garci en conversación con Carrillo, llenando la escena de una densidad física y diálectica que inhalamos inopinadamente.

Fleming admitiría, años más tarde, que tomó el nombre de Bond de un famoso ornitólogo que él, reconocido amante de las aves, habituaba leer en sus hastiantes tardes estivales. El éxito de la novela, que elevó al autor a los altares de la novela de espionaje (excúseme John Le Carré) permitió que el negocio de la televisión reclamase una adaptación del agente más británico de su cuerpo de tu inteligencia: aparecería en 1954 una versión televisiva de Casino Royale, protagonizada por Barry Nelson y con el ínclito Peter Lorre del despiadado Le Chiffre. Existen sutiles diferencias con la novela original: Bond es aquí americano (llamándole incluso “Jimmy” Bond), lo que sin duda desprende todo el encanto seco y cínico del besa-coronas. Pero mientras Fleming continuaba explotando a uno de los personajes más carismáticos de la cultura británica, sus ambiciones eran más elevadas: pese a que la televisión era un medio creciente, la verdadera fortuna, el estrellato más certero, estaba en el pálido y argentado panel de la gran pantalla. Sus deseos se vieron cumplidos en 1962, cuando la United Artists decidió que ya era hora de que el fenómeno Bond alcanzase el cine, y se decidieron a contratar a un escocés ceceante, con ínfulas vanidosas y frívolas,  y con dotes dramáticas que mediaban entre la sonrisa media luna y las réplicas maliciosas: Sean Connery.

Dr. No: el germen de la franquicia

Sean Connery no era la versión idónea que Fleming buscaba para encarnar a su vástago más querido: el autor británico buscaba una combinación de la envergadura de Fred MacMurray, el encanto de David Niven y la insolencia de Rex Harrison, un hombre que inspirase admiración en los hombres y atracción en las mujeres; de hecho, la elección que Fleming prefería era la de su primo, Christopher Lee, que sin embargo fue rechazado por la productora al considerar que era demasiado alto para el papel, buscando que Bond fuese ágil y rápido en sus movimientos. Con Connery ya a bordo, el problema estaba en la elección del resto de personajes; finalmente el papel del arquetípico villano Julius No, doctorado en iniquidad y depravación, recayó en Joseph Wiseman, mientras que el rol del objeto de deseo del agente, la primera y por tanto prístina chica Bond, resultó en la excelente elección de Ursula Andress, cuyo desconocimento del idioma inglés obligó a que fuese doblada por Nikki Van der Zyl.

En el caso que nos ocupa, Bond abandona su partida de Baccarat alertado por el MI6 tras el asesinato de un agente, que tenían en su poder documentos, a manos de un grupo de asesinos conocidos como “Los tres ratones ciegos”. Bond se embarca rumbo a Jamaica, donde su investigación le lleva desde entregarse a los brazos de Honey Ryder hasta la guarida del Dr. No, que resulta ser un aliado de la alianza criminal SPECTRE. Pese a estar en riesgo de muerte en numerosas ocasiones, Bond se sobrepone a los peligros, logra rescatar a Ryder de las garras del Dr.No y desmantela sus malvados planos (hermoso cliché, ¿no creen?).

La película, tal como ven, mantiene un argumento sencillo en la distinción maniqueísta de Bond: el malvado que pretende destruir/conquistar/contaminar/tocar las pelotas, mientras Bond lucha en su empeño por desbaratar sus intenciones, a la vez que va aligerando su pesada labor con la compañía de mujeres que figuran en el top 3 de féminas más hermosas del planeta, y que si bien se muestran reacias al principio, haciéndose las duras con el bueno de James, al final se rinden a su descafeinado y átono encanto. El filme permite no sólo iniciar la franquicia y proporcionar a Bond una dimensión más universal, sino introducir todos los elementos secundarios que complementan la figura del personaje central: Moneypenny, M, Q, Félix Leiter, los coches, las mujeres, los malvados… El universo Bond comenzaba a configurarse.

