Y Rimbaud cogió su guitarra: Dylan revisited (II)
En la entrega anterior, dejábamos a Dylan en lo más alto de la cima: después de publicar el excepcional Blonde on Blonde, su popularidad mundial era más alta que nunca, eregido como icono único y elemental de la cultura musical. Sin embargo, acababa de sufrir un aparatoso accidente de motocicleta que lo había dejado convaleciente física y creativamente: tras fracturarse varias vertebras cervicales, se vio obligado a cancelar los conciertos, y permaneció en un estado de práctica inactividad durante más de un año. Durante este tiempo, la expectación general se expandía como una epidemia antes los rumores de la aparición de su nuevo trabajo: ¿con qué nos sorprenderá ahora el hombre imbuido de satori, el psicólogo de la contracultura norteamericana? Ante el anhelo general (similar a una intempestiva fiebre), la discográfica Columbia se vio obligada a publicar Bob Dylan’s Greatest Hits, una recopilación de los temas más populares de Dylan hasta el momento. Considerado como una herejía o un ataque directo a todos los valores que Bob representaba (él, la imagen por antonomasia de la rebeldía, ¿rebajado a categoría de artista comercial, publicando incluso un disco de grandes éxitos? Jamás) logró, pese a todo, tranquilizar a los enfervorecidos fans, que veían como el declive de su ídolo coincidía con apogeo condescendiente de sus más inmediatos rivales en cuanto a creación, The Beatles, que publicaban uno de los álbumes más emblemáticos en la historia de la música popular: Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band.
Mientras tanto, el misterio continúa cercado sobre lo verdaderamente acaecido al chamán paciente durante su reposo médico; ninguna biografía (permitida o no autorizada) desvela con claridad suficiente el proceso de recuperación de Dylan; sin embargo, es evidente que hubo un proceso de transformación identitaria, de introspección de su propia consciencia ( en sus propias palabras: Sólo quiero ser yo mismo, quien quiera que ése sea). Recluso de sus propios dominios, penitente fatal de las masas, Bob Dylan tal y como se conocía, con sus provocaciones pueriles, sus cinismo indiscriminado, su imprecación grácil, había dejado paso a una nueva versión, un ente irreconocible en lo humano y en lo artístico, con una visión más apaciguada y doméstica, como si la realidad (esa amarga traidora) le hubiese obligado a replantearse la fragilidad insigne de la vida. Con este panorama presente, aparece a finales de 1967 el siguiente, deseado y felón nuevo trabajo de Dylan, John Wesley Harding.
A Simple Twist of Fate: reconsiderando a Bob Dylan
John Wesley Harding es un estudio magnífico de la tradición musical norteamericana: Dylan indaga en las raíces más profundas del country, del folk y del blues, obligándonos a descubrirlo una vez más no sólo como un creador pionero de potentes invenciones, sino como un aplicado erudito en su ámbito. De este modo, todo el vinilo suena a cáustica nostalgia , a forzosa y arcaica memoria del común. Además, se percibe una evidente carga espiritual, buscando una trascendencia superior a la de trabajos anteriores, perceptible sobre todo en aquellos temas cuya carga religiosa los hace inherentes a un credo particular, un punto divergente del descreimiento imperante hasta entonces. En la portada podemos percibir gran parte de esta evolución: se nos revela a un Bob con aspecto de forajido (al igual que el bandido del que extrae el nombre del disco), pero con discreción, con convencionalismo, remota reminiscencia del inquilino de lo inesperado que hasta entonces nos asombraba. I Dreamed I Saw St. Augustine es un ejercicio de lamento moral: arrancando con una armónica vacilante y en continua oscilación, domina la presencia ubicua del arrepentimiento del alma, logrando un efecto impresionista a la par que estremecedor. La reconocible All along the watchtower (que Jimi Hendrix versionaría de manera sublime e inapelable) nos ofrece una pulsión rítmica magistral; el confuso significado de su interpretación (la vastedad de la tierra baldía, el diálogo entre el ladrón y el bufón, el aullido del viento…) proyecta un panorama filosófico demoledor, si bien el coitus interruptus del final permite que la intriga devore la atención. I am a Lonesome Hobo y I Pity the Poor Immigrant son composiciones forzosamente simbióticas, como unidas por sínfisis: en ellas, Dylan juega con su poder catársico, al estar los personajes principales claramente vinculados a su afán itinerante y nómada, dado que la pertenencia a un lugar no es más que una carga pasajera, un útil refugio para la necesidad. Finalmente, I’ll be your baby tonight retoma el tema de la fugaz trashumancia, en este caso pasional, donde un ritmo travieso nos ilustra sobre el poder perecedero y momentáneo del arrebato, bien sexual, bien amoroso.
