De spaghetti-western y blaxploitation: Django Unchained

Para idólatras acérrimos de Tarantino (ese autodidacta de verbo fácil y viperino nacido en Knoxville), que aspiran a bailar con Mia Wallace mientras Steve Buscemi se oculta tras Buddy Holly, este filme debería suponer una asunción evidente de que el Quentin primigenio, el de los gángsters, los maletines y los chistes sobre Madonna ha dejado paso a un director más maduro (si en su caso es posible), y que ha mudado su técnica en busca de hacerse omnímodo y alcanzar todos los géneros posibles. Tarantino es un espectador insurrecto, inconformista; las obras que presentan la taquilla le resultan a él, enciclopedia humana del séptimo arte, un tedioso juego insuficiente. Sus últimos trabajos, desde la infame Death Proof  hasta su recreación histórica de la II Guerra Mundial en Inglourious Basterds, no son más que películas que Tarantino crea y construye como parte de un ejercicio de autocomplacencia, para disfrute propio; su objetivo es el divertimento personal, no el éxito en taquilla. Y así, llegamos hasta el título que nos ocupa: Django Unchained.

Texas, 1858. En la penumbra de la noche, una pareja de negreros traslada a un grupo de esclavos encadenados a través de un bosque. De repente, el dentista alemán King Schultz (Christoph Waltz) irrumpe en escena con la intención de comprar a un esclavo muy concreto: Django (Jamie Foxx).  Ant e la negativa de los negreros de desprenderse del bueno de Django, Schultz recurre a una técnica común en el trueque tarantiniano: el plomo a cambio de la vida. Con Django ya liberado, asegurando el título de la película, Schultz se nos revela como un cazarrecompensas en busca de un furtivo tridente de hermanos que tan sólo Django alcanzaría a identificar, puesto que había formado parte de su granja de algodón. Comienza así una odisea que llevará a esta extraña pareja a recorrer el panorama norteamericano en busca de Broomhilda (Kerry Washington), la mujer de Django, que se encuentra trabajando forzosamente para el analfabeto magnate sureño Calvin Candie (Leonardo DiCaprio).

Hasta aquí, la trama ligera; ahora, adentrémonos en el cuerpo de la película. Tarantino restaura con esta cinta una calidad cinematográfica mayor que la de sus judíos patea-nazis; el conjunto de la cinta resulta más sólido (o, como mínimo, menos difuso) que sus anteriores trabajos, tanto en el aspecto del montaje como en la propia trama, a pesar de que ésta posee determinadas escenas superfluas por innecesarias y por inconexas (como la resolución en la mansión de Candie). El mestizaje estilístico con el que Tarantino resuelve determinadas secuencias puede ser o genial o insano; la yuxtaposición del spaghetti western, el buddy movie y el blaxploitation más sanguinolento, incluyendo chorros y chorros de ketchup (algo que es bien conocido en los trabajos del de Knoxville), ahuyenta la unicidad de la trama pero la dota de una rica variedad visual: Tarantino se recrea gustosamente en los clichés o los puntos más comunes de cada uno de estos esquemas  y los adapta a su particular visión, convirtiéndolos en maleables instrumentos cómplices para su pasatiempo exangüe.  En realidad,  Django… es un acertado equilibrio entre los mismos géneros, puesto que se retroalimentan, apostando por condenar y olvidar la definición más estricta de western para aportarle (quizás) una perspectiva más renovadora.  Pese a todo, hay escenas en las que se percibe el gusto macabro de Tarantino por la sangre fácil, como un deleite gratuito por el humor lejos de la norma impuesta, rozando lo turbio o lo escatológico.

En cuanto a la actuación de los intérpretes, hay una serie de puntos que se hace necesario señalar por evidentes. Me gustaría rescatar la insuficiente actuación que nos regala Jaime Foxx; su personaje, supuestamente el protagonista del film, es un forajido vacío y falto de vocación y de convicción: se nos presenta lo que técnicamente es un héroe desesperado, consumido por el deseo de venganza y del amor a su esposa secuestrada. Sin embargo, durante toda la película se nos revela un personaje plano como un guión de Crepúsculo; es un tipejo chulesco y vanidoso, de gatillo fácil y con un curioso gusto por la indumentaria, pero su significación para el total de la trama es francamente irrelevante, incluyendo las finales represalias teñidas de bermellón. Django no es más que una marioneta desvirtuada, una suerte de conductor neutro que canaliza la diégesis para que ésta llegue hasta donde a Tarantino le interesa; esa conversión final, ese desenlace desafiante, no justifica el acaparamiento de los carteles: situarle en el centro de la acción no es sino una coartada para conceder una mayor libertad de actuación a sus brillantes secundarios, que eclipsan la interpretación inane de Foxx.