El agente en su piel: Los Bond

Un fenómeno del tamaño de Bond está, evidentemente, sometido a la caducidad; sus actores ven aparecer peligrosas tonalidades grisáceas entre sus cabellos,  el material firme del rostro se vuelve flácido y maleable, y la destreza cinética, enchida de reflejos, pierde su consistencia por la lumbalgia y la ciática. Exige el personaje, pues, un cambio permanente, un lavado de cara que le devuelve su naturalidad malencarada, su espíritu de desacato e irreverencia. No todos los actores reúnen las cualidades para ser Bond; uno no puede, sencillamente, encarnar al personaje más pícaro del espionaje con una preparación académica del drama. Imagínense que Alfredo Landa o Groucho Marx hubiesen sido designados para dar vida a Bond: el resultado, aunque seguramente interesante por su comicidad, hubiese creado un producto fallido que no lograría encandilar al gran público.

No, sin duda existe una preceptiva para ser un buen Bond, una suerte de protocolo de actitudes, virtudes y características que define la silueta que emerge y dispara a pantalla al principio de cada largometraje del agente británico. Entre esos rasgos intanginbles se encuentra, evidentemente, la procedencia británica, o al menos de alguna de las islas adyacentes: eso dota al personaje no sólo de la pronunciación exacta, sino de la actitud a veces reservada y a veces hooligan que requiere Bond. Así mismo, un Bond debe ser elegante, sobrio, distinguido: el porte es esencial, logrando una imponencia en pantalla que roce lo hipnótico; la importancia de la altura (y Christopher Lee bien lo sabe) resulta determinante, puesto que un Bond no debe ser ni Manute Bol ni Mugsy Bogues. Un Bond está obligado también a resultar desafiante y enigmático; si hay algo esencialmente identificativo en el personaje, es su capacidad de réplica, su indeleble frase desafiante como una bala en la recámara. Por último, un Bond debe ser atractivo, tanto para el sector masculino como para el femenino, aprendiendo a ponderar las actitudes de héroe y canalla en un mismo personaje; no debe permitir que la seducción casanovesca conquiste el despilfarro de casquillos, ni viceversa.

Con la honrosa excepción del ya mencionado Barry Nelson y el britaniquísimo David Niven en la parodia de Casino Royale en 1967 dirigida por John Huston, un total de 6 actores han aportado su rostro y presencia para interpretar a Bond:

Sean Connery: El James Bond definitivo. Arquetipo, y sin duda losa, para los ulteriores intérpretes, Connery asumió la labor del espía como un juego de equívocos y seducción casi cómicos; lejos de enfrentar el rol con carga dramática, a Connery le gustaba recrearse con su sabida inmunidad (y casi inmortalidad) a prueba de balas y malvados, e incluía entre su repertorio frases de cosecha propio que permitieron perpetuar la imagen del Bond caradura, arrogante y rompecorazones que hoy heredamos. Connery fue un afortuando; al contar como único precedente con la versión televisiva, se le concedió plena libertad en la construcción del personaje, y esta carta blanca permitió a Connery no sólo practicar sus dotes dramáticas en busca de ofertas mejores (al fin y al cabo, para él Bond no era más que el billete a la cama de furtivas amantes, y una fuente sostenible de ingresos), sino también impregnar la actitud del personaje de los guiños sobrados, del fulgor persuasivo de una estrella en alza. El acento marcadamente escocés de Connery fue uno de los mayores atractivos de su carrera como Bond; su voz, ronca y huraña, pero firme y decidida, al igual que su manera de fagocitar las eses en el cielo de la garganta dieron al personaje una irremplazable idiosincrasia, que se convirtió en el sello personal del actor. Connery interpretó al agente británico en hasta 6 ocasiones entre 1962 y 1971, cuando decidió jubilar a su personaje, buscando alcanzar nuevas metas en el mundo de la interpretación; estas seis películas, obligado decirlo, se cuentan entre las mejores y más emblemáticas de la filmografía Bond. También es obligado decir que, una vez visto que su nivel interpretativo estaba algo por debajo de sus expectativas, Connery apeló a la nostalgia colectiva y re-encarnó a Bond en 1983 con la película Nunca digas nunca jamás, un guiño de los productores a la renuncia absoluta que Connery había hecho al ser preguntado si volvería a meterse en el esmoquin del agente. La figura de Bond en la piel de Connery es todavía admirada, sobre todo en su Escocia natal, tal como nos demostró Sick Boy en Trainspotting. 