En un contexto dominado por la psicodelia musical, el blues tradicional de Dylan resulta un éxito unánime tanto de ventas como en el ámbito crítico, que aplauden su propuesta valiente y confiada. En 1968, tras actuar en el concierto homenaje a Woody Guthrie tras su muerte, Bob comienza a elaborar las piezas para su nuevo trabajo en el que será su estudio fetiche para publicaciones venideras: Nashville. Tras el estreno de Eat the Document, el documental de D.A. Pennebaker sobre su gira británica de 1966, como continuación del exitoso Don‘t Look Back (que incluye una singular escena con John Lennon y el propio Dylan), en Abril de 1969 Bob hace público su nuevo trabajo: Nashville Skyline. La voz de Dylan ha madurado: su tono nasal y suspicaz suena rugoso, extrañamente apaciguado; además, las composiciones líricas, otrora caniculares y fervientes, lucen ahora mainas, apagadas, ahítas de clichés y tópicos vacíos y con una obvia consonancia rítmica, como si casi todas las canciones fueran, tristemente, la misma. La apertura es un solemne dúo de Dylan con otra figura del country y buen amigo de Bob, Johny Cash, que intrepretan a dúo la bella Girl from the North Country, dotando al clásico tema de Dylan con un aire más rítmico y menos profundo, quizás forzando en exceso el aire agrio de la pérdida. La sensualidad inmanente de Lay, Lady, Lay , con la tersura con la que Bob incita a su amante a rendirse en su gran cama de bronce, es una noble excepción al apremiante estilo del disco: contemplamos no sólo la fragilidad de los espacios íntimos, sino la contingencia efímera de su existencia. Tonight I’ll be staying here with you acerca, de nuevo, la idea de la vulnerabilidad del deseo, al que vamos inermes, libres de prejuicios y consignas; en especial, Dylan se recrea con el poder cautivador del incógnito extraño, asumido ya su rol de mundano vagabundo. Pese a la relativa solvencia del álbum (nº1 en Gran Bretaña y nº3 en Estados Unidos), la nueva y bizarra fórmula del de Duluth no pareció de agrado para sus seguidores, que acogieron fría y molestamente la reconversión falaz de su estilo más exitoso; a este respecto, Bob declaró que su principal intención era “alejarse del pelo de la gente lo más pronto posible”. Sus gustos parecían refinarse, añadiendo pertinencias elitistas a su hasta entonces moderada prominencia intelectual: de citar como poeta magnífico a Smokey Robinson, pasó a denostarlo y a ensalzar la figura de Jean Arthur Rimbaud: “Yo acepto el caos; pero no estoy seguro de que él me acepte a mí”.

