Alvin Lee, de aquí a la eternidad
Todo acto en la vida tiene un precio, no monetario en la mayoría de los casos, pero profundamente influyente en la elipsis que es la vida de cualquier ser humano. Una curva con principio y final. Existir y no existir.
El nacimiento en un determinado lugar del espacio y en un momento preciso conlleva asumir un precio brutal. Viviremos algunas experiencias únicas, podremos estudiar las hazañas pasadas y nunca, jamás, sabremos lo que está por llegar. Alvin Lee nos dejó la mañana del 6 de marzo de 2013 a los 68 años de edad. Su cuerpo es ahora un recipiente inerte; su obra, al menos, quedará para todo hombre que sienta la necesidad de escucharla.
Para los que hemos nacido en los 80 o los 90 hay un precio a pagar sin parangón. Veremos morir, irremediablemente, a la gran mayoría de los designados como genios de la música rock. Más tarde o más temprano iremos escuchando una cantidad de música, cada vez mayor, compuesta por difuntos. Gozamos de poder escuchar todos sus discos, tenemos la libertad de catar todo el material audiovisual que ha dejado su flameante estela y podemos otorgarle el análisis frío y objetivo que solo el tiempo otorga; a cambio, no compartimos de manera real su época y su música, no los hemos visto sobre el escenario cuando les sobraba el sudor y el pelo largo. Nos perdimos su vida. Nos toca observar sus últimos coletazos. Al final, nuestro deber será enterrarlos poniendo un disco el día de su muerte, colgando un DEP en las redes sociales y soñar con las canciones que ya no podrán componer. El precio que pagamos las nuevas generaciones es el ver morir a nuestros ídolos, a nuestros maestros. Es alto.
Hoy le tocó a Alvin Lee, líder de Ten Years After. En su haber más de una veintena de discos, decenas de colaboraciones y una infinidad de conciertos. Cantante intuitivo y virtuoso guitarrista. Su oportunidad le llegó durante el apogeo de bandas como Cream y del resurgimiento del blues más duro y experimental. Ten Years After avanzaron caminando sobre la cuerda floja del éxito desde su debut en 1967. Para 1969, Alvin Lee era reconocido internacionalmente ya. La consagración arribó en Woodstock tras la interpretación del tema “I’m going home” impulsando irrefrenablemente al guitarrista como uno de los más talentosos de su generación además de dejar para la posteridad 11 minutos de absoluto éxtasis sensorial en forma de canción que, con el tiempo, se volverían indispensables en la historia de la música rock.
En 1974 saldría el último disco de la banda (cierto es que hubo decenas de recopilaciones posteriores). No es el principio de su carrera en solitario pero si el pistoletazo de salida definitivo para la misma. En los años siguientes se sucederían discos, conciertos y grupos bajo su mandato. Colaboraciones de toda clase y tipo: Con George Harrison, con John Mayall, con Mick Taylor o, curiosamente, con Los Suaves aquí en España.
Lee era un virtuoso realmente desconocido y alejado de la masa y la fama más acosadora. Adelantado en su ejecución del instrumento y terriblemente veloz con sus dedos. Su Gibson ES (modelo de guitarra eléctrica semi-hueca) de color rojizo le acompaño a lo ancho y largo de su vida. Raro es el documento audiovisual en el que se le muestre utilizando otro modelo. Desde los 13 años aporreó las seis cuerdas de su guitarra mientras Chuck Berry y Scotty Moore le servirían de inspiración a la hora de forjar un estilo propio y voraz con raíces en el blues más puro y elevado a la enésima potencia de la guitarra eléctrica.
Un maremoto sobre el escenario y un respetado genio al bajarse del mismo. Mañana será otro día, el primero sin él. Otra guitarra mágica viaja a algún lado que desconocemos, mientras las cosas en este mundo viran hacia un camino un poco más silencioso. Alvin Lee era un artista bello e incansable. Ahora ya podemos añadir eterno a la lista de sus adjetivos.