La historia más grande jamás contada

El Silmarillion (J. R. R. Tolkien)
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“¿Un libro cuya trama principal ocupa varios miles de años de historia, con más de un centenar de protagonistas y que se asemeja más a una extensa recopilación de crónicas de días pasados que a una novela propiamente dicha? No me suena bien, ¿qué es eso, la Biblia?, prefiero a Harry Potter”. Pero, alto ahí, esto no es un panfleto cualquiera, esto, si me permitís la expresión, es una condensación de mitologías imaginarias.

Ya desde muy niño, John Ronald Reuel Tolkien se mostró bastante decepcionado con las antiguas historias de su querida Inglaterra. Como él mismo mencionó en varias cartas personales, más allá de cuentos para niños, los grindilows o las arpías y si obviamos el Ciclo Artúrico, la mitología propia de Gran Bretaña le parecía realmente pobre, puesto que tenía que incluir influencias grecolatinas, celtas o germanas en su trasfondo oral y escrito, frente a la escasez de relatos propios. Y así, en 1917, convaleciente tras su participación en la Primera Guerra Mundial con los fusileros de Lancashire, un joven Tolkien comenzó a escribir la obra de su vida (nunca mejor dicho, pues no llegó a terminarla y su hijo Christopher la publicó en 1977, cuatro años después de la muerte del maestro), una obra que, a sus ojos, conformaría la mitología inglesa tal y como él habría deseado que fuese.

Quienes hayan disfrutado de El Señor de los Anillos o El Hobbit encontrarán aquí un Génesis explicativo, y necesario a toda la historia. La primera parte (de un total de cinco), el Ainulindale, es un magnífico relato de La Creación, en la visión más personal del autor. Aquí los creyentes podrían encontrar una explicación más que plausible de la aparente falta de implicación de Ilúvatar (Dios) en el mundo que se ha creado. Un Dios que crea, tanto a sus espíritus angélicos, llamados Valar; como al propio planeta, con una canción coral que da forma a la materia y a la propia existencia de la vida. Pero ese Dios no intercede después (si exceptuamos la caída de Númenor, a modo de analogía del Diluvio Universal ante la corrupción y autodivinización de los hombres), ni lo hará hasta el fin de los tiempos, cuando la perversión de la tierra llegue a su fin y los muertos se alcen de su descanso para marchar por vez final.

El relato central de la obra, el propiamente llamado Silmarillion, pasa a ocuparse del fin  de los Días Antiguos, del robo de los Silmarils, las joyas más valiosas de la Tierra, portadoras de una luz divina, por Melkor, el primer y magnífico Señor Oscuro, aquel del que el temible Sauron tan sólo era un mayordomo, aquel que al principio fue el más hermoso y virtuoso sirviente del Creador, y la desgracia y codicia de los elfos al intentar recuperarlos. Estrepitosa fue la caída. Grande la ruina de los altos reyes y grande la dicha del Enemigo. Y, entre el dolor de los elfos y las aplastantes victorias de orcos, dragones y balrogs, momentos de enternecedora y emocionante belleza. La historia de Beren y Lucien ya no es sólo una remota canción en los labios de un Aragorn que intenta tranquilizar a los hobbits en la Cima de los Vientos, a la espera del ataque Nazgûl, si no un relato del prohibido amor entre una elfa y un humano, condenado a la dantesca tragedia y a la satisfactoria felicidad por partes iguales. El épico viaje de Eärendil, padre de Elrond, en su navío mágico surcando los cielos, para ayudar a sus aliados contra los dragones alados de Melkor. El sacrificio de Ecthelion, capitán de la ciudad escondida de Gondolin, para acabar con Gothmog, capitán principal de las fuerzas de Melkor, y dar más tiempo a la huída de las mujeres y niños. Y, por fin, la gloriosa marcha final de los Valar para detener de una vez al enemigo, destruyendo en el proceso toda la tierra de Beleriand (de la que en los tiempos de La Comunidad del Anillo, solo queda un vestigio llamado Mithlond, los Puertos Grises) y dejando el futuro de la Tierra Media en manos de los hombres.

Reciben aquí los hombres un tratamiento especial. Tolkien los sitúa por “encima” de cualquier otra raza al ser los primeros con un nuevo don. O maldición, según se mire. La mortalidad. Los Valar no perecen. Ni los elfos, que cuando les llega la hora marchan en sus barcos mágicos a las Tierras Imperecederas, de donde pueden volver, en una especie de falsa “resurrección”. Los hombres sí. Y no es conocido lo que pasa con su espíritu, ni si lo tienen, ni a dónde van después. Y ahí radica la gran ventaja de los humanos. Su libertad. Su mortalidad les hace independientes. Y por eso son el pueblo elegido por Ilúvatar para cumplir su visión primigenia sobre el mundo.

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El mundo de Tolkien, hablando en general, no es completamente imaginario. Tiene influencias danesas, de Beowulf, Sigurd y demás historias germanas, de la cultura judeocristiana. Cualquier religión o mitología que se precie tiene puntos en común con todas las demás, y ésta no va a ser menos. Además, tiene idiomas propios. El quenya, el sindarin o la lengua de Mordor no son palabras independientes y escogidas para adornar momentos concretos del relato, sino que cada una tiene su gramática propia, sus reglas de pronunciación y su etimología.

