La sombra de Columbine
El 20 de Abril de 1999 será siempre una fecha marcada en rojo en la historia de los Estados Unidos de América. Alrededor de las once y media de la mañana, el “País de la Libertad” vivió uno de los episodios más traumáticos de su historia reciente. Eric Harris y Dylan Klebold, de 18 y 17 años de edad, entraron en su instituto armados con escopetas, pistolas semiautomáticas y varios explosivos caseros que minuciosamente habían preparado para la ocasión. En su mente, a modo de siniestro leitmotiv, no dejaban de retumbar los insultos, las constantes burlas y humillaciones que durante tantos años habían recibido por parte de sus compañeros de colegio. Las repetidas palizas, abusos y empujones acabaron por conducirlos a la peor decisión imaginable, y su visita al instituto se saldó con la muerte de 13 personas, entre alumnos y profesores. Suman 15 si contamos a los propios asesinos que, en última instancia, optaron por el suicidio como funesta despedida (o tal vez como intento de redención). Hoy en día, casi trece años después, los hechos son recordados bajo el nombre de “La masacre de Columbine”, el segundo tiroteo más sangriento producido en un instituto en toda la historia de los Estados Unidos. Hace apenas unas semanas, los dramáticos incidentes vividos en la Escuela Primaria de Sandy Hook, en Connecticut, le arrebataban el primer puesto de este macabro ranking, al tiempo que reabrían viejas heridas y devolvían a la actualidad el interminable debate acerca del control de armas en todo el mundo.
Por supuesto, no es competencia de esta sección, ni tampoco la intención de un servidor, entrar a valorar esta interminable polémica. Mi objetivo aquí es un poco más humilde: tan sólo pretendo resaltar una pequeña parte del saldo cultural que, aunque suene frívolo, también han dejado estos fatídicos eventos. Además del archiconocido documental de Michael Moore (“Bowling for Columbine”), el mayor homenaje fílmico que se ha hecho a la matanza de Columbine nos llegó hace unos años de la mano de Gus Van Sant (“Milk”, “El indomable Will Hunting”), bajo el título de “Elephant”.
“Es un bonito día de otoño. Eli, camino de clase, convence a una pareja de rockeros para hacerles unas fotos. Nate termina su entrenamiento de fútbol y queda con su novia Carrie para comer. John deja las llaves del coche de su padre en la conserjería del instituto para que las recoja su hermano. Así, un día cualquiera, los estudiantes de este instituto norteamericano hacen su vida rutinaria: van a clase, se cruzan por los pasillos y conversan, hacen deporte, comen en la cafetería, realizan sus actividades, etc. Pero ese día no será como los demás”.
En la primavera de 2003 “Elephant” pasaba a engrosar la lista de películas “que ojalá nunca hubieran tenido que hacerse”, y también el palmarés de su director (Van Sant se hizo con el premio a Mejor Director y la Palma de Oro en el Festival de Cannes ese mismo año). El film constituye una magistral recreación, con nombres falsos y ciertas licencias artísticas, de unos hechos, por desgracia, muy reales. Causó verdadero impacto en el momento de su estreno por la crudeza del tema y el asombroso tratamiento. Apenas 81 minutos que condensan un potencial y una carga emotiva desbordantes. Una narrativa casi poética que nos va llevando de la mano de los principales protagonistas, desglosando las múltiples perspectivas y puntos de vista de los implicados. La historia se repite una y otra vez, las escenas se solapan, los planos se repiten desde diferentes ángulos y ópticas; pero el resultado es el mismo: la tragedia. Temporalmente, la estructura de la película es discontinua, saltando adelante y atrás cronológicamente además de entre personajes. No obstante, esto dista mucho de resultar caótico gracias a un gran trabajo de planificación y montaje. La desgracia final es tan augurada como inevitable, y cierra de forma magistral una obra destinada a las grandes filmotecas del cine independiente.
A pesar de todo, la película ha pasado bastante desapercibida a lo largo de los años, y aunque le ha proporcionado a Van Sant sus más reputados galardones, ha quedado injustamente eclipsada entre la filmografía de este polémico realizador. Esto se debe en parte a su reparto, formado por actores prácticamente desconocidos o debutantes, y a su condición de cine de autor vanguardista, que se aleja mucho de sus trabajos más comerciales. Con un presupuesto bastante humilde (rondó los 3 millones de dólares), los únicos éxitos palpables de recaudación los alcanzó en la taquilla estadounidense, donde miles de espectadores se acercaron a ver esta magnífica reconstrucción de una parte de su memoria colectiva.
Por otro lado, es precisamente la condición anónima del reparto lo que hace que los personajes parezcan tan escalofriantemente reales. La cámara los va siguiendo uno a uno, paso a paso, en interminables planos secuencia; una narración hipnótica que acaba por introducirnos en la película. “Elephant” nos presenta el día a día de un instituto y sus estudiantes, y es esta cotidianidad tan real, desprovista de todo énfasis o adorno, la que consigue sumergirnos en la historia. Es aquí donde hay que reconocer el gran trabajo realizado por todos los actores. No hay personajes individuales, no hay protagonistas, todos son eslabones de una misma cadena. Todos son parte del escenario que “Elephant” describe. Aun así, cabe destacar especialmente la actuación de Alex Frost como uno de los asesinos, cuyos personajes cargan con la mayor parte del potencial interpretativo y dramático del film.
“Chica en la cafetería: ¿Qué estás escribiendo?
Alex: Uh, ¿esto? Es mi plan.
Chica en la cafetería: ¿Para qué?
Alex: Oh, ya lo verás.”
Las críticas que ha recibido la película, a pesar de ser eminentemente positivas, abarcan un intervalo tan amplio como el que va de “obra maestra” a “cinta insoportable”. Su desarrollo puede resultar excesivamente lento, a pesar de su corta duración, y su estructura repetitiva y exenta de artificios supondrá para algunos el culmen del aburrimiento. Otros, por el contrario, encontrarán en su aparente sencillez un abrumador ejercicio de estilo, una belleza y lirismo insólitos para una película de este tipo, tratándose de un tema tan crudo. Los espectadores que se acerquen a “Elephant” buscando el morbo más sádico también se hallarán profundamente defraudados porque, incluso en los momentos de máxima tensión y violencia, este es tratado de la forma más minuciosa e impasible. Sí algo está claro es que, a pesar de que su visionado es más que recomendado, “Elephant” no está hecha para todo tipo de audiencias. A modo de anécdota, uno de los aspectos más comentados del film es la alusión que hace Van Sant a una supuesta relación homosexual entre los dos jóvenes asesinos, hecho que nunca ha sido confirmado pero que se presenta casi como una marca de autor.
El título de la cinta hace referencia a la expresión inglesa “elephant in the room” (“elefante en la habitación”) usada para indicar problemas enormes que todos parecen ignorar a propósito. La película no es un alegato contra el control de armas, no es una denuncia social ni un argumento político, pero tampoco un mero entretenimiento artístico. No pretende solucionar el problema de la violencia en los institutos. “No queríamos explicar nada” reconoce el propio Van Sant, “ya que no se puede encontrar una explicación para algo que necesariamente no la tiene”. “Elephant” habla del ser humano, de sus miedos e inquietudes, y hasta donde es capaz de llegar cuando se siente hundido y acorralado. La película no aporta valoraciones, no opina ni justifica; se limita a poner de manifiesto la facilidad con la que el horror más absoluto puede surgir de los hechos, y lugares, más insignificantes.
“Y lo más importante… divirtámonos”