El viaje incoherente de leer
Hace un tiempo quedé para tomar café un conocido. Más bien, para tomar café y escuchar, que son cosas complementarias y, bien llevadas a cabo, hasta dan un cierto toque de intelectualidad. Desde el primer segundo de nuestro encuentro, el citado muchacho se dedicó a relatarme un viaje que había realizado unos meses atrás. Desgranaba ante mí experiencias e imágenes más bien inconexas, todo dentro de un contexto de humor relajado y nostalgia que combinaba bien con la lluvia de aquel día. Vamos, que se lo había pasado de puta madre. Yo alternaba el oír con el escuchar, y de vez en cuando asimilaba algún que otro recuerdo de los suyos; y a veces hasta me contagiaba de su nostalgia que, en mi caso, era de épocas ni siquiera vividas.
Todo se estaba desarrollando de una manera más bien cordial hasta que, con curiosidad involuntaria, decidí aprovechar un silencio de taza en los labios de mi interlocutor para lanzar una pregunta:
-Oye, ¿y qué tal el ambiente en x ciudad?
La pregunta la recibió más con los ojos que con el cerebro, o por lo menos supongo que por eso me miró como si fuese un estúpido. “¿Cómo el ambiente?”, fue su respuesta, extrañada y condescendiente. “Tuve 20 días para recorrerme un montón de lugares, ¿te crees que me iba a parar a ver cómo era el ambiente? (interprétese la cursiva como ese tonillo que todo el mundo utiliza a veces pero nadie quiere escuchar nunca).
Mi conocido citaba lugares y nada más. Más que visitarlos, alunizaba en ellos con tiempo medido de forma asfixiante y buscando el sol para la foto. Había estado nosecuantas horas en diferentes trenes y el propósito siempre era ir de aquí para allí y luego allá. El fin era, inconscientemente, el medio. Sujetó tal torre y le dio la mano a aquella estatua, y eso fue lo único.
Me quedé pensando envuelto en una especie de deja vu de sensaciones. Ya había asistido a algo parecido, aunque totalmente diferente. Al final llegué a una conclusión que no suele fallar: la respuesta estaba en los libros. Más bien, en leer libros. Y es que leer es viajar, por muy manida que esté expresión. Con poco gasto y sin desplazarse, pero cada montón de páginas (y a veces hasta una sola página) es un mundo; ya no un país, ni una ciudad. Uno se sumerge en las páginas de un libro e intenta caminar, respirar y beber las palabras, incorporando y reconstruyendo dentro de un mismo ayudado por la imaginación. El ambiente del libro es el todo, el conjunto, la rabia de llegar a la última página enfrentada con la curiosidad de saberlo todo, de vivirlo todo.
Por eso me cuesta tanto entender a los que sobrevuelan los libros y se detienen de vez en cuando en algún capítulo para la fotografía mental y poco más. Capaces de citar con voz solemne a cientos de autores, les costará una enormidad explicar qué les ha parecido una obra. “Como decía (inserte autor) en (inserte obra): <<(inserte cita)>>”. Y así un clásico tras otro, o simplemente un libro tras otro. Sin entrar en más detalles aparte del “sí, está bien, sí”. Es un principio eterno y pretencioso.
Quizá estoy frustrado porque a mí me cuesta una barbaridad aprenderme de memoria las palabras de un autor, por muchas veces que haya leído la obra. Si tuviese que estar pendiente de aprenderme una cuota de palabras de un autor para esparcirlas de vez en cuando por ahí, viviría en una tensión constante que acabaría por enterrar mi gusto por la literatura. Sería como pagar un absurdo peaje mental por transitar por unas cuantas líneas. Y de peajes ya vamos bastante servidos más allá de los libros.
No lo olviden, viajar sin cámara también es viajar. Y leer para memorizar no es aprender, es leer para citar. No hay razón para que las estanterías sean fotogénicas.