El aplauso a lo prohibido

No hace mucho amanecí con una noticia que llamaba mi atención, El Régimen Cubano prohíbe el reggaeton en la isla. Más allá de sorprenderme, ya que ninguna prohibición del gobierno comandado por los hermanos Castro me levantaría un mínimo ápice de asombro, lo que me sobresaltó fue la buena acogida que ha tenido esto en personas cercanas y no tan cercanas a mi entorno.

En Cuba se prohíbe el perreo

Una legislación de esta índole ha llegado a definirse como avance social. Una prohibición, ni más ni menos, en la que se priva al ciudadano de escuchar libremente un tipo de música, ha llegado a ser caracterizada como un símbolo de progreso ya que el reggaeton es considerado música de peor calidad o denigrante -supongo que buscan un mundo en el que todos escuchemos cada día a Vivaldi, leamos Schopenhauer, y se repudie esta música que lleva a esos retorcidos movimientos de cadera-. Cuesta creer que una limitación a decidir libremente con qué armonizar sus oídos sea considerada un avance y no un atraso. Un capricho de unos pocos, que con su poder y capacidad para elegir qué se debe escuchar y qué no, se englobe en esas buenas medidas del progresismo. Vienen a mi mente épocas dictatoriales donde el ciudadano no era más que una oveja del rebaño y sus opiniones no eran tenidas en cuenta absolutamente para nada, víctimas de la tiranía y el totalitarismo.

Como las diversas religiones, que bajo el paraguas del pecado capital y la necesidad de salvar el alma moldean nuestras conductas, parece que la prohibición es el modo con el que estados y gobiernos, en estos tiempos, van limando las libertades de cada ciudadano. Basándose en premisas como el bien común, la protección, la seguridad, la moral, la salud, el progreso y demás. Siempre por nuestro bien. Como si fuésemos infantes, niños de mamá, y necesitásemos de este tipo de legislaciones y normas para sobrevivir en este mundo de locos que solo quiere acabar con nosotros. Curiosamente, los que están acabando con nosotros son precisamente ellos.

En nuestro país disfrutamos de esta tendencia bastante a menudo, aunque en muchas ocasiones no seamos conscientes o simplemente nos hayamos ya acostumbrado. Hace no mucho se nos prohibía fumar en los locales. Ahora, éstos llenan sus terrazas en pleno invierno de gente con abrigos y bufandas a temperaturas polares iluminados por sus incandescentes cigarrillos. Sin el permiso y sin tener en cuenta la opinión de los dueños de cada propiedad, el Estado decidía que era un mal común que la gente pudiese encenderse un pitillo al tiempo que desayunaba a las 8 de la mañana en la cafetería, o mientras se tomaba una copa a las 6 de la madrugada en cualquier antro de mala muerte. Por nuestra salud, siendo bien acogido y aplaudido por los no fumadores, y hasta por muchos fumadores. ¿No debería ser una decisión solamente individual, de cada empresario, el seguir las políticas que él considere correctas? Y que de este modo, ¿sea la propia sociedad cada vez más consciente del mal que hace el tabaco, esa forma lenta de matarse calada tras calada, acabando así por premiar a los locales que opten por la abstención de humos cancerígenos para atraer una mayor clientela? Oferta y demanda, que se llama. Algo natural, sencillo, y no tan coaccionador como la prohibición, que es siempre el primer movimiento que optan por realizar en este tablero de ajedrez del que parece somos sus peones.

Hace menos tiempo, tras la terrible desgracia del Madrid Arena, veíamos como el partido que está al mando optaba por este camino privándonos de acudir a este tipo de eventos. Sin entrar en materia demasiado, y siendo todavía más descaradamente populista la medida ya que el mismo gobierno fue de los culpables directos de esta fatalidad, es tremendamente injusto que toda persona quede vetada de disfrutar buenos festivales que profesionales serios organicen. El camino fácil, nuevamente. Pero nada extrañable dado el sensacionalismo asqueroso que se empeñan sacar a la luz cada día los telediarios, mostrando a las señoras enloquecidas diciendo: ¡Qué los prohíban!, ¡que los chavales solo quieren drogarse!, o a los jóvenes más colocados en pantalla al estilo la he liao parda, hablando del suceso y dando una imagen sesgada y manipulada. Una vez más, aplauso a lo prohibido y restricción de libertad. Callar a colectivos ruidosos y no preocuparse de lo que esto conlleva.

Y es que este sistema, más allá de quien gobierne, quiere entrometerse en tantos aspectos que afectan a nuestro día a día que no da hecho. Quien mucho abarca poco aprieta. Al no poder afrontar todos los campos que se auto exige controlar, y ante su constante fracaso, decide prohibir y un problema menos. Cosa que pone en entredicho seriamente la democracia a mi entender. Si los votos van encarrilados a satisfacer aspectos individuales, ¿no habrá siempre una coacción de una mayoría sobre una minoría? Pues sí. Bien sea de un 51-49 %, o un 99 contra el 1 % restante, habrá restricción de libertad en aspectos de cada uno y que no deberían llevarse a una votación. Así solo se logra una imposición en toda regla y seguir cebando a un estado cuya deuda no reduce y que no se privó de inflarla mientras pudo, que solo se molesta en seguir tomando decisiones triviales sin ningún tipo de fin concreto y que no variará nuestro nivel de vida en absoluto. Cuyas comparecencias al Congreso no se han convertido más que en un simple teatrillo en donde no nos representan, nos manejan cuales títeres, y esbozan diabólicas sonrisas sin molestarse en disimular que al menos prestan una mínima atención a los demás ponentes.