Dylan, tocando en la Isle of Wight. Fotografía: Deskarati
La decepción de los más fanáticos seguidores era de amplia envergadura. Los más escépticos, pese a todo, confiaban en que, quizás, la técnica del directo les devolviese los visos luminosos de un Dylan faro de evidencias y líder de generaciones. Sin embargo, los ilusionados asistentes que acudieron a la Isle of Wight en 1969 pudieron comprobar, cabizbajos, renegados y desengañados, que de esa ilusión fantasmal de Dylan apenas restaban las cenizas. Su popularidad había decaído tanto que incluso había recuperado la inmunidad diligente de la invisibilidad entre las masas; podía permitirse el lujo infravalorado de un paseo tranquilo, sin la molesta persecutoria de febriles seguidores, o el acoso nesciente de los medios. Su siguiente trabajo, Self Portrait (1970) es célebre por dos motivos: el primero de ellos, de corte trascendental (a la vista de los hechos) es la deconstrucción/reconstrucción que Dylan replantea de sus temas clásicos, envolviéndolos en un nuevo traje sonoro, de modo que la composición original resulte irreconocible, dejando paso a un tema completamente novedoso; en este caso, Like a Rolling Stone y She Belongs To Me sufren modificaciones parciales de su primigenia estructura, condicionando el proceso (quizás alguien debería haberle recordado a Bob aquel verso clásico de Juan Ramón Jiménez: ¡No le toques ya más, que así es la rosa!); el segundo motivo es la crítica feroz que Greil Marcus, periodista de la revista Rolling Stone, publicó al elaborar la reseña informativa de este disco, que se abre con la pregunta retórica ¿Qué es esta mierda? El tema The Mighty Quinn (Quinn the Eskimo) es de lo poco salvable de este disco (aunque originalmente fuese interpretado por Manfred Mann), y ni siquiera es su mejor versión: habría que esperar hasta el Bob Dylan’s Greatest Hits, Vol. 2 para poder apreciar en todo su esplendor una canción acústicamente agradable, si bien no incluida entre lo mejor del repertorio del bardo norteamericano. El disco, pues, peca de una producción pésima, de una interpretación execrable y de una poluta voz con letras abominables; en otras palabras, se trata de una provocación deliberada a crítica y público, que es exactamente lo que Dylan pretendía. Y además, fue nº1 de ventas en Gran Bretaña.
New Morning (1970), completa la nueva trilogía de Dylan, cuyas únicas similitudes con la anfetamínica trilogía rock son la cercanía de publicación entre los diversos álbumes, y el silencio artístico que siguió a su publicación; cualquier otro parecido es mera coincidencia. Este nuevo trabajo se fundamenta en el pop, entendido no como el reclamo de masas y la búsqueda desesperada del éxito comercial, sino en cuanto a la composición sencilla y preclara, distante de un estilo pomposo y recargado, y acompañado de una base musical suave, agradable y dulce, encandilando al oyente. If Not For You es un agradecimiento plausible a las virtudes del amor necesario; Bob, en actitud grata, celebra que su romance contribuye beneficiosamente a su vida, alineando astros y clamando tempestades, sustentado todo el tema con un tempo casi de ruego o de salmo. The Man in Me (principalmente reconocible gracias a que los hermanos Coen la seleccionaron como parte de la banda sonora de El Gran Lebowski es, de nuevo, una ostentosa muestra de gratitud de Dylan hacia Sara Lownds, su mujer, en la que, haciendo gala de la canción como soporte de sus intenciones, la reconoce como jalón decisivo en su confirmación como hombre adulto, formado y de convicciones prestas, lejos de su testaruda figura de calumnioso cantautor protesta, logrando con el nacimiento de sus hijos que el propio Bob se confirmase como animal doméstico y padre entregado y devoto.
Con New Morning, Dylan propició un hiato musical y laboral para dedicarse plenamente a su familia, retirado en su residencia en Woodstock: la fama mundial era una pesadumbre agotadora que sobrellevar sobre unos hombros tan raquíticos, y el desolador hecho de que sus últimas creaciones no fueran precisamente un producto digno contribuyo a tomar esta decisión de presidiario voluntario. No obstante, tras 3 años de escrupuloso y austero silencio, Dylan retiró el orín de sus botas y de su guitarra y regresó gracias a la mano de un invitado inesperado: el pendenciero Sam Peckinpah.