Django (Jamie Foxx) presencia la soberbia de Calvin Candie (DiCaprio). Foto: Bandejadeplata.com

Hablando de los mismos, empecemos.  El magnífico Christoph Waltz es candidato de nuevo este año al Óscar al Mejor Actor Secundario, tras el logrado también de la mano de Tarantino como el teniente nazi Hans Landa en Inglourious Basterds, por su papel del cazarrecompensas King Schultz; esto, como mínimo, ya es un signo de una actuación soberbia o, al menos, reconocida.  No hay criatura o cárcel capaz de contener su libertad y su temple; es la ósmosis hecha dentista.  Además, su delicada verborrea presenta la paradoja perfecta para su juicio sin corazón; es capaz de asesinar a un padre delante de su propio hijo sin inmutarse siquiera. Lo que me resulta particularmente extraño es que sea él, un hombre caracterizado por la tranquilidad y el savoir faire, el que dinamite el curso de los acontecimientos y propicie la escena más sobrecargada en la mansión de Candie; es contrario a su naturaleza, o al menos a su apreciación como personaje, y de ahí la sorpresa mayúscula al verse desquiciado por su derrota logística. 

Calvin Candie es el terror hecho personaje, para bien o para mal; Tarantino logra que el guaperas DiCaprio se pervierta, con esos dientes roídos y mugrientos, ese acento sureño ficticio, esa vehemencia peligrosa. El verdadero miedo que es capaz de engendrar el rico y racista Candie reside en su perfilada ignorancia; ante aquéllo que le resulta incomprensible, Candie reacciona con pánico y con violencia, especialmente si percibe que le están tomando por un memo.  Su ignorancia se demuestra en la ridícula costumbre de Candie, al obligar a que se le llame Monsieur, a pesar de que desconoce todas y cada una de las palabras del idioma galo.  Aficionado a las peleas de mandingos entre esclavos negros, Candie se considera el hombre más erudito en esta materia, y es precisamente esta soberbia permanente la que aprovecha la pareja de protagonistas para adentrarse en su palacete de algodón e intentar rescatar a Broomhilda. Pero no contaban con la presencia del verdadero enemigo de toda la producción: Stephen (Samuel L. Jackson).

Stephen es, sin lugar a dudas, el personaje más sorprendente de la galería absurda que compone la cinta.  Es un negro anciano, casi moribundo, a las órdenes de Candie en su mansión. Stephen desprecia su propia raza; tacha a los negros de esclavos obligados, si bien él es quien asume la responsabilidad de la dirección cuando su amo se encuentra desorientado o confundido. Stephen subsiste del sistema de patriarcado supremacista caucásico; por ello, la escena en la que Django, enfundado en sus hábitos de cowboy empedernido, llega por primera vez a casa de Candie, Stephen no se alegra por el inicio de una época de dignificación para los negros, sino que lo percibe como una amenaza, como un pálpito inminente de que el sistema con el que sobrevivía se tambalea y desfallece. Por ello busca con ímpetu y desesperación el fracaso de la empresa de Django; busca relegarlo de nuevo a su papel servil y sumiso, a condenarle de nuevo a la trágica existencia del látigo y el grillete.  Samuel L. Jackson está perfecto en su papel; incluso conserva ese aire de desenfado violento, ese impulso motherfucker que tanto y tan bien ha sabido explotar con Tarantino. Es un manipulador, un titiritero, que juguetea con la figura débil de Candie en beneficio y sustento propio: él es el verdadero cerebro criminal en la trama, el defensor acérrimo del sistema esclavista, el reducto último de una etapa.

