No me da la gana
Últimamente estoy más sensible cuando leo. No se crean, todavía me cuesta hablar de ello, ahora mismo me siento un poco “chico nuevo en alcohólicos anónimos”. No voy a escuchar sus “holas”, pero gracias de todos modos. Ahora que ya hemos roto el hielo, déjenme que les pregunte algo para poder encarar lo que quiero contarles. ¿No se han sentido incómodos alguna vez frente a alguien? Seguro que sí, incluso seguro que para algunos es el estado natural de las relaciones sociales. Pero yo les hablo de la incomodidad producida por algo inevitable. Por ejemplo, cuando uno mira a un bizco, con la incómoda sensación de no saber a dónde mirar: ¿al ojo bueno? ¿al malo? ¿qué coño hago si los dos son malos? La incertidumbre del estrabismo es totalmente aplicable al tartamudo, incluso al que se baba mucho al hablar y perdigonea sin piedad a sus interlocutores. Pobres, no tienen culpa. Pero la distracción está ahí, como una cortina que se va haciendo más y más opaca hasta que se acaba cayendo el telón de la conversación. O hasta que uno se acostumbra, que también está bien. El caso es que a mí con los textos me pasa lo mismo. Me incomodo, no estoy bien. Reconozco que antes era un tipo lingüísticamente duro y, como un Superman con capa de la RAE, volaba por encima de las faltas ortográficas con facilidad pasmosa. Como con el calor de agosto o el Sálvame a todas horas en televisión, a uno se le hace callo.
Pero ahora noto que mis muros se agrietan. Es ver una falta de ortografía y mi cuerpo se llena de picores, y me siento obligado a rascarme al más puro estilo mono contemplando racimo de plátanos. Mi no entender, y me pierdo. Ni rascándome, ni poniéndome de pie para combatir el cosquilleo en las piernas, ni nada. Solo se acaba al dejar el texto, cerrar el libro o la ventana del ordenador. A veces hasta me pongo melodramático y bajo la pantalla del portátil: suele ser una cosa solemne, que supera la barrera cuasidivertida de la vergüenza ajena, una B jugando al despiste con una V, o algo así. Pero prefiero no hablar de ello, todavía no estoy preparado.
Y no se crean que acaba ahí la cosa. Creo que esta -vamos a ponerle un nombre- hipersensibilidad está lejos de mejorar. Ahora me pasa también con las comas. ¿No se han dado cuenta? Hay textos llenos de comas, que uno quiere leerlos en alto y parece el locutor del Loquendo. Es como ir a la playa, mirar al mar y verlo plagado de barcos. Imagínenselo, tantos que ni siquiera se pueda ver el agua, que uno pueda llegar a las Cíes saltando de chalupa en chalupa y trepando de vez en cuando por algún yate. Ya no importa lo que diga el texto, se lo han comido las pequeñas pausas. Un silencio glotón que acaba por hacerse enorme.
Lo peor es cuando le pillan a uno desprevenido. Zas, y lectura interruptus. Es una daga al corazón de purista. Las hay de todos los calibres, desde las que permanecen ocultas en los textos más sesudos y que suelen salvarse en forma de error tipográfico, a las “modo Yahoo Answers”, los cinturones negros de la mierda escrita. Hay libros, periódicos, revistas… con faltas de ortografía. En este diario hay textos con faltas de ortografía, y me sonrojo solo de pensarlo. Pero no quiero conformarme, por eso he venido hoy aquí a contárselo. No quiero que leer sea resignarse, como un reumático que teme la llegada del frío o un alérgico doblegado por la primavera. No me da la gana.
Cada vez importan menos cosas. Quizá porque todo es más fácil de recuperar -o reemplazar- hoy en día. Pero no nos confundamos, no olvidemos el uso original. Hoy me manifiesto en contra de las faltas de ortografía. No tengo megáfono ni pancarta, y creo que por el momento estoy solo en esta plaza, pero hay sitio para todos y cada uno de nosotros. Solo hace falta fijarse un poco. Luchemos contra el “¡ay! se me coló” y el “pues a mí me suena bien así” corrector de Word en una mano y diccionario de la RAE en la otra. Venga, que es gratis y no cuesta nada. Y si todo esto no les ha convencido, les pido que lo hagan por un servidor, que esto no es vida. Pero, por favor, háganlo con H.