Las puertas del cielo, los jardines del infierno: el Dylan pendular
El director Sam Peckinpah, autor de cintas tan soberbias como Grupo Salvaje (1969) o Perros de paja (1971), llama a Dylan para pedirle su colaboración en el western Pat Garrett and Billy the Kid (protagonizada por Kris Kristofferson), en la que Bob haría la banda sonora. Sin embargo, lejos de amedrentarse ante la figura del director, Dylan solicita como condición sine qua non que él también debe aparecer en la película, aunque sea con un papel menor. Así, Dylan se incorpora al reparto final de la película, en la que interpretará a Alias, un forajido anónimo de verbo sobrio y parco. Se trata de un personaje idóneo para Dylan: un hombre de carácter nómada, que rehuye las etiquetas y las convenciones, cuya única seña de identidad (y de vida) posible es su sombra, apenas una presencia exangüe que a nada se une y en nada se ampara, un lobo estepario de carácter cismático. Las canciones parecen descuartizadas de las propias escenas: la mayoría de ellas, de hecho, poseen como título aquella secuencia a la que ilustrarían y darían vida. Sin embargo, entre las diversas canciones secundarias encontramos una verdadera joya del repertorio dylanesco: Knockin’ On Heaven’s Door, una sublime y levantisca balada, que nos descubre la madurez consagrada de Dylan, el adusto y doloroso sobreseimiento de la juventud, y la asunción de la cercanía de la muerte; el éxito de la canción fue sensacional, devolviendo a Dylan al parnaso de los creadores musicales (de hecho, el tema ha sido versionado cientos de ocasiones, siendo una de las más reconocidos la de Guns ‘n’ Roses). Además, ese mismo año, Dylan publicaba un álbum de versiones de otros artistas (desde Joni Mitchell hasta Elvis Presley), con el que justificar una vez más su polivalencia musical y evitar así el encasillamiento forzoso en el género del folk-rock. El álbum Dylan gozó de escasa trascendencia, tanto a nivel de público como de crítica.

Dylan, caracterizado como Alias en “Pat Garrett and Billy the Kid”. Fotografía: Voiceover
Bob Dylan recuperaba con este tema el prestigio pretérito, situándose de nuevo en la cresta de la ola creativa. Además, su gira con The Band (que habían sido su banda de acompañamiento desde 1966, y que habían debutado en solitario con el sensacional Music from Big Pink en 1968, incluyendo el sensacional The Weight) coincidía con la publicación de su nuevo trabajo, Planet Waves, donde colaboraba estrechamente con el grupo, y que le reportó su primer nº1 en Estados Unidos. Going, Going, Gone nos trae una nueva hoguera de nostalgia de Dylan, no sólo en cuanto a su propio contenido, sino a reminiscencias de un Dylan de ascendencia folkie y fortalecido con la añoranza, si bien estrictamente elaborado desde una preceptiva más filosófica, menos liviana. Nos encontramos, además, con dos versiones de un nuevo clásico para la colección de Bob: Forever Young, donde una vez más el de Duluth nos sirve de Virgilio por las galerías de su infernal corazón, retomando su teoría de que la juventud está sometida, dolorosamente, a la caducidad de las edades. La experiencia de la gira con The Band se recogió en el primer disco de directos de la discografía del bardo de Duluth, titulado Before the Flood, donde podemos apreciar la perfecta conexión entre Dylan y Robbie Robertson.