George Lazenby: Si no les resulta familiar este nombre, es que ustedes no han visto todas las películas de Bond. George Lazenby es el mayor error de la industria cinematográfica desde Cheech y Chong. El hombre que casi hunde a la franquicia Bond tiene origen australiano (¡australiano! ¿Qué clase de blasfemia es ésta?), y actuó, por fortuna, en una única película de Bond en 1969, 007 al servicio de su Majestad. Lazenby, como Bond, inspira menos confianza que Fredo Corleone; sus pretenciosas gracietas extrañan un redoble de batería que evidencie que está haciendo un obvio ridículo. Ni siquiera sus ingenuas armas de seductor (fallidas como una escopeta de feria) o el metraje de la película (la más larga de la serie hasta la llegada de Daniel Craig) obligan a hacer una revisión positiva de su papel: Lazenby entró como en la industria Bond como un soplo de aire fresco, y se fue como una ventosidad inoportuna. ¿El resultado de su elección? Un desastre: de ahí su brevedad como agente secreto. Y quién sabe si como actor.

Señoras y señores: el efímero George Lazenby

Roger Moore: Moore ya era un actor de éxito antes de entrar en la factoría Bond; su papel en la serie El Santo (1962-1969), donde encarnaba un hombre de gatillo fácil, permitía augurar una pronta recuperación del personaje, al que Lazenby había dejado en la UVI de la reputación. Moore debutó en la piel del agente en 1973 con Vive y deja morir (para la que Paul McCartney escribió el tema homónimo), donde dejaba constancia de parte de las expectativas; Moore sería un Bond seco, con menos movilidad que un Play Mobil disecado, si bien recuperaba parte del encanto seductor que rendía hirvientes y traidoras mujerzuelas a sus pies. Con Moore, los productores de las películas buscaron agilizar al personaje, darle unos rasgos menos secretistas y más humanos; a la vez que le iban desprendiendo capas de seriedad, se le atribuían momentos que rozaban lo absurdo o lo esperpéntico: es necesario recordar que Moore fue el Bond camaleónico, donde se pretendía (se pretendía…) que su habilidad para el disfraz fuese una de sus marcas personales, algo que sin duda fue un error dado que, aunque Moore llevaba los atuendos con holgada gracia, esto restaba credibilidad y profesionalidad al personaje. Quizás los directores no recordaban que el humor de Bond no era algo visual, sino estacionado en la retórica, en la facilidad de palabra. Además, Moore fue el Bond de la renovación en todas sus dimensiones; procurando evitar la momificación del personaje, buscaron la maduración de la saga, renovando a los enemigos (ya no soviéticos, sino también chinos), las armas, los vehículos, y procurando mantenerse al tanto de los punteros descubrimientos de la humanidad y de las corrientes del merchandising; sólo el éxito de Star Wars puede explicar la infame Moonraker (1979), donde Bond viaja a una estación espacial como quien dice, en helicóptero (atroz donde las haya). Moore y Bond compartieron 7 películas de calidad variable hasta 1985, dejándonos para el recuerdo imágenes como ésta:

Moore, con cara de “¿Qué he hecho yo para mercer esto? ¡Yo antes era un actor serio!”