Como suele ser costumbre, Tarantino regala al espectador una gama icónica de personajes y circunstancias: está el peculiar carromato de Schultz, con ese molar gigantesco con resorte adornando la parte superior; la leyenda nibelunga que une a la indefensa y volátil Broomhilda Shaft (guiño de Tarantino al duro defensor de la blaxploitation) con el Sigfrido apocado de Django Freeman (curioso que también se apellida así, ¿verdad?); la hilarante sátira con el Ku Klux Klan y  sus capuchas, con Jonah Hill como invitado de excepción; el cameo del propio Tarantino (obscenamente grueso) como esclavista con un acento australiano irreal. Además, la banda sonora, que habitúa ser piedra de toque en la filmografía del de Knoxville, sorprende por su concepción ecléctica y heterogénea: lo que parecía una reminiscencia del lisérgico James Brown, se transforma súbitamente en un rap de Tupac, con una naturalidad pasmosa. Una vez más, sorprende el sobrio y minucioso conocimiento de la transmisión emocional que puede generar la música unida a la imagen, si bien en esta ocasión está más desafortunado que en películas anteriores.

Jamie Foxx, el Django de Tarantino, y Franco Nero, el Django original. Foto: Ojetefilms.

¿Y qué ocurre con las tradicionales referencias de Tarantino, esos guiños a la cultura popular con que nos tiene malacostumbrados? También los tiene, y en este caso en las polvorosas arenas del western más clásico. El título proviene del filme Django (1965) de Sergio Corbucci, con Franco Nero de protagonista, que hace un cameo en esta película, donde Foxx le deletrea su nombre en insiste en el silencio de la D; el contexto pugilístico de los mandingos proviene de Mandingo (1975), de Robert Fleischer, sobre las bajas pasiones entre uno de estos luchadores forzosos y la hija de su propietario, con el infravalorado James Mason; y Boss Nigger (1974), la inspiración más evidente para la trama, un western afincado en la blaxploitation que versa sobre un pistolero negro (Fred Williamson) que busca venganza encarnizada.

Django… puede ser la mejor película de las últimas de Tarantino; se nos muestra desnudo, moral y fisicamente, la figura del aventurero impreciso, el complejo de poder de todos los protagonistas, la ambición que domina sus acciones. Porque, al final, los protagonistas no son más que siervos de su propio egoísmo desde el usurero Candie hasta el itinerante Schultz, incluso Django, que actúa (¿actúa? Poner cara de tipo duro no le salva) de manera fortuita y precipitada, y lo digo a pesar del resultado, para rescatar a Broomhilda.

Pese al buen resultado final, no por ello está desprovista de crítica: su metraje es excesivo, e incluso hastiante en determinados puntos (¿por qué diablos se recrean tanto Schultz y Django en sus prácticas de tiro en plena nieve, mientras Broomhilda continúa retenida en casa de Candie? ¿Dónde está la urgencia del rescate?). Además, el papel de la mujer en este film es insignificante; entiendo que el principal foco de atención no es Broomhilda, pero lo que no comprendo es que su presencia y sus acciones son sólo resultado de deseos ajenos, jamás de voluntad propia; Broomhilda es una presurosa manera de afirmar la presencia femenina, aunque en realidad ésta se intuye, pues en el fondo ella es la verdadera esclava de la película, tanto del propio Candie como del deseo de Django: nunca será, pues, libre. Junto con esto, hay que indicar que, como es común en la filmografía tarantiniana, no hablamos de una historia sólida con principio y final, sino como una suerte de sucesión de escenas grandilocuentes que vulnera la retina del espectador, atrapando aquellas imágenes de acabado perfecto que, por iconicidad y simbolismo, resultan más memorables. En cuanto al aspecto de la violencia de la película, mi postura queda clara en las palabras sabias de Berto Sánchez, de modo que no tengo nada que añadir a este aspecto.

Tarantino es un director y un creador de pósters/ilustrador inapelable; sus películas están pensadas para el entretenimiento (a veces propio, otras ajeno), no para la trascendencia intelectual. De modo que invito al espectador, tanto al fanático tarantiniano como al desconocedor de su obra, a considerar esta película no como un producto decisivo para valorar la trayectoria del creador, sino como parte de una labor de ocio y disfrute, pues eso es Django: la ambición de la bala, la raza y la fábula desencadenada. Atrévanse o sométanse a las cadenas de la ignorancia.