Las ascuas del fénix: el retorno triunfal de Dylan
Pese a que el éxito parecía volver a sonreír a Dylan, lo cierto es que, en el ámbito personal, estaba atravesando un calvario inoportuno: el martirio y la lacerante inminencia de su divorcio con Sara Lownds le había enfriado el ánimo, corrompiendo su energía natural y forzándole a exhibir una imagen agotada, enjuta y alicaída, como un caballero de triste figura moderno. Haciendo balance biliar de su situación, juntando náuseas, lágrimas y resquemores, Dylan compondría el mejor álbum para corazones rotos de la historia (Hank Moody dixit): nace así, en 1975, Blood on the Tracks. Arranca con una de las mejores obras de arte del cancionero dylaniano, Tangled Up in Blue, una brillante y amarga cronología de una pareja condenada a encontrarse y a ultimar desavenencias y armisticios, sustentada por una fina base donde Bob, espléndido con esa armónica lacrimógena, regala una de sus interpretaciones más dolorosas y más sangrantes. Simple Twist of Fate continúa la línea argumental de la anterior: el destino inflexible de dos parejas, cuya reconciliación se ve frustrada, precisamente, por un desafortunado giro del destino. A continuación, dos temas especialmente cargados de inquina y rencor, cuyo denominador común es la animadversión hacia la figura amada: en primer lugar, You’re a Big Girl Now, un relato que versa sobre la superación de los valores filiales en la pareja, sobre el final de la intimidad como espacio común de deseo, y sugiere que la verdadera pasión no nace de la tranquilidad democrática sino de la inquietud juvenil, si bien el desacuerdo conduce, inexorablemente, al abanandono; y después, Idiot Wind, un vómito directo con objetivo muy determinado que insulta, vilipendia y patalea a Sara, dejándola zaherida, vulgar y denostada como Ana Ozores a ojos del sapo. Shelter From The Storm es una hermana de base melódica de Tangled Up… , y que de nuevo analiza pormenorizadamente los entresijos más emocionales de una relación nacida de lo fortuito y de lo casual, y que llega a su fin de manera tan abrupta y repentina que el dolor es una medicina insoslayable. Bob pena a lo largo de todo el álbum entre la debilidad del destierro amoroso, la cínica y violenta respuesta al desamparo y el futuro de indefensión fatal que aguarda tras la lluvia: se cuestiona desde la validez del estamento marital hasta el verdadero significado de la vinculación de dos almas juntas que, labio a labio, pueden representar un idilio.
Tras recuperar su frescura productiva (pese a continuar sumido en una depresión post-relacional bastante agónica), Dylan dio luz verde a la publicación de The Basement Tapes (1975), una serie de grabaciones que él mismo y The Band habían ultimado en diversas sesiones en el sótano de la discográfica en 1967. El sonido es evidentemente subterráneo, no tanto fruto de la reflexión meditada como de la improvisación y la vehemencia, con tintes intrínsecos de jam session, fusionando lo mejor de cada una de las partes: la excelencia lírica de Dylan y el torrente musical de The Band. Cabe destacar la sibilina You Ain’t Going Nowhere, con su ingenua aunque adúltera temática, y ese ritmo pronto y perfectamente sincronizado, a pesar de ser fruto de la espontaneidad.
En 1976 publicó uno de sus álbumes más populares: con el sugerente título de Desire, Dylan decidió tomarse un descanso creativo a la hora de diseñar sus temas, y para este nuevo trabajo contó con la colaboración de Jacques Levy en algunas canciones, que escribieron a dos soberbias manos. Fruto de la mutua cooperación surgen temas como Hurricane, una de las composiciones más populares del repertorio dylanesco: Dylan reivindica la inocencia del púgil Rubin “Hurricane” Carter, candidato al campeonato mundial de los pesos pesados, acusado injustamente de asesinato a dos personas; se trata de un nuevo retorno a la canción protesta de Dylan de manera evidente desde sus tiempos de Another Side of Bob Dylan, en este caso intercediendo por los derechos de un individuo y no de un colectivo (de hecho, la canción entraría a formar parte de la banda sonora del biopic The Hurricane, con Denzel Washington en el papel del boxeador). Isis también retoma la rara consunción de Bob de los libros de historia, aportándoles su interpretación peculiar; en este caso, el peligroso romance de un aventurero mercader con clamores a una diosa egipcia. Oh, Sister, una delicada sintonía de nos permite entrever los primeros pasos de Dylan en su conversión del judaismo al cristianismo (ensalzando la figura de Dios), si bien actuando desde una perspectiva de moderada piedad y solicitando acogida; más tarde trataremos el cambio de dogma de Dylan. Joey, compuesta exclusivamente por Dylan, es un retrato del gángster por aquel entonces recientemente fallecido Joey Gallo, al que pinta con compasión y consideración, incluso algo de admiración por su savoir faire en las negociaciones, rescatando especialmente la fragilidad moral e intelectual del mismo. Finalmente, Sara es un arrebato amoroso para con su ex-mujer, en un intento desesperado de reconciliación y reencuentro no sólo por el bien de su estirpe, sino también para mantener sana la integridad creativa, física e intelectual del propio Bob, que se desgarra, descuartiza e hinoja ante ella en busca de redención y salvación.
