Instinto de conservación
Recuerdo la primera vez que vi a una perra transportar a uno de sus cachorros. Ese ahorcamiento inofensivo, con el pellejo del cuello en la boca, me fascinó años atrás. Algo que podría parecer peligroso y que, al fin y al cabo, no causaba ningún daño; siendo más bien necesario. Podía así la madre mover a sus vástagos rápidamente mientras ellos no pudiesen hacerlo por sí mismos. Se trataba de brindar protección.
-Se va a Suiza.
-¿A Suiza?
-Sí. No quiero que vea como se acaba esto.
Un diálogo sacado de película de apocalipsis, que ahora están tan de moda. Para escucharlo solo tuve que ir al supermercado, no hicieron falta zombies de atrezo. En mi súper siempre hay alguien pasando la mopa, y a veces ponen la música tan alta que nadie es capaz de pensar. En este caso Shakira amenizaba el ambiente con su voz de uñas arañando una pizarra (Cre-o que empie-zo a entender/ nos deseábamos desde antes de nacer). En la cesta unos yogures y un paquete de salchichas de las baratas. Fue tras un pasillo donde escuché la conversación entre los dos hombres. El charcutero y un cliente. No los vi, tan solo me detuve a escuchar. Después, tras un “es una pena”, la conversación terminó y el cliente pasó por mi lado arrastrando su cesta. Ojeroso, hacia el final de la mediana edad, avanzaba con la cabeza gacha, como meditando lo dicho. Masticando lo que tenía dentro.
Una parte de la vida es lo que nos vamos dejando, lo que alejamos de nosotros. El futuro es incierto y el presente demasiado presente como para que reparemos en él, así que sólo nos queda el pasado. Pero lo malo del pasado es que, aunque crece constantemente, siempre está alejándose. Somos nostálgicos de nuestro propio pasado, porque siempre echamos de menos el más lejano de los tiempos. Mandar lejos a un hijo es una de las máximas expresiones del instinto de conservación de la especie y del ser querido. Empieza a extenderse el drama, y aunque va a lomos de suicidios y despedidas, todavía parece pequeño. Lejano. Pero la mierda siempre flota y muy pronto será muy tarde. Como decía Céline en Viaje al fin de la noche para referirse a la guerra: “Pronto, ya no hubo verdad en la población”. Esta parece una época hecha a medida para Céline, porque es tiempo de temer, de huir sin descanso. De olvidarse de un enemigo que nunca ha estado verdaderamente claro y seguir pensando en que algún día todo mejorará, pero lejos de aquí.
Bajo el oasis de luz de un antiguo flexo, tecleo y borro lo tecleado. La verdadera escritura, me dijo alguien una vez, es la que encuentra la palabra precisa para cada idea. Me faltan palabras y me sobrepasan las ideas, me engullen. Me asustan. Lo único que tengo claro es la Coca-cola que eché a la cesta antes de huir apresuradamente del súper. Caminaba con la prisa de dejar constancia de todo lo que me inundaba, pero el cursor, siempre tan inflexible, me dice que lo que me inunda es la nada. Al carajo las prisas. Lo indescriptible de una situación en la que todo el mundo sabe lo que ha pasado, pero no lo que pasará. Quizá ya no hay nada que decir, porque ya se sabe todo, todo lo que se puede saber. Lo que está claro es que la desgracia trepa y se expande con una facilidad pasmosa, y mañana puede estar aquí, de visita. No habrá pastas en la despensa, ni mucho de lo que hablar, porque lo importante estará lejos. Tal vez en Suiza.