Garzón, pública exposición
La vida pública es la plaza de nuestros pueblos, el lugar de encuentro de nuestras ciudades. Allí donde se ven muestras a pequeña escala de la sociología de nuestros días, donde ebulle el sentir colectivo y los comentarios altisonantes –tan frecuentes en la costumbre nacional-. Al más puro estilo Blade Runner he visto, y como yo todo hijo de vecino, cómo el pueblo que sienta las bases de la vida pública es capaz de entronizar, alabar y mitificar a los personajes que glosan las páginas de la prensa y las caretas de los informativos. También he visto cómo nos las gastamos el vulgo cuando, a menudo guiado por instintos, relegamos a la oscuridad del ostracismo a los que anteayer ofrecíamos un amor poco menos que incondicional. Como lágrimas en la lluvia. La primera persona del plural nos incluye a todos en este pecado social moderno que no entiende de ideologías. Y Baltasar Garzón lo sabe.
Leo en los periódicos y en manuales digitales de rumorología, más conocidos como confidenciales, que Garzón deja abierta –una vez más- la puerta de la política para cabalgar, quizá en un futuro, a lomos del caballo de Gaspar Llamazares en un proyecto bautizado como Izquierda Abierta. Hasta lo navideño se casa con la realidad: está Gaspar, está Baltasar, falta Melchor.
Con orígenes en Jaén, el jurista ha sido fuente de inspiración en las últimas dos décadas de querellas, manifestaciones, portadas, exabruptos, recelos, reconocimientos y delirios de grandeza. El azote del narcotráfico gallego –dirigió las operaciones Nécora y Pitón que pusieron a Oubiña y los Charlines entre rejas-, la revanchista pesadilla en los GAL para los socialistas, la heroica cura de heridas históricas – Chile de Pinochet, España de Franco y no tan Franco-, conferenciante estrella, objeto de manía persecutoria por la extrema diestra y ahora, amigo de Julian Assange en la Wikileaks honoris causa. Baltasar Garzón es la imagen personificada de cómo parte de la sociedad apoyó sus causas como un neorromántico en una democracia teñida de grises y cómo en la actualidad, se ha convertido en foco de dedos índices acusadores.
A veces, y permítanme el keynesianismo, nuestro comportamiento es propio de los animal spirits. Irracionalmente elegimos referentes para que nos guíen con sus acertadas acciones. Porque cuando se equivocan demasiando, dejan de sernos útiles. No resto responsabilidad al propio Garzón, una mala gestión de su imagen y puede que una ambición desmesurada le han causado problemas dentro de la propia judicatura, pero hay algo de costumbrismo patrio en todo esto. Para que vean, no sólo Garzón. Marta Domínguez paladeó las mieles del éxito –merecidamente- y el reconocimiento social de todo un país. Luego, acusada de dopaje fue vilipendiada y más tarde, cuando se probó su inocencia, pudo contemplar estoicamente el lamentable espectáculo de la disculpa colectiva.
La presunción de culpabilidad es un mal endémico que tiene germen en varios puntos. Y los medios de comunicación tenemos mucho que decir en esto. El trepidante ritmo de la actualidad informativa se cobra personajes que otrora habrían sido históricos, convirtiéndolos en ídolos light de usar y tirar. Alguno, como Baltasar Garzón, merecería ser la excepción.