A finales de 1975 y principios de 1976, Bob se une, como cabeza de cartel, a la gira conocida como Rolling Thunder Revue, como un intento de reivindicación nacional de la entidad folk, además de un descontrolado y lisérgico acontecimiento con intenciones adventicias de subsanar y restaurar el espíritu vetusto de Woodstock. Entre otros artistas que colaboraron con la gira, podemos señalar a Joan Baez, Roger McGuinn, Kinky Friedman o Ramblin’ Jack Elliott, además de participaciones esporádicas de gente de la talla de Allen Ginsberg o Joni Mitchell. Además de lograr reconciliarse con Sara, Bob dirige y protagoniza el film Renaldo y Clara, que intenta ofrecer una visión surrealista de la Rolling Thunder Revue, pero también explorar las vicisitudes más significativas de las relaciones de Dylan, proponiendo una nueva interpretación, más dispar e inconexa, a sus temas más clásicos. La película tiene poco éxito, evidenciando las carencias cinematográficas de Dylan.
En 1978, Dylan irrumpió de nuevo con una imparable fuerza creativa con Street Legal, un álbum que, por líneas generales, aparece infravalorado en la consideración total de los trabajos del de Duluth; se trata de un regreso a la exitosa fórmula de sus dos anteriores trabajos (una vulgar línea continuista), si bien adaptándose a los nuevos matices roncos y vastos de su voz, achacada por el envite espantoso de las estaciones; para evitar la fatiga obligada de forzar su instrumento musical más útil, Bob contrata un coro para exonerar su carga y que sirve como diapasón estético y ético del plástico. Changing of the Guards es una práctica fantástica en la que Dylan recupera el esoterismo de sus tiempos de Bringing It... para describir su propia vida en ese momento, si bien las metáforas resultan inexpugnables para cualquier tipo de oyente; utiliza como telón de fondo o coartada para este propósito el cambio de guardia en la corte británica, en un nuevo giro humorístico de la trama. Señor (Tales of Yankee Power) es una composición frecuentemente olvidada al mencionar las mejores de Dylan, y sin embargo su carga emocional, su sinuosa estructura y la profundidad con la que Bob nos hiende la espada de la verdad deja patente su relevancia en el contexto genial de su obra. Este mismo año, también hay que señalar la importancia del álbum Bob Dylan at Budokan: el primer concierto del de Duluth en Japón fue una verdadera mina comercial, y ayudó a cimentar las futuras fructíferas relaciones entre bandas norteamericanas y el público nipón, que en este caso acogió al bardo como un antiguo amigo cuya ausencia se había hecho de rogar.
Property of Jesus: El Dylan neófito
A mediados de la década de los 70, Dylan experimentó la peor debacle identitaria de su historia. Además de que veía cómo la facilidad con la antes componía temas antológicos se desvanecía como luz en la tormenta, soportaba la soledad caótica en el que Sara le había dejado sumiso tras abandonarlo y solicitar, de manera casi extraoficial, el divorcio (los dylanólogos más recalcitrantes han venido a señalar a Lownds como fenómeno de la reconversión de Dylan). Por ello, Dylan buscó refugio emocional y creativo en todas partes: en la literatura, en el séptimo artes, en las aves de paso, en la pintura, en las drogas, en el alcohol… Sin embargo, el único consuelo verdadero que encontró lo topó en el lugar que menos se hubiese esperado: el credo. Bob, descreído e incrédulo judío, halló que el único refugio para los elementos de su talla se hallaba en los cielos, y que la única forma de alcanzarlos era convencer al Gran Jefe de que la labor desempeñada en la Tierra era la idónea. Así pues, renunciando a sus patrones tradicionales, Dylan configuró su fe hacia el cristianismo católico apostólico, primero de manera moderada, luego de forma más fanática y alarmante.