Timothy Dalton: El bueno de Dalton fue una apuesta arriesgada de los estudios; continuando la estela de Moore, Dalton buscaba un Bond estoico, más humano y menos entregado al hermetismo británico. Se procuraba un estilo realista, donde se desprendiese a Bond de ese halo de invulnerabilidad par hacerlo mortal y sangrante; Dalton abogó por dotes dramáticas que confiriesen a Bond una realidad más fría y sin embargo más violenta, atrapado en un mundo cercano y familiar, no en la idealización canónica de los Bond. El agente de Dalton no lucha contra malvados que acarician gatos en sus sillas giratorias, sino contra capos de la droga, traficantes de armas… Lejos del personaje servil y sumiso a sus superiores, Dalton rescata la verdadera esencia del Bond de Fleming cuya única ley es la suya, con el objetivo bien claro, por encima de quien sea. Timothy Dalton, por desgracia, encarnó a Bond únicamente en dos ocasiones: en 1987, con 007: Alta tensión, y en 1989 con Licencia para matar. El actor renunció a seguir en la saga Bond por no verse suficientemente motivado; a partir de ahí, su carrera vagaría sin rumbo. Una curiosidad: Dalton fue la tercera opción para encarnar a Bond tras la renuncia de Moore; la primera opción fue Sam Neil, y la segunda Pierce Brosnan, que renunció a colarse en la piel de Bond al estar ocupado con la serie Remington Steele.

Pierce Brosnan: Es curioso que, incluso tras la renuncia de Dalton, Brosnan fuese segunda opción (el antisemita Mel Gibson rechazó el papel, embarcándose en el proyecto Bravheart). Brosnan fue un Bond elegante, sofisticado, impecable; empeñado en mantener la pícara sonrisa que no se veía desde Connery, Brosnan constituyó un agente que llevó el uso de la tecnología, de los vehículos y de la metralla hasta motivos insospechados. El afán destructivo de sus películas logró la admiración de los entusisastas de los artificios y de las explosiones, como si a Michael Bay le hubiesen regalado todos los petardos que quisiese en las Fallas. Sin embargo, si hay algo que distingue las películas de Brosnan es el cansancio (emocional y físico) que genera el actor, y que sin duda repercutió en la estabilidad de Brosnan al frente de la interpretación; este Bond lleva la acción hasta un punto fantasioso, casi surrealista, legándonos un agente que sorteaba explosiones con una moto, se las ingeniaba para huir de un hundimiento imposible o sobrevivía a un alud en una insuperable bolsa de aire, obra de Q. Brosnan fue, así mismo, el Bond más exitoso (por la calidad y por la cantidad) en el arte de la suave seducción; sin duda, sus chicas Bond se cuentan entre las más atractivas de toda la saga, si bien un servidor siente especial debilidad por sus compañeras de sábanas en El mundo nunca es suficiente (1999). Brosnan ingresó nómina por 4 películas Bond, de 95 al 2002, cuando decidió no renovar su contrato como el agente más reconocible del MI6. La pregunta que uno se hace es ¿qué te llevó, Pierce, a desgañitarte y desentonar con canciones de ABBA?

Daniel Craig: Pese a que era uno de los actores británicos más reconocibles en el mundo del teatro, Craig era un completo desconocido cuando fue seleccionado para continuar la saga Bond. Embriagándose de las novelas de Fleming con una pasión lectora digna de Jorge Luis Borges, Craig reinstauró el régimen de la violencia que Dalton había instaurado y que Brosnan había dejado en un paréntesis, sacrificando por la distinción física. El Bond de Craig, una vez más, participa del inevitable curso del cine, que obliga a renovarse o morir; en su caso, Craig asiste (como todos nosotros) al fenómeno que me gusta llamar “nolanización” del personaje: por primera vez, percibimos no sólo la fachada superficial y somera de Bond, sino que nos adentramos en su intimidad oculta, en su frustración, su temor, su depresión y su desesperación. Es un Bond desnudo, rudo y duro, con una facilidad pasmosa por el silencio tácito, la frase lapidaria y el deje lacónico; su Bond no habla a través de las palabras, sino de sus hazañas: es un Bond vehemente e impiadoso, que no tiene miedo a apretar el gatillo llevado por sus sentimientos, lejos de la carga ética que arrastraban los anteriores Bond. El personaje se ha vuelto más oscuro, más deprimente; Bond ya no es sinónimo de impunidad, sino que ahora ve como las balas han quebrado la fachada bajo la que se resguardaban él y sus seres queridos. Hay que reconocer el mérito de Craig: ha sabido distanciarse de sus predecesores en el cargo para facultar un Bond con una carga dramática soberbia, procurando esforzarse para mantener un rostro impertérrito o un Bond ajeno a sus sentimientos, si bien el público es consciente de que por dentro está devastado y consumido por la decepción. Brillante.