Fuente: Libertad Digital

Pero esta tendencia parece innata en nosotros, que pecando de arrogancia, como si no siendo lo suficientemente felices por poder decidir lo que queramos, necesitásemos imponer que los demás también lo hagan. Como si quisiésemos crear un mundo basado en nuestros gustos y prioridades, en lugar de simplemente disfrutar de lo que valoremos, lo que disfrutemos o lo que consideremos mejor para nuestro futuro y el de nuestros hijos. Parece no se comprende que lo que en nuestra cabeza vemos como bueno, no tiene porque ser visto igual por el de al lado. Esa terrible facilidad con la que la gente pasa de decir que algo no le gusta a, inmediatamente, pedir que el gobierno lo prohíba. La maldita obsesión por la igualdad, como si no hubiese suficientes pruebas, cada día, a cada momento, de que somos muy distintos en infinitos aspectos, y  esto no es malo. La igualdad utilizada para vender humo, de la que se aprovechan enormemente en sus preciosos discursos y que ha provocado ya tantas desgracias, no hace más que alisar ese camino a la servidumbre hacia el que no cesan de conducirnos.

La lucha de la religión y el ateísmo. La lucha por lo que poder consumir y lo que no. La lucha de las lenguas -los sentimientos puestos a flor de piel estos últimos días lo demuestran-. La lucha del cómo trabajar, cuánto trabajar y dónde trabajar. La lucha de los gustos y aficiones -el movimiento anti-taurino, por ejemplo, donde en lugar de esperar que la sociedad despierte y acabe no comprando el producto, muchos se empeñan en querer resaltar su criterio e imponer lo que ellos consideran correcto-. Todo son aspectos personales, individuales, en los que ninguna mayoría debería imponerse a una minoría por el mero hecho de ser algo tan insignificante como un mayor número. Donde nadie, por muy buenas intenciones que crea tener, debería influir en sus vecinos a través de la prohibición. El mayor número no representa a la sociedad, solo representa que si se cuentan, ¡son más!

Quizás, a raíz de esta noticia, me haya puesto un tanto filosófico al pensar en quienes son eses hombres que componen los estados para prohibir a todos los demás ciertas cosas según su criterio. A imponer, a controlar por completo nuestras vidas y a tomar decisiones que solamente deberían pertenecer a nosotros mismos. El porqué tienen la responsabilidad total en campos tan importantes y necesarios como la educación, la sanidad o las pensiones. A ser víctimas de su constante chantaje bajo la excusa de sostener estos servicios que al final salen de nuestros propios bolsillos y que manipulan sin tener en cuenta nuestra opinión, por más que vendan que pertenecen a todos los miembros del país. Es como si hubiésemos entregado toda nuestra libertad a cambio de unos derechos que están ahí, flotando en el aire y se suponen reales, pero que solamente respetan cuando les conviene, y que no dejan de ser más que un producto de la imaginación. Parece que con esto alimentamos su hambre de poder y nos hacen creer que son totalmente irremplazables, dando esa sensación de que no podríamos vivir si ellos no estuviesen aquí. Algún día, quizás por evitar que nos caigamos al suelo, legislen con la esperanza de modificar la ley de la gravedad. Quién sabe.

La única prohibición justa

A menudo, a los que abogan por quitarles tales dependencias se les trata de sanguinarios y descerebrados. Los que apuestan por devolver la libre competencia y el valor a las personas son demonizados, como si buscasen su propio beneficio, como si fuesen injustos con los más desfavorecidos. De egoístas e ignorantes, como mínimo. Pero, curiosamente, a la hora de quejarnos de los políticos y de sus decisiones parecemos estar todos -o casi todos- de acuerdo. Se tratará de una cuestión de percepción entonces, de los que se han aburrido de este poder estatal que no se sabe muy bien de donde ha salido, contra los que todavía creen que cambiando al pastor el rebaño encontrará mejores prados, verdes y frondosos. Se convierte casi en una discusión de absoluta fe, y que quien no crea en este sobredimensionado Estado de Bienestar -¿¡bienestar!?- se vuelve un maldito infiel. El Señor no será nuestro pastor, pero el Estado definitivamente lo es menos.

Puede que sea el momento de empezar a plantearse estas cosas dado que muchos se han percatado ya, que de sus falsas promesas no se vive. En tal caso se malvive. Este sistema solo lleva a la corrupción, al amiguismo empresarial y al constante robo estatal, al proteccionismo de esta casta a base de legislaciones que no deberían haber sido implantadas. Éstas son solo caprichos y opiniones que nos imponen a los demás sin derecho alguno. Los sectores dónde la legislación es atroz –como el financiero, por más que otros medios nos quieran vender que la culpa la tiene la falta de regulación- son los que llevan a estas recesiones tan horribles que estamos hoy sufriendo. Donde hay más intervención, peores son los servicios y peor su funcionamiento. Somos nosotros quienes estamos rescatando a esa banca que tanto daño ha hecho, solamente porque ellos así lo han decidido. No se trata de que el Estado no ayude a la gente, si no que con nuestro dinero sí se ayuda a él mismo y a sus amigos. Las crisis ellos no las sufren, y por seguir manteniendo sus privilegios no tienen ningún pudor en seguir aplastándonos. George Orwell y su 1984 están cada día más cercanos.

Parece dar la sensación que el cheque con toda la seguridad y prosperidad que habían prometido a cambio de nuestra libertad, está completamente en blanco. Al igual que, probablemente, ese paraíso que nos prometen en los templos sagrados.