Pese al éxito y la aceptación de la fórmula de Street Legal, Dylan infirió en su nuevo axioma, y en 1979 apareció Slow Train Coming, el primero de la trilogía cristiana de Dylan. El disco se abre con Gotta Serve Somebody, una profunda reflexión que habla de la necesaria servidumbre del ser humano, condenado a rendir cuentas siempre a alguien superior, independientemente del cargo que ocupe (como diría el propio Dylan: Nadie es libre; hasta las aves están encadenadas al cielo). A partir de este tema, cuya evidente confesión dogmática no resta, sin embargo, virtudes artísticas, comienza una prolija secuencia de canciones de contenido puramente dogmático, en los que Dylan justifica no sólo su elección de conversión religiosa, sino que alenta a seguir su ejemplo, incorporando temas (como es el caso de When He Returns) que dulcifican la idea del cristianismo, loando siempre al Señor, o con inclusiones en el género bíblico, reinterpretando episodios, como es el caso de Adán en Man Gave Name to All the Animals (que La Mandrágora, el grupo de Javier Krahe, Joaquín Sabina y Alberto Pérez, parodió en su disco). Pese a todo, la factura final del disco, en lo que se refiere a composición musical, es impecable: el uso de su armónica se ve rebajado en proliferación del recurso del coro, que dota de vivacidad y frescura unos temas cargados altamente de valores eclesiásticos. Así lo reconoció el público, que continuó dándole un buen número de ventas.

Dylan y el Papa Juan Pablo II. Fotografía: 3BP.
El siguiente disco, sin embargo, no pudo librarse de la quema fundamental de crítica y público: Saved (1980), es una tragicomedia del olvido, una ofensa a mano cambiada de lo que Dylan llevaba haciendo hasta el momento: su caída en el fanatismo es tan histriónica, y ve con tan buenos ojos reivindicar su recién adquirida fe, que sacrifica para su mensaje la calidad final del producto, entregando a un público nada estúpido un álbum ridículo, vicidado, impregnado de desquiciante fundamentalismo católico. Es un verdadero fracaso en ventas, y tal vez uno de los mayores fiascos hológrafos de su carrera; al menos, el peor desde su debut.
Para finalizar esta descalabrada trilogía, aparece en 1981 Shot of Love, donde Dylan continúa luciendo una palabra de sacerdote o predicador multitudinario (un Billy Graham de la guitarra), estableciendo no sólo las peores ventas de su historia, sino cercenando con ellas los últimos reductos de su reputación de innovador, que había logrado recuperar con Desire. Sin embargo, si hay algo que rescatar de este álbum, es el pródigo tema Every Grain of Sand, un verborreico evangelio según San Zimmerman que recoge los motivos principales de su neófita transformación de un modo tan lírico, tan genuino, que hasta consideras concederle indulgencia por sus desvaríos.
Nos encontramos, pues, con un Dylan que experimenta los peores resultados de su carrera, pese a encontrarse en un momento de estabilidad religiosa, algo que, por algún motivo, no logra despertar su vena más creativa. Y, además, nos acercamos peligrosamente a la plastificada década de los 80, y el viejo Bardo lucha por sobrevivir en un mundo musical cada vez más competitivo. Su única salvación: confundirse con el entorno. Pero eso lo veremos en la última entrega. He aquí un adelanto:

Dylan, con su look ochentero. Fotografía: Popdose.
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