Las chicas Bond

Si hay un rasgo común, lejos de su habitual y cotidiana tarea de salvar Inglaterra y el mundo, que hayan compartido todos los Bond, es el éxito con las mujeres. Las chicas Bond, desde sus inicios, se han identificado con una belleza inusitada y fatal; alcanzar la categoría de chica Bond requiere un grado de hermosura inapelable, una anestesia de la civilización difuminada. Las mujeres que se han encargado de dar vida a las amantes de James han jugado siempre sus armas de seducción con desencanto y desparpajo; unánimanente, se mostraban obscenamente contrarias a la tentativa de Bond de seducirlas, si bien el desenlace de los hechos siempre acaba condenándonlas a compartir madrugada con el agente más furtivo y célibe. Por otra parte, las chicas Bond habitúan desempeñar exclusivamente dos papeles trascendentales para Bond, aparte del de amantes: o bien son socias y colaboradoras, cuya ayuda aislada contribuye a alcanzar una determinada meta, o bien se rebelan contra 007 y confirman la traición en forma de beso de Judas.

La sensualidad (y sexualidad) implícita de todas las chicas Bond es evidente desde el primer momento en que irrumpen en pantalla;  procuran mantener distancia, exhibir una mirada de desaprobación con James y compartir situaciones comprometedoras que faciliten el equívoco y la transición hacia el lecho de sudores y jadeos. De hecho, el ingenio al respecto de la selección del nombre de las chicas Bond merece ser objeto de estudio; las jóvenes lucen un distintivo nombre que busca la sugerencia morbosa, la insinuación sicalíptica. Ejemplos de ello son Honey Ryder, Pussy Galore, Octopussy, Xenia Onatopp o Holly Goodhead.

Psicológicamente, es bien cierto que la saga Bond procede a la cosificación del cromosoma Y; las mujeres aparecen como meros instrumentos de Bond, jamás como una amenaza realmente seria o un esbozo de compromiso final. Bond las conoce, las seduce, y se desprende de ellas como mondas de plátano; su presencia en pantalla es ominosamente secundaria y, de hecho, ninguna chica Bond ha repetido en ninguna película (a excepción, claro, de Judi Dench como M). Se ha acusado a la saga Bond de ser pretenciosamente misógina, y con razón; sin embargo, en las últimas entregas se ha buscado una mayor presencia femenina (por aquéllo de la paridad genérica), que contente al sector feminista más radical. Aquí gira uno de los debates más importante en la historia del universo Bond: ¿qué resulta más importante, la significación de la mujer, lejos del estereotipo impersonal de su esquema clásico, o la fórmula original, con Bond seductor y con un aire vintage exquisito? Surja, pues, la polémica. 

                                                                                   

Los secundarios más habituales

Como era de esperar, y por mucha versatilidad y talento que desprenda Bond,  su tarea resultaría imposible sin la presencia justificada de secundarios que den lustro a su actuación y contribuyan a dotarlo de una realidad más humana, o de un cargo más jerarquizado en la pirámide del espionaje británico. Se reúnen aquí tan sólo aquellos secundarios que, bien por relevancia, bien por reincidencia, han cobrado protagonismo en algún momento de la filmografía de Bond:

M: Una letra y un código, dirigente principal del MI6. M es la fuerza autoritaria que da cuerda a James, una especie de mandamás comprometido por su nación que no tolera insubordinación a sus designios si bien, de manera inevitable, siente simpatía por Bond y le concede demasiado crédito y libertad en el desarrollo de sus misiones. M es la verdadera mano que mece la cuna, la mente política más brillante del servicio británico de inteligencia: su labor consiste en saber bascular la presión del Prime Minister con el arrojo impulsivo de Bond. Así, su labor es ejercer como el contrapeso dogmático y ortodoxo ante la pulsión violenta de Bond. En la novela original es Sir Miles Messervy, recalcitrante militar, si bien la interpretación más memorable de los 4 intérpretes que han dado vida a M en el cine es (perdóneme Bernard Lee) la de Judi Dench, con su juicio rígido, su convicción incuestionable y, por qué no decirlo, su mala leche natural.