Hay quienes echan de menos la presencia de mujeres. Numerosos colectivos hembristas tildan al autor de apología del machismo. Sinceramente, si exceptuamos a Galadriel (único personaje con relevancia aquí y en El Señor de los Anillos), apenas hay protagonistas femeninos en el imaginario de Tolkien. Él mismo aceptó en alguna ocasión que no se sentía demasiado cómodo escribiendo sobre mujeres. Y, pese a todo ello, fue la elfa Luthien quien burló al mismísimo Melkor para recuperar uno de los Silmarils corrompidos. Ungoliant, la gran araña aliada de Melkor, era hembra. Y fue Éowyn de Rohan quien, miles de años después, acabó con la existencia del Rey Brujo (“¿A qué teme entonces mi señora? – A una jaula, a empuñar sus barrotes hasta que la edad y la costumbre los acepte y toda opción al valor ceda al recuerdo y al deseo “). Si  nos fijamos bien, la verdadera “doncella en apuros” de Tolkien, siempre ha sido y siempre será Frodo. Y es un personaje masculino.

Otros colectivos han llegado a tildar a Tolkien de racista debido a unos elfos rubios y del piel clara y a unos orcos de piel marrón, como los hombres malvados del Este. Quizás aquí habría que echarle la culpa al arte de los fans y a las versiones cinematográficas, puesto que la mayor parte de los elfos, a excepción de los primeros nacidos, eran morenos. De Legolas, por ejemplo, no se dice nunca que tuviese cabellos dorados, y, por lo especificado sobre su etnia sindarin, y por los precedentes familiares, muy probablemente tendría el pelo oscuro. El propio Tolkien, cuando los editores alemanes de su obra, le preguntaron si era de origen ario, les respondió secamente, primeramente mostrándoles el error en el uso y la etimología de la palabra (que realmente haría referencia al pueblo indo-irnaní, no al alemán) y segundo, mostrándoles su desprecio por, trabajando en una editorial, se preocupasen de otra cosa que no fuesen los libros,. Citando un pasaje de El Señor de los Anillos, donde se muestra la intención del autor de encontrar una armonía entre pueblos: “Eran aquellos días más felices, cuando había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas, aún entre Enanos y Elfos. -El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los Enanos – dijo Gimli. -Nunca oí decir que la culpa fuera de los Elfos – dijo Legolas. -Yo oí las dos cosas – Dijo Gandalf -, y no tomaré partido. Pero os ruego a los dos, Legolas y Gimli, que al menos seáis amigos, y que me ayudéis.”

El Silmarillion, como cualquier otra obra de su autor es, en cuanto se eleva sobre el nivel del suelo, parte del dualismo maniqueísta más puro, la lucha suprema del Bien contra el Mal, la Luz contra la Oscuridad. El autor siempre quiso probar que no era necesaria la balanza, el equilibrio, si no que la mácula debía ser limpiada, el error, enmendado y la enfermedad, sanada, que lo bueno, al final de los tiempos, prevalecería sobre lo malvado. Los numenóreanos negros, incluso los mismos Nazgûl, no eran malvados por naturaleza, no eran responsables primigeniamente de sus malos actos, si no que habían sido corrompidos por un poder superior. Irónicamente, la visión del Mal de Tolkien se corresponde bastante con la Iglesia Católica, puesto que Melkor, el gran Señor Oscuro es la propia encarnación del Mal, pero antes de revelarse y caer en la sombra fue creado por Ilúvatar, un Sumo Hacedor. Pero el Dios de Tolkien está demasiado por encima del Bien y el Mal, pues en esa consideración es donde entran los Valar.

Más allá de las cuestiones ideológicas del autor y las controversias formadas a su alrededor, debemos centrarnos en el libro. Es una obra muy compleja, y, quizás, no recomendable para cualquiera. Probablemente decepcione a muchos seguidores de las publicaciones más conocidas de Tolkien debido a su, prácticamente excesiva, profundidad. Por momentos el relato se vuelve muy cercano y accesible (como en la historia de Túrin Turambar) y en otros se convierte en algo tan elevado y tan plagado de conjunciones copulativas que nos convence de estar realmente leyendo unos antiquísimos escritos encontrados por un arqueólogo en alguna cueva cercana al Mar Muerto. Pese a todo es, probablemente, lo más grande que nos ofreció el admirado profesor de Oxford, el culmen de toda su obra literaria. 60 años de escritura para conformar la crónica mitológica más impresionante de la literatura europea. Y por si esto fuese poco, hay un último relato que sirve de prólogo a El Señor de los Anillos, y de donde Peter Jackson ha extraído gran parte del metraje que, aparentemente, “sobra” en la adaptación cinematográfica de El Hobbit.

Obra cumbre, magnífica en contenido y forma. La cima de una vida dedicada a la imaginación, una mitología para los siglos de los siglos, hasta que las Grandes Aguas cubran el mundo y acabemos todos en las Estancias de Mandos.