Blancanieves: el lenguaje de lo trágico

Con el permiso de la cinta de J.A. Bayona, Lo imposible, Blancanieves es la película revelación de los Goya 2013, no tanto por el carácter sorpresivo de su presencia como por la “osadía” de su lenguaje cinematográfico propio, no compartido con el resto de las nominadas. La película de Pablo Berger que comenzó su carrera hacia los Goya en el festival de Toronto alcanza la línea de meta con la nada desdeñable cantidad de 18 nominaciones y un buen número de premios a sus espaldas (entre los que cabría destacar el Premio especial del jurado en San Sebastián y el Premio Gaudí a la mejor película).

Afortunadamente, Blancanieves tiene el honor de formar parte de la lista de películas que no sólo convence a la crítica, sino también al público. Pero ¿qué provoca que tanto público como crítica se atrevan con los planos sevillanos que aparecen tras el telón que inicialmente se nos abre ante los ojos para contarnos una vez más la conocida (y repetida este año) historia de Blancanieves? Probablemente, una de las razones se debe a que el cine nace y se desarrolla como método de narración audiovisual, concentrando su fuerza e intensidad en el aspecto visual frente a otros lenguajes como el de la literatura, por ejemplo. En este mismo sentido, la fotografía es uno de los más poderosos precedentes del séptimo de los artes –que ha ido escalando puestos con el paso de los años. Así es como Blancanieves deslumbra, a través de imágenes preciosistas y depuradas que concentran la magia del cine de los orígenes e incluso del “precine”. No es casualidad que el texto de Pablo Berger surgiese de una imagen que la fotógrafa Cristina García Rodero incluyó en su colección España oculta y a partir de la cual el director se inspiró para contextualizar a su Blancanieves.

Blancanieves

La fotografía de Cristina García Rodero

La historia de Blancanieves (tal y como Disney nos la presentó en el año 1937) se expone completamente modificada y, lo que es más interesante, fusionada con varias tradiciones. Estas imágenes se encuentran más o menos escondidas entre los minutos y los segundos de la película; el mito de “Carmen” creado por Mérimée primero y recreado por Bizet después es recogido, sin ir más lejos, por el nombre de la protagonista. Sin embargo, no es Blancanieves la única película de Disney que reposa en esta película, pues hasta el ala prohibida del castillo de La Bella y la Bestia reclama su espacio en el metraje mostrando a una bella infantil y a una bestia caracterizada por el rechazo del amor paterno-filial.

El aspecto más interesante del ejercicio realizado por Berger reside en el hecho de que la revisión que propone del cuento para niños juega, incluso, con la base inequívoca de todo cuento infantil: el “fueron felices y comieron perdices”. La máxima infantil se disipa ligeramente en esta versión y su propuesta final va más allá de esta herencia dicotómica del planteamiento bien-mal, pues nos deja una imagen que, por supuesto, vale más que mil palabras y que le permite al espectador, por un lado, repensar a qué clase de finales nos tiene acostumbrados la industria cinematográfica y, por el otro, que el cine no se limita a ser una compensación dulzona. El cine es también una lágrima.

Al ver esta película es importante, sin duda, no caer en la terrible y equívoca tentación de compararla con la reciente The Artist (Michel Hazanavicius). Ambas películas funcionan y sobreviven por separado. Ciertamente, cada una de ellas trata de recoger la tradición cinematográfica que estima oportuna a través del cine en blanco y negro y el cine mudo; sin embargo, cada una de las dos cintas atiende a sus razones y, en este sentido (no en otros), las razones de Berger son más herméticas, pues la fusión que el director propone es más compleja que la que había propuesto Hazanavicius en The Artist. En todo caso, las cintas en ningún caso se contraponen, sino que se complementan.

Sería injusto dejar de señalar la labor de actuación de la película, puesto que podemos asistir a la que, en mi opinión, es la mejor actuación de una Maribel Verdú que se crece con el blanco y negro (como ya demostró en la compleja Tetro de Francis Ford Coppola). Además, Blancanieves nos permite ser cómplices de la belleza, particular, de cada uno de los personajes que completan la hermosa puesta en escena: tanto de las dos Blancanieves (atemporales ambas), como de una Ángela Molina más abuela que madre y, por supuesto, de los seis enanitos toreros que completan esta fábula trágica del siglo XXI.