Moneypenny: Secretaria oficial de M, siempre ha mantenido un toma y daca continuado con James, jugando a dejarla seducir sin permitírselo del todo. Moneypenny es el rigor profesional hecho mujer, con una exactitud incuestionable por la puntualidad y el saber hacer. Moneypenny está evidentemente enamorada de James, pero la posición laboral de ambos le impide a ésta confesarle sus verdaderos sentimientos. La presencia de Moneypenny en pantalla suele ser insignificante para el total de la película, si bien las escenas que ella y Bond comparten siempre regalan algún número de risa fácil. Lois Maxwell, sin duda, la mejor.

Q: El cerebro científico más avanzado del servicio de inteligencia británico. Encerrado en su laboratorio, ensimismado con la creación de nuevos dispositivos, disimulados o grandilocuentes, Q es el principal proveedor de las “herramientas” que James Bond emplea durante sus misiones, desde vehículos con torpedos incorporados hasta relojes con capacidad de dinamitarse. Q es el contrapunto desenfadado de M; mientras que el líder del MI6 juzga con lupa cada una de las acciones de Bond, Q le insta a evitar la destrucción de sus aparatos, si bien comprende que en ocasiones resulta inevitable. Por longevidad y efectividad, no hay cuestión posible: el mejor Q fue encarnado por Desmond Llewelyn.

Felix Leiter: Agente de la CIA, colaborador habitual de James para el desempeño de sus misiones. Pese a que su presencia es la más irregular de todos los secundarios, es necesario mencionarlo como el perfecto contestón norteamericano ante la indiferencia británica de Bond; en un permanente debate, asistimos al choque de ambas civilizaciones, buscando decidir cuál de las dos naciones es más poderosa/tiene mejor agencia de espionaje. Dada su intermitencia presencial, más de una decena de actores han dado vida al colega de Bond: Jeffrey Wright, el moderno Leiter, ha sido el más acertado en este aspecto, siempre con sorna e ironía.

La elegancia de las cuatro ruedas: los vehículos de Bond

En el desempeño de su labor, James Bond se ha desplazado por todos los rincones de nuestro caduco orbe. Una labor de tamaño desplazamiento requiere una movilización pertinente de vehículos que permitan acercarse a los puntos de encuentro de la manera más rápida posible. Como no podía ser de otra manera, el agente más sofisticado no podía permitirse viajar con un Fiat Multipla o con el coche diseñado por Homer Simpson. No; su labor requería, además, viajar con clase y distinción, con una montura acorde con su soberbia y vanidad; a pesar de que el vehículo que Fleming indica que por antonomasia pertenece a Bond es el Bentley, el modelo que ha logrado la mitificación de Bond es el Aston Martin, que hace su primera aparición en 1963 con Goldfinger.

El modelo Aston Martin de Bond siempre ha ido equipado con distintos dispositivos técnicos que faciliten su labor, pese a que algunas de ellas sean francamente cuestionables o alcancen el reino de la ciencia-ficción. Así, la desaparición/modo camuflaje, la velocidad a turbopropulsión o la adición de torpedos a través de los focos frontales crean el supuesto vehículo definitivo, a la vez que permiten que la fábrica Aston Martin ingrese el contante y sonante beneficio. Y todo ello gracias a un inglés repeinado que ninguna aseguradora contrataría.

Los créditos iniciales, el culto a la imagen

Uno de las mayores alegrías que uno tiene al ver una nueva película de Bond es la introducción; los créditos iniciales de Bond deberían suponer una materia de estudio para aspirantes a diseñadores gráficos o incluso a meros modistos. La secuencia que prepara para presentar toda la trama, y que únicamente está pensada para dar cuenta de quienes han tenido que ver (para bien o para mal) con el producto final, se consolida en Bond como un género aparte: desde laveantes mujeres hasta figuras que se funden con la oscuridad del propio personaje, se nos invita a entrever las pasiones principales que dominarán a Bond durante la película que nos disponemos a ver, incluyendo armas, femmes fatales y acción, mucha acción. Se trata de una institucionalización ambivalente de los créditos: por un lado, restan interés al principio de la película; por otro, nos honran con su presencia necesaria. Son paisajes hermosos por ficticios y por idealizados; desiertos agotadores, océanos inmarcesibles, recónditas prisiones: cualquier elemento puede formar parte del engranaje que da pie a la aventura de Bond.

Así mismo, no hay que olvidar que el diseño gráfico es sólo una parte de la entrada; en esa yuxtaposición recíproca, la secuencia de créditos se funde con un tema que sintetice el sentir hostil de James, que acerque al proyecto que toca la trama y que, por lo general, cautive al espectador, entregándolo a las fauces del ulterior espectáculo. Grandes estrellas de la canción (o si no grandes, si reconocibles) han contribuido al proyecto Bond poniendo su voz y su ingenio para agudizar la silueta y el vestigio de James en pantalla: MadonnaAlicia KeysTina Turner o, en la última SkyfallAdele, han ahogado a un Bond malparado y zozobrante entre la nebulosa de sus voces; la mejor, en la mísera opinión de uno, el Goldfinger de Shirley Bassey.  Aquí, la primera parte de todas las secuencias de apertura de Bond:

                                                                         

El futuro de Bond 

Es evidente que las características de Bond eran susceptibles de ser condenadas por el juicio impío de las edades. Tenemos a un personaje en perpetua soltería, golfo y canallesco, un intrépido agente del capitalismo más occidental que vulnera incansablemente las leyes de la neutralidad política y del sentido común (a veces, incluso las de la naturaleza) con tal de alcanzar sus objetivos. Bond ha sido siempre víctima de sus pasiones más inferiores; náufrago de un océano de peligros y mujeres, disfruta sumergiéndose más y más en su propia caricatura, hasta que de él sólo queda un brazo que sostiene un Martini. Su figura es la comunión de misoginia y riesgo frenopático que tanto convence al público masculino, si bien el femenino no desdeña sus encantos superficiales. Hemos sido partícipes de sus aventuras sin rozar más que la coraza con la que protegía su naturaleza interna; cómplices de sus idilios, de sus pausas enfáticas para pronunciar su propio nombre, de sus encerronas y de sus victorias. Sin embargo, sus hazañas han caído en una obsolescencia fatal; hemos heredado una imagen de Bond antediluviana, anacrónica: presidiario de su propia imagen y de su propia marca, ahora estamos empezando a entrever un Bond adaptado más a los tiempos actuales; el esfuerzo de Craig y de todo el engranaje Bond por renovar al agente puede suponer el sacrificio de una tradición que alcanza ya los 50 años, pero sus intenciones otean buen puerto: de seguir con estas ambiciones, se elevaría a Bond a una categoría superior a la que pertenece. Es cierto que el Bond mezquino y granuja, que actuaba con la insolencia y seguridad de un cirujano plástico ilegal, ha sido un icono magnífico y un elemento de la cultura popular británica (tal como demuestra su presencia en los últimos Juegos Olímpicos en Londres, con el helicóptero de la Reina Isabel II, dejándonos un especátulo grotesco). Sin embargo, el mundo actual es un lugar inseguro e iconoclasta; la crítica ha recibido bien al nuevo Bond, y deberían continuar por esa senda en lugar de recaer en un culto a la muerte que no sólo daría vida al envejecimiento (valga la paradoja) sino que provocaría un desencanto con público y crítica que repercutiría en la taquilla. Bien es cierto que Skyfall rescata grandes símbolos del universo Bond, pero ello no quita que se avance, que se renueve; es una manera obvia de insinuar que incluso los mitos se renuevan. Bond ya no es un joven impulsivo; ahora toma decisiones racionales sobre su futuro. El Bond venidero aguarda una mayor profundización en la identidad del agente, una suerte de radiografía o anatomía que presente las debilidades del héroe sin desmerecerlo en absoluto. En su espera, me tomaré un par de martinis; ya saben cómo los prefiero…