La inspiración al desnudo: El artista y la modelo

El agotamiento de la vida es un acto ineluctable; nuestras pasiones, nuestras ilusiones, aparecen abocadas a un desfallecimiento certero, mientras poco a poco renunciamos a nuestras esperanzas y nos sentamos, calmamente, a esperar a la muerte. El artista y la modelo, de Fernando Trueba, abraza esta idea de la caducidad vital.

Marc Cros (un excelente Jean Rochefort) es un artista célebre ciertamente misántropo, retirado del mundanal ruido en la Francia de 1943, en plena ocupación nazi. Atesorando los últimos estertores de su genialidad artística, Cros dedica esa prórroga roñosa de la vida que es la senectud a buscar la inmortalidad a través de su obra: desea capturar la belleza, disecar en un lienzo o en un molde el reducto último de la hermosura, su esencia. Sin embargo, esta tarea aparece ardua y esquiva; todos sus empeños resultan vanos, fútiles, debido a la ambiciosa magnitud de su objetivo. Hasta que llega al lugar de su retiro Mercè (Aida Folch), una joven abstraída, inocente hasta el punto de virginal, sacrosanta. Con la llegada de esta fugada española, Marc Cros recupera el deseo por el arte; recupera la urgencia del detalle, la sibilina descripción de los trazos, y sus pretensiones vuelven a pasar por atrapar el furtivo encanto de la belleza en la sombra de un ojo, en el delta de una espalda o en el rostro ausente, como un espejo falaz de los sentimientos.  Las sesiones del diseño son terapias de pareja sobre todas las insignificantes vicisitudes de la vida: el amor, el arte, la muerte.

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Marc Cros, contemplando la fugacidad de la vida, de la belleza

Junto con los dos intérpretes principales, hay que destacar dos nombres: la excelsa labor del antiguo icono sexual Claudia Cardinale, que interpreta a Léa, trabajadora en la casa de acogida de Mercè, y que impregna de fatalidad lógica a esta núbil joven con sus avezados consejos sobre el comportamiento humano; y Chus Lampreave, familiar de Mercè, que una vez más ejerce el papel de alquimista del sentido común, como termómetro de la moral impuesta.

Trueba es un superdotado de la producción; en esta película podemos adivinar su pasión por el cine galo, como un afrancesamiento de los diálogos, del silencio escueto y meditabundo de sus personajes, del estudio de los cuerpos vulnerables. Intuímos a Renoir, al Jules et Jim de Truffaut, a la gloria a la mujer de Rohmer. El conjunto de la fotografía detallista, en un blanco y negro abrumador, permite perfilar con más precisión, más minuciosidad, el desgarro de las figuras en la pantalla; al fin y al cabo, el acabado de las siluetas del reparto, en una película que versa sobre la corporeidad de la belleza, resulta inevitable.

Me horroriza el hecho de la traducción obligatoria de este drama; concebida originalmente en francés, la substitución de la lengua de Víctor Hugo por un español castizo y obsceno desprende a los intépretes de su carga dramática primera, condenados a parlotear un idioma que los desprestigia, los desnaturaliza e incluso los deshumaniza (en el caso de Marc Cros, la transformación vocal resulta sangrante). Una reproducción correcta del film obligaría a visionarlo en su versión original (si acaso con subtítulos), donde la garganta quebrada de algunas escenas, como una basílica encinta de dolor y tristeza, resulta desconocida en el facsímil español.

Debemos comprender esta película como una mirada íntima sobre el destino irremediable del ser humano; en una sutil paradoja, Mercè se encuentra con toda la vida por delante, mientras que Cros ultima los últimos retazos de su existencia. Nos encontramos en el contexto de la II Guerra Mundial, y pese a todo salvaguardamos al individuo sobre el conjunto de  la sociedad: este ambiente de guerra permanece latente (en especial con la aparición de un oficial nazi en el lugar del retiro), pero lo que verdaderamente nos atribula es la pasión de los protagonista, el vestigio de hermosura que procuran rescatar y subsanar conjuntamente.

En última instancia, la película canta a la inmortalidad de la belleza: Cros la busca, Mercè la encarna, la guerra procura destruírla; emana de la naturaleza, la detenemos en una mirada o en un lienzo, la domesticamos y creemos sentirnos dioses. Nos llenamos de sueños y nos vaciamos de realidades. Pero, sobre todo, es una enciclopedia de la figura del artista: de la dificultad de su trabajo, de la evasión de la inspiración, de la crueldad inevitable de las musas. El arte, al fin, al desnudo.