La voz que rompió las reglas del juego

Cada página de la obra El periodista indeseable de Günter Wallraff recoge una clase práctica de periodismo. El título dice una verdad a medias, es cierto que Wallraff es un periodista indeseable, pero siempre lo es para los mismos: los patrones sin escrúpulos, los ejecutivos corruptos o los dictadores y todo el séquito que les sigue. Para los demás, es más bien un periodista deseable. Los libros de Wallraff se esperan como un chaparrón en época de grandes sequías. Es el hombre que no tiene miedo de agrupar en su voz miles de voces, sean cuáles sean las consecuencias.

Dentro del libro, algo me llama la atención. Al final de la obra, después de todos los reportajes existe un anexo que guarda textos del autor, además de otros que en su mayoría se centran en las conclusiones de las acciones del periodista. El primer texto me resulta chocante. Es un discurso, un “Discurso de defensa” dirigido al tribunal militar y al tribunal de excepción griegos. Lo que sigue es, sencillamente, admirable. Pero pone los pelos de punta.

La llamada Dictadura de los Coroneles en Grecia comenzó el 21 de abril de 1967 a través de un golpe de Estado dirigido por el que a la postre sería el Jefe de Estado, Georgios Papadopoulos. Considerada por unos un episodio más de la Guerra Fría, para otros fue simplemente un periodo de miedo constante y agobiante, que aplastaba a la población sólo con pensar en él. En este contexto Günter Wallraff decide viajar a Grecia en 1974. Y encadenarse a un farol de la plaza Sintagma (Atenas) en protesta por la situación imperante en el país. A partir de este hecho Wallraff se sumerge de lleno en la acción que él mismo ha creado, asumiendo el rol de actor principal. Y lo hace mejor que nadie. El periodista nos enseña la parte práctica del fascismo, la de los abusos y las torturas. Y a través de esta parte nos enseña el miedo propio de las dictaduras, el que existe en dos ámbitos. Por un lado, el miedo de las personas, el sometimiento y, por otro, el miedo de la propia dictadura, la angustia permanente por ser derribada. El monstruo que tanto asusta es, en realidad, el más asustadizo.

Wallraff sabía a lo que iba, no en vano había tomado analgésicos antes de -como él lo llama- actuar. Durante días, las torturas se sucedieron una y otra vez, como tenazas que pretendían arrancar sin anestesia una muela -la confesión o pertenencia a un grupo en contra de la dictadura- que no existía. Günter aguanta sin considerarse un héroe, ni siquiera tiene energías para eso, las utiliza para memorizarlo todo. Se vuelve una máquina, con una precisión científica. Cuenta como la emoción lo asalta en varias ocasiones -como cuando uno de los guardias estrecha solemnemente su mano después de leer su hoja de acusaciones -, pero no deja que brote hacia fuera, en la dictadura no hay lugar para la humanidad. Y él lo sabe.

Günter Wallraff fue condenado a 14 meses de prisión en la cárcel de Korydallos. Cuando la Junta Militar cae el 24 de julio de 1974 es liberado junto al resto de presos políticos. Un preso periodístico encerrado casi a voluntad propia en una de las peores cárceles de la época, con el único fin de hablar lo suficientemente alto para cambiar las cosas. Es tan simple que es terriblemente complicado. Wallraff lo resume mejor que nadie: “Para no ser engañado, a veces, hay que engañar. Hay que transgredir las reglas de este juego”.