Dormir con la crisis
Qué fácil sería todo si pudiésemos hacer un buffet libre con la realidad. Piénsenlo, escoger las experiencias que deseamos vivir y masticarlas una y otra vez, con el sabor delicioso de estar a gusto y la barriga bien llena con la sensación de que lo malo se queda en otra bandeja. Y poder mirar desde la mesa con el tenedor en la mano al masoquismo de las verduras, pobrecito el que se las come.
En el fondo, tenemos algo parecido, o eso intentamos. Vivimos a lo nuestro, con la mirada puesta en el plato; lo que pasa es que de vez en cuando se nos cuela algún que otro ajo y hasta un puerro. Y aunque cada vez más lleguen a buffet cuando ya no queda nada, miramos de reojo aupados en el compadecimiento; “ay, qué mal están las cosas”. Estarán fatal, pero preferimos que nos lo cuenten a acercarnos, porque la realidad dura más de 21 días y es bastante cansada.
Con la barriga llena y pocas pretensiones me acosté el otro día, que mi cama es de noventa y no hay espacio para sueños ni cosas de esas que no son. El respiro fue corto hasta para un insomne, porque mi móvil vibró a la 01:15 con un nuevo e-mail. La Administración se dignaba a dirigirse a uno, y ya se sabe que la Administración no entiende de madrugadas porque trabaja 24/7. Una carta sucinta de denegación de beca para estudios universitarios. Alguien me dijo una vez que el escenario natural de las malas noticias era la noche. Fue entonces cuando me di cuenta de que había traspasado la frontera en ese mismo instante; estaba conociendo a la crisis. Entró despacio en mi habitación, respetando a la noche porque no se le puede robar. Iba desnuda, y caminaba orgullosa y engreída con el paso del que sabe que el país es su casa. Se metió a mi lado bajo las mantas e intuyó mi nudo en el estómago, la presión de las expectativas rotas. La presentación me la susurró rápido al oído, porque ya nos conocíamos de vista. Yo, tumbado bocarriba con los ojos clavados en el techo en una permisión de miedo e indignación, intenté obviarla mientras pude. Con alegría de puta, era melosa porque sabía que venía a cobrar. Aquella noche era mi crisis, y mañana ya veríamos.
Me desperté triste y apático, porque la tristeza no necesita de pucheros para ser más, aunque Sáenz de Santamaría intente demostrar lo contrario con burdas lágrimas inexistentes. Seguía la crisis en mi cuarto, deshaciendo su equipaje vacío; resulta que iba a quedarse un poco más. En la ducha me froté las expectativas y las dejé marchar por el sumidero. Salí de casa con las primeras luces del alba, rumbo al trabajo, y en mi cabeza amanecía, también triste, una idea: aquí se trata de trabajar para estudiar, no de estudiar